No bebía exageradamente. Al contrario. En realidad bebía menos. Neville estaba convencido de que las últimas copas lo habían llevado a la sima, lo habían hundido en una desesperada frustración. Ahora sólo podía subir.
Después de las últimas semanas, se daba cuenta de que la esperanza no era la respuesta. Nunca lo había sentido así. En aquel mundo de horror real no había escapatoria en los sueños. Podía adaptarse al horror. Pero la monotonía era el peor obstáculo, comprendía ahora. Y ese descubrimiento lo tranquilizaba; era como poner todas las cartas sobre su mesa mental y, repasándolas, ordenar definitivamente el juego.
La muerte del perro no había supuesto la desesperación que temía. En cierto modo sintió morir esperanzas y excitaciones vanas. Aceptando así su cárcel, sin intentar imposibles fugas ni golpear inútilmente los muros.
Y así, conformado, volvió al trabajo.
Sucedió casi un año antes, al cabo de unos días de haber llevado a Virginia a su segunda y última morada.
Débil, con el pensamiento vacío, con la impresión de una pérdida irreparable, deambulaba por las calles, poco después del mediodía, con las manos caídas a los costados, arrastrando los pies. Su rostro no expresaba nada.
Había vagado por las calles durante varias horas, sin fijarse por dónde pasaba. Sabía que no podía volver a las habitaciones vacías de la casa, que no podía mirar las cosas que ambos habían tocado, poseído y disfrutado juntos. No podía mirar la cama vacía de Kathy, las ropas colgadas todavía en las perchas, las joyas y los perfumes de la cómoda.
Y caminaba así, sin saber dónde estaba, cuando vio aquellos grupos de gente y al hombre que le tironeó de la manga echándole a la cara un fétido aliento a ajo.
—Ven, hermano, ven —dijo el hombre con voz ronca. Neville observó al hombre: la garganta de rosada piel de pavo, las mejillas con manchas rojas, los ojos febriles, el traje oscuro, sucio y arrugado—. Ven y sálvate, hermano, sálvate.
Neville le miró fijamente. No entendía nada. El hombre le tironeaba de la manga, con dedos esqueléticos.
—Nunca es demasiado tarde para arrepentirse —dijo el hombre—. La salvación llega a todos los que…
El resto de la frase se ahogó en el murmullo de la tienda a donde se acercaban. Era como el sonido de un océano que quisiera salir. Neville trató de deshacerse del hombre.
—No quiero…
El hombre no escuchaba. Le arrastró.
—Pero yo no…
La tienda ya lo había engullido, hundiéndolo en un mar de gritos, pataleos y aplausos. Neville retrocedió por instinto y sintió que el corazón le latía aceleradamente. Estaba rodeado por centenares de personas, que se cerraban como una oleada sobre él, y aullaban, y gritaban palabras ininteligibles.
Por fin cesaron los gritos y se oyó una voz que salía de la penumbra, como un látigo del destino, chirriando en los altavoces.
—¿Queréis retroceder ante la sagrada cruz de Dios? ¿Queréis miraros al espejo y no ver la imagen de esa cara que Dios os ha dado? ¿Queréis salir de las tumbas arrastrándoos como monstruos surgidos del infierno?
Hablaba en un tono de voz imperativo, vibrante, apremiante.
—¿Queréis transformaros en bestias negras e impías? ¿Queréis estropear el cielo de la noche con demoníacos aleteos de murciélago? ¿Queréis, digo, ser una de esas criaturas eternamente condenadas, monstruos nocturnos dejados de la mano de Dios?
—¡No! —estalló la muchedumbre, sacudida por el miedo—. ¡No, sálvanos!
Neville dio un paso atrás, chocando con adeptos que alzaban las manos y clamaban piedad a los cielos.
—Pues bien, ¡escuchad! ¡Oíd la palabra de Dios! ¡El mal azotará todas las naciones, el castigo del Señor alcanzará todo el mundo! En verdad os digo que si dejamos de ser niños, inocentes y puros a los ojos de Dios, si no cantamos la gloria del Señor Todopoderoso y de su único hijo, Jesucristo, nuestro Señor, si no nos hincamos de rodillas y pedimos perdón por nuestras ofensas, ¡estamos condenados! ¡Oíd, oíd! ¡Estamos condenados, condenados, condenados!
—¡Amén!
—¡Sálvanos!
La gente se retorcía y gemía, golpeándose el pecho, y gritaba aterrorizada, profiriendo espantados aleluyas.
Neville era transportado de un lado a otro, sacudido por una tormenta de plegarias y abandonado al fuego cruzado de fanáticas devociones.
—¡Dios ha castigado nuestros múltiples pecados! ¡Dios ha dejado caer sobre nosotros el peso de su ira! ¡Dios nos ha enviado el diluvio en forma de torrente de criaturas infernales! Ha abierto las tumbas, ha descubierto las criptas, ha levantado a los muertos de sus negros sepulcros, ¡y los ha lanzado contra nosotros! La muerte y el infierno nos envían sus cadáveres. ¡Esta es la palabra de Dios! Oh, Dios, nos has castigado. ¡Oh, Dios, has desenmascarado nuestras faltas, nos has flagelado con tu ira todopoderosa!
Los aplausos sonaron como una descarga de fusilería, los cuerpos iban de un lado a otro como empujados por el viento. Eran los gemidos de los que pronto morirían, de los que luchaban aún por la vida. Neville se abrió paso entre los asistentes, las manos extendidas hacia delante como manos de ciego que tantean el camino.
Consiguió salir, débil y tembloroso. Dentro de la tienda, la gente seguía gritando. La noche ya había caído.
Sentado en la sala, tomando un whisky suave, con un libro de psicología sobre las rodillas, Neville recordó aquella tarde.
«La condición conocida como ceguera histérica —leyó— puede ser parcial o total, e incluir uno o varios objetos».
Esto era un nuevo descubrimiento. Hasta el momento, había intentado atribuir a los gérmenes todas las características del vampiro. Si algunas de esas características no coincidían con los gérmenes, Neville las atribuía a la superstición. Alguna vez había buscado explicaciones psicológicas, pero sin darles demasiada importancia.
No había motivos, pensaba ahora, para negar que en algunos fenómenos se dieran causas físicas y causas psicológicas. Parecía una de esas evidencias que ni un ciego dejaría de lado. Bueno, siempre me he resistido a la evidencia, reflexionó.
Si se prestase atención a la reacción que habían experimentado algunas víctimas, todo era fácil de entender. En los últimos días de la plaga algunos diarios habían extendido el pánico a los vampiros a todos los lugares del país. Neville mismo recordaba la interminable sucesión de artículos pseudocientíficos: todo formaba parte de una desesperada campaña para vender más periódicos.
Había sido algo realmente grotesco. Un frenético deseo de vender mientras el mundo agonizaba.
La prensa escrita había mostrado sus entrañas en aquellos días. Y a esto se sumaba una búsqueda desesperada de respuestas que mucha gente trataba de hallar en los cultos primitivos. Con poco éxito. No sólo morían tan rápidamente como los otros, sino que además lo hacían aterrorizados.
Luego, aquel espantoso horror que suponía la resurrección. Recuperar la conciencia bajo tierra, una tierra húmeda y pesada, y advertir que la muerte no significaba el descanso. Abrirse paso con manos como garras a través de la tierra, impulsados por una extraña e irresistible fuerza.
Hechos como estos podían destruir lo que quedase de la mente. Y así muchas cosas empezaban a tener explicación. Por ejemplo, la cruz.
El temor a ser repelidos por un símbolo adorado resucitaba, extendiéndose así el miedo a dicho símbolo. Los vampiros arrastrados por antiguos temores se repugnaban a sí mismos, corriendo un tupido velo en la mente. Se convertían, pues, en esclavos solitarios de la noche, almas perdidas y agobiadas, que buscaban descanso en la tierra nativa para sentirse unidos a algo, a cualquier cosa.
¿El agua? Sólo era la aceptación de una leyenda. Según la historia de Tam O’Shanter, las brujas rehuían el agua. Y, por consiguiente… todas aquellas criaturas que se relacionaban de algún modo, quedaban confundidas en leyendas y supersticiones.
¿Y cómo explicar los vampiros vivos? Eso también era simple.
En vida habían sido los desquiciados, los locos. ¿Cómo el vampirismo no iba a atraerlos? Neville se atrevía a decir que todos los vivos que venían a su casa, de noche, estaban locos. Se creían verdaderos vampiros, pero sólo eran dementes. Y por eso no le habían quemado la casa. No podían pensar.
Recordó al hombre que una noche se había subido a un farol, frente a la casa. Y mientras él espiaba por la mirilla, se había arrojado al vacío, moviendo los brazos frenéticamente. Neville no lo entendió entonces, pero ahora la respuesta era obvia: el hombre se identificaba con un murciélago.
Neville observó el vaso casi vacío, y se quedó con los labios fijos en una sonrisa.
Así que, pensó, lentamente, puede que al fin haya descubierto algo. He descubierto que no son una especie invencible. Muy al contrario. Son una especie extremadamente débil y vulnerable.
Dejó el vaso sobre la mesa.
No lo necesito, pensó. No necesito ya excitar mi imaginación. No necesito beber para olvidar, o esconderme en otro mundo. No hay nada que olvidar. No por ahora.
Era la primera vez, desde la muerte del perro, que sonreía casi satisfecho. Quedaba mucho por aprender, pero ya no tanto. Curiosamente, la vida ahora se había vuelto soportable. Vestiré los hábitos del eremita sin llantos, pensó.
En el tocadiscos sonaba la música, serena y tranquila.
Afuera, los vampiros esperaban.