15

Había salido a cazar a Cortman. Éste era ahora su principal entretenimiento, una de las pocas diversiones. En los días en que podía dejar el barrio, y no había reparaciones urgentes en la casa, Neville buscaba desesperadamente. Debajo de los coches, en los matorrales, en las chimeneas, los armarios, bajo las camas, en las neveras. En cualquier lugar donde un hombre pudiera esconderse.

Ben Cortman podía ser hallado en cualquiera de esos sitios, en un momento u otro. Neville creía que Cortman cambiaba de escondite continuamente. Sentía, también, que amaba el peligro. Si la frase no hubiese sido un contrasentido hubiese dicho que Cortman gozaba de la vida. Hasta había llegado a pensar que ahora era más feliz que nunca.

Neville se dirigió pausadamente hacia una casa del bulevar Compton. Era una mañana como otra cualquiera. Cortman no aparecía, aunque no podía esconderse demasiado lejos. Pues siempre era el primero en llegar.

Mientras avanzaba con paso rápido, pensó otra vez qué haría si lo encontraba. Su plan era el de siempre: eliminación inmediata. Pero no sería fácil. Oh, no sentía el más mínimo afecto por Cortman. Ni siquiera representaba, para él, una parte del pasado. Porque el pasado estaba muerto, y él, Neville, había asumido esa muerte.

No, no se trataba de eso. Quizá, pensó, no deseaba terminar aquella actividad recreativa. Los demás eran criaturas inanimadas. Ben, por lo menos, tenía más imaginación. Podía ser, aventuraba Neville, que Cortman hubiera nacido para ser vampiro y seguir vivo después de muerto. Con estos pensamientos se quedó sonriendo.

En un porche próximo se sentó emitiendo un gruñido. Luego sacó lentamente la pipa, y perezosamente la llenó de tabaco. Poco después unos hilillos de humo flotaban en el aire cálido y tranquilo.

En esta época Neville se había convertido en un hombre más corpulento y más sereno. La reposada vida de ermitaño le había hecho ganar algunos kilos, y ahora pesaba más de noventa. Se le había redondeado la cara; el cuerpo —bajo las ropas anchas— era fuerte y musculoso. Desde hacía un tiempo había dejado de afeitarse. Sólo de vez en cuando se recortaba la barba espesa y rubia. Llevaba el pelo largo y suelto. Contrastando con el oscuro color moreno de la cara, sus ojos azules parecían más serenos y claros.

Apoyó la espalda en el escalón de ladrillos, echando unas lentas bocanadas de humo. En aquel campo de enfrente, en el otro lado, todavía se conservaba una depresión donde había enterrado a Virginia, y en donde Virginia se había desenterrado. Pero este recuerdo no entristecía a Neville. Se había curtido. El tiempo había perdido su proyeccción de pasado y futuro. Había sólo un presente. Una lucha cotidiana sin cimas de alegría ni profundidades de desesperación. Soy fundamentalmente vegetativo, pensaba a menudo de sí mismo. Y por eso luchaba.

Permaneció allí un rato, mirando una mancha blanca en medio del campo. De pronto, advirtió que se movía.

Parpadeó. Los músculos se pusieron rígidos. Un sonido de duda le salió de la garganta. Luego, incorporándose, alzó la mano izquierda para evitar el deslumbramiento del sol.

Mordió convulsivamente el extremo de la pipa.

Una mujer.

Abrió la boca y la pipa cayó al suelo, pero no se molestó en recogerla. Durante largo rato se quedó allí, de pie en el porche, mirando.

Cerró los ojos, los volvió a abrir. Todavía seguía allí. Sintió que el corazón le golpeaba el pecho.

La mujer no lo había visto. Cruzaba el campo con la cabeza baja. Neville alcanzaba a distinguir el pelo rojizo, que se movía con la brisa, los brazos que caían flojamente a los lados. Parpadeó otra vez, inmóvil. Era una visión tan increíble, después de tres años. No podía creerlo.

Una mujer. Viva. Bajo la luz del sol.

La miró, boquiabierto. Estaba más cerca y se veía que era joven. No tendría mucho más de veinte años. Llevaba un vestido blanco, arrugado y sucio. La piel era morena, el pelo rojizo.

Me he vuelto loco. Las palabras surgieron espontáneamente.

Llevaba tiempo preparándose para una alucinación semejante. El hombre que muere de sed ve un lago en un espejismo. ¿Por qué un hombre que desea desesperadamente una compañía no ha de ver una mujer que camina bajo el sol?

Neville movió la cabeza de un lado a otro. No, no era eso. Podía oír hasta sus pisadas. La mujer no era un espejismo. El movimiento de su pelo, el de los brazos. Seguía mirando al suelo. ¿Quién era? ¿A dónde iba? ¿Dónde había estado?

Dejó de hacer preguntas. Algún instinto saltó por un instante las barreras defensivas levantadas por el tiempo.

Alzó el brazo izquierdo.

—¡Eh! —gritó, dando un salto hacia la acera—. ¡Eh! ¡Eh!

Un instante de silencio, repentino y absoluto. La mujer levantó la cabeza y ambos se miraron.

Neville quería gritar otra vez, pero no le salía la voz, se quedó con la mente en blanco. Una mujer viva. La palabra se repetía a sí misma como un eco. Viva, viva, viva…

Girando rápidamente, la mujer echó a correr a través del campo.

Durante un instante, Neville no supo qué hacer. Al fin sintió que el corazón le ahogaba y se lanzó a la calle. Sus pesadas botas golpearon el pavimento.

—¡Espere! —gritó.

La mujer siguió corriendo. Neville vio cómo saltaba alejándose por el terreno irregular. Y de pronto se dio cuenta, comprendió que no podría detenerla con palabras. Pensó en su propia estupefacción al verla. ¡Cómo debía de haberse sorprendido ella al oír aquella llamada en el silencio y al ver a aquel hombre barbudo gesticulando!

Neville saltó a la otra acera y corrió. ¡Estaba viva! No podía creerlo. Viva. ¡Una mujer viva!

La mujer no podía correr tan aprisa como él. Neville pronto estuvo cerca. Ella lo miró aterrorizada.

—¡No le haré daño! —gritó Neville, corriendo. De pronto la mujer tropezó y cayó de rodillas. Volvió la cara y Neville vio una vez más aquella expresión de terror.

—¡No le haré daño! —gritó de nuevo.

La mujer se incorporó de un salto y corrió.

No se oía más sonido que el de los zapatos de ella y las botas de Neville. Éste comenzó a saltar sobre las hierbas, ganando terreno. El vestido de la mujer se enredaba entre las plantas.

—¡Párese! —gritó Neville, aunque temía que ella no lo escucharía.

No lo escuchó. Corrió más aprisa aún, apretando los labios. Neville hizo un esfuerzo y corrió todavía más, en línea recta. La mujer corría en zig-zag, con el cabello al viento.

Neville estaba ya tan cerca que podía oír la respiración agitada de la mujer. No quería asustarla, pero tampoco podía perderla. No había nada en el mundo, excepto ella. Tenía que alcanzarla.

Otra vez el campo abierto. Los dos jadeaban. La mujer se volvió y Neville vio el terror dibujado en su rostro: un hombre alto y barbudo, de ojos decididos, persiguiéndola.

Pero al fin le dio alcance. Estiró la mano y la agarró por el hombro.

Ahogando un grito, la mujer se retorció y se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó de lado. Neville dio un salto e intentó ayudarla. Ella retrocedió, arrastrándose, y trató de ponerse de pie, pero esta vez cayó de espaldas.

—Tome —jadeó Neville, alargándole una mano. La mujer apartó la mano de Neville bruscamente y luchó por levantarse. Neville la cogió por el brazo, pero la otra mano cayó sobre él y sus afiladas uñas le cruzaron toda la frente y la sien derecha. Neville gimió y soltó el brazo y ella se volvió rápidamente y echó a correr de nuevo.

Neville saltó y la agarró por los hombros.

—No tema nada, por favor…

No pudo terminar la frase. La mano de la mujer le tapó la boca, y se oyó solo un jadeo y una lucha y los pies que resbalaban en el suelo, sobre las hierbas.

—¡Basta! —gritó Neville enfurecido, pero ella no le hizo caso.

Saltó hacia atrás, y la mano cerrada de Neville desgarró el vestido, dejando al descubierto un hombro. La mujer quiso arañarlo de nuevo, pero Neville la sujetó por las muñecas, mientras recibía un puntapié en el tobillo.

—¡Maldita sea!

Furioso, la abofeteó. La mujer bajó la cabeza y lo miró aturdida. De pronto rompió a llorar. Se hincó de rodillas y se cubrió la cabeza con los brazos, como protegiéndose de otros golpes.

Neville miró jadeando la postura retorcida. Parpadeó y suspiró.

—Levántese —dijo—. No le haré daño.

La mujer no levantó ni la cabeza. Neville la miró confundido. No sabía cómo hablarle.

—Dije que no le haré daño —repitió.

Ella lo miró entonces, pero se echó hacia atrás, como si el rostro de Neville la asustara. Se quedó así, mirándolo atemorizada.

—¿Por qué tiene miedo?

Neville no reparó en que la suya era la voz dura y estéril de un hombre que ha perdido todo contacto humano. No emanaba amabilidad de ninguna clase.

Dio un paso adelante y la mujer volvió a retroceder, gimiendo. Neville le volvió a ofrecer la mano.

—Tome, levántese.

La muchacha se incorporó lentamente, pero sin su ayuda. De pronto advirtió la desnudez de su pecho y se cubrió con la tela rota.

Pasaron un rato mirándose, recuperando el aliento con dificultad. Y ahora que había superado el primer contacto, Neville no sabía qué decir. Había soñado esta escena durante años. Pero sus sueños no se parecían a esto.

—¿Cómo… cómo se llama? —preguntó.

La muchacha no podía hablar. Miraba fijamente a Neville, temblándole los labios.

—¿Y bien? —exclamó Neville, y ella se estremeció.

—R-Ruth —titubeó.

Neville sintió una descarga que le corría por todo el cuerpo. La voz de la mujer lo había aflojado. Cualquier pregunta ahora era inútil. Sentía ganas de llorar.

Extendió una mano, casi sin darse cuenta. El hombro tembló bajo su palma.

—Ruth —dijo Neville con una voz inexpresiva.

Sintió un nudo en la garganta.

—Ruth —repitió.

Los dos se miraron en medio del campo, abierto y cálido.