A la mañana siguiente, la leche y la salchicha habían desaparecido.
Neville miró arriba y abajo de la acera. Había dos mujeres, pero no el perro. Suspiró aliviado. Gracias a Dios, pensó. En seguida, hizo una mueca. Si fuese una persona religiosa, pensó, diría que han atendido mi plegaría.
¿Pero cómo era que no había vigilado la venida del perro? Debía de haber sido al alba, cuando no quedaba nadie en las calles. Se conformó pensando que estaba atrayendo al animal, aunque sólo fuese por la comida. Pero quizá se la habían llevado los vampiros. Una rápida ojeada disipó sus temores. La salchicha había pasado por encima del collar de ajos y habían quedado restos en el cemento. Y la saliva del animal había salpicado alrededor del plato.
Antes de desayunar preparó un poco más de leche y otra salchicha, y llevó todo a la sombra para que la leche no se estropease. Pensó un momento, y añadió un tazón con agua fresca.
Luego, después de comer, cargó a las dos mujeres y las llevó al fuego; de vuelta, se detuvo en un supermercado y recogió dos docenas de latas de la mejor comida para perro, cajas de bizcochos para perro, polvos antiparásitos y un cepillo de alambre.
Señor, cualquiera diría que voy a tener un bebé o algo parecido, pensó mientras volvía al coche con la carga. Una débil sonrisa le asomó a la cara. ¿Por qué engañarse?, reflexionó. El descubrimiento del germen no le había entusiasmado demasiado.
Regresó a toda prisa y no pudo evitar expresar su desilusión. La carne y la leche estaban en el mismo sitio. Bueno, ¿qué te creías? se preguntó. El perro no va a comer continuamente. Ya volverá cuando tenga hambre.
Dejó los bultos en la cocina y miró el reloj. Las diez y cuarto. Calma, se dijo a sí mismo. Conserva por lo menos esta virtud.
Salió a revisar las ventanas y el invernadero. Había que clavar un tablón suelto y arreglar el techo de vidrio.
Mientras recogía los ajos se preguntaba, una vez más, por qué los vampiros no le habían incendiado la casa. ¿Temerían el fuego? ¿O simplemente no se les había ocurrido? Al fin y al cabo, sus cerebros no podían razonar como antes. El paso de la vida normal a una muerte animada debía dañar los tejidos.
No, la teoría no era exactamente ésta, pues de noche venían también algunos vampiros a los que nada les había dañado sus cerebros, probablemente.
Dejó el asunto. No estaba inspirado para problemas. Pasó parte de la mañana preparando nuevos collares de ajos. En una ocasión recordó la leyenda: sólo los capullos de la planta eran eficaces. Se encogió de hombros. ¿En dónde estaba la diferencia?
Después del almuerzo se instaló en la mirilla espiando el tazón y el plato. No se oía ningún sonido, salvo el zumbido apenas perceptible del acondicionador de aire.
El perro llegó alrededor de las cuatro. Neville, medio endormiscado, parpadeó y vio que cruzaba lentamente la calle, vigilando la casa con ojos precavidos. Se preguntó qué le pasaba en la pata izquierda. Si conseguía curarlo quizá se ganaría su afecto. Sombras de Androcles, pensó en la penumbra.
Se obligó a permanecer inmóvil y mirar. Era increíble. La vista del perro alimentándose, castañeteando las mandíbulas y chasqueando la lengua satisfecho, le devolvía una cálida impresión de normalidad. Una amplia sonrisa se le dibujó en la cara, una sonrisa inconsciente. Era un perro encantador.
Sintió un nudo en el estómago. El perro terminó de comer y se alejaba. Saltó de la banqueta y cogió el pestillo.
En seguida se contuvo. No, así no, decidió de mala gana. Lo asustaré si salgo. Ahora tengo que dejarlo ir.
Regresó a la mirilla y lo siguió mientras cruzaba la calle y se escondía de nuevo entre las casas. Está bien, se conformó. Volverá.
Se apartó de la mirilla y se preparó un whisky con agua. Sentado en el sillón y saboreando los sorbos se preguntó dónde pasaría el perro las noches. El día anterior ya le había intrigado y pensaba que el animal debía de esconderse muy hábilmente.
Era quizá, pensó, una de esas excepciones que confirman la regla. De algún modo, por suerte, casualidad o cierta inteligencia, el perro había sobrevivido a la plaga y a sus espantosas víctimas.
Entonces, si un perro, con todas sus limitaciones, había logrado subsistir, quizá un ser humano… Trató de cambiar de idea. Era peligroso alentar esperanzas. Había asumido, hacía tiempo, su soledad.
A la mañana siguiente el perro apareció de nuevo. Neville abrió la puerta sigilosamente y salió. En seguida, el animal se apartó de un salto y echó a correr calle abajo.
Neville pensó en perseguirlo, pero se frenó. Aparentemente relajado, se sentó en los escalones del porche.
El perro desapareció otra vez entre las casas. Neville esperó un cuarto de hora y volvió a entrar.
Después de tomar un ligero desayuno puso afuera más comida.
Esta vez vino a las cuatro. Neville salió cuando el perro terminaba su comida.
Se le escapó también. Pero advirtiendo que Neville no lo perseguía, se detuvo en medio de la calle y se giró a mirarlo.
—Ven, no tengas miedo —dijo Neville, pero al oír su voz el animal se asustó y salió corriendo.
Neville se quedó sentado en el porche, rígido, apretando los dientes con fuerza. Maldita sea, ¿por qué huirá?, se preguntó. ¡Condenado chucho!
Pensó entonces en las penurias del perro, acurrucado en las sombras, Dios sabía dónde, durante noches interminables, escondiéndose de los vampiros, que pasaban muy cerca de él. Hambriento y sediento, luchando por la supervivencia en un mundo sin dueños cariñosos y protectores.
Pobre bestia, pensó. Seré bueno contigo.
Quizá los perros podían sobrevivir más fácilmente que los seres humanos, se dijo. Eran más pequeños y podían esconderse en lugares inaccesibles. También eran capaces, quizá, de advertir la naturaleza extraña del vampiro, quizá la descubrían con el olfato.
No le sirvió de consuelo. Pues siempre, a pesar de todo, había deseado encontrar a un semejante: hombre, mujer, niño, no importaba. Sin la incesante influencia de las masas, el sexo perdía rápidamente importancia. En cambio, la soledad seguía en primera línea.
Muchas veces había imaginado que se encontraba con alguien, se había concedido esa licencia. Pero a menudo intentaba resignarse a la inevitable realidad. Él, Robert Neville, era el único superviviente del mundo. Por lo menos, del mundo que conocía.
—¡Neville!
Vio a Ben Cortman, que atravesaba la calle corriendo, y se incorporó de un salto. Pensando en el perro había olvidado el crepúsculo.
Entró rápidamente en la casa y cerró con llave. Luego atrancó la puerta con manos débiles.
Durante unos días Neville salió al porche cuando el perro terminaba de comer. Se le escapaba siempre, pero a medida que pasaban los días, se detenía, más confiado, en medio de la calle para mirar hacia atrás. Neville no lo perseguía nunca. Sentado en el porche, lo miraba y esperaba. Aquello parecía un juego.
Un día, Neville se sentó en el porche antes de que el perro llegase. Y cuando apareció en la acera de enfrente, siguió sentado.
Durante casi un cuarto de hora el perro se paseó por la acera, arriba y abajo, sin acercarse a la comida. Neville se alejó del plato, y el perro pareció animarse. Pero, de pronto, cuando Neville cruzó las piernas inconscientemente, retrocedió con rapidez. Luego caminó de un lado a otro, por la calle, sin saber qué hacer: miraba a Neville, la comida, y otra vez a Neville.
—Vamos, criatura —dijo Neville—, acércate al plato. Demuestra que eres un perro bueno.
Pasaron diez minutos más. El perro estaba ahora en la misma acera de la casa, moviéndose en círculos cada vez más pequeños.
—Así se hace —dijo Neville suavemente.
Esta vez el perro no parecía asustado ni se apartó al oír la voz. Neville esperó, sin moverse.
El animal se acercó todavía más, con el cuerpo tenso y vigilándole.
—Está bien —le dijo Neville.
De pronto el perro corrió, arrebató la comida y salió a toda prisa. Las carcajadas de Neville lo siguieron a través de la calle.
—Mal bicho —comentó cariñosamente.
Contempló al perro mientras comía. Se había tendido en el césped amarillo que había enfrente de la casa, con los ojos clavados en Neville. Disfruta, pensó Neville. De hoy en adelante tendrás comida de perro. Se acabó la carne fresca.
Cuando el perro terminó de comer, se incorporó y cruzó la calle con menos miedo. Neville sintió que el corazón le latía con fuerza. El perro empezaba a confiar en él, y eso, de algún modo, le emocionaba.
—Adelante —se oyó decir a sí mismo en voz alta—. Toma el agua ahora.
En su rostro apareció una repentina sonrisa de deleite. El perro alzaba la oreja sana. ¡Está escuchando!, pensó Neville excitado. ¡Entiende lo que digo, el granuja!
—Adelante, criatura —siguió diciendo—. Toma el agua y la leche. No te haré daño.
El perro se acercó al agua y bebió ávidamente, alzando de cuando en cuando la cabeza para vigilar.
—No hago nada —le dijo Neville.
Qué rara le sonaba su propia voz.
Un año era mucho tiempo para vivir solo y silencioso.
Cuando estés conmigo, le dijo al perro mentalmente, hablaré hasta romperte los tímpanos.
El perro acabó el agua.
—Ven, criatura —invitó Neville, golpeándose la rodilla—. Ven aquí.
El perro lo miró con curiosidad, alzando otra vez la oreja sana. Esos ojos, pensó Neville. Qué mundo de emociones revelan esos ojos. Desconfianza, miedo, esperanza, soledad… todo ahí dentro. Pobre bicho.
—Vamos, ven. No te haré daño —dijo dulcemente.
Se incorporó y el perro echó a correr esta vez también. Neville se quedó allí, viendo cómo huía, sacudiendo la cabeza contrariado.
Pasaron unos días. Neville continuaba sentándose en el porche a las horas de las comidas, y no pasó mucho tiempo antes que el perro volviera de nuevo a acercarse al plato y al tazón sin titubeos, casi con audacia, con la seguridad de quien tiene conciencia de sus conquistas.
Y durante todo ese tiempo, Neville le hablaba dulcemente.
—Eso es, criatura. Come. Es buena comida, ¿verdad? Claro que lo es. Soy tu amigo y te doy comida. Come, bicho, come. Así está bien. Eres un perro bueno.
Neville hablaba sin cesar, halagando, vertiendo palabras cariñosas en la mente temerosa del animal.
Cada día se sentaba un poco más cerca. Hasta que al fin hubiese podido tocarlo, quizá estirándose un poco. Sin embargo, no lo hizo. No me arriesgaré, se dijo a sí mismo.
Pero era difícil mantener las manos quietas. Casi podía sentir cómo se le escapaban, deseando tocar aquella cabeza. Sentía tanta necesidad de amar a alguien, y el perro era un candidato tan hermosamente feo.
Siguió hablándole hasta acostumbrarlo despacio al sonido de su voz. El animal casi nunca lo miraba. Iba y venía sin titubeos, comiendo y ladrando. Pronto, pensó Neville, podré acariciarle la cabeza. Los días se convirtieron en semanas, y cada hora hacía menos lejana aquella amistad.
Un día, el perro no apareció.
Neville estaba desencajado. Se había acostumbrado tanto a sus idas y venidas que había llegado a organizarse su vida alrededor de las comidas del perro. Todo se reducía al deseo de verlo y tocarlo.
Pasó nervioso la tarde, recorriendo el barrio, llamando en voz alta al animal. Pero no lo vio por ninguna parte. El perro no volvió al atardecer, ni a la mañana siguiente. Neville lo buscó de nuevo, pero esta vez con menos esperanza. Lo encontraron, pensó, los sucios bastardos. Pero no podía creerlo realmente. No quería creerlo.
El tercer día, por la tarde, estaba en el garaje cuando oyó el ruido del tazón. Corrió afuera, conteniendo el aliento.
—¡Has vuelto! —gritó.
El perro se asustó y dejó el plato bruscamente, con el hocico chorreando agua.
El corazón de Neville dio un salto. El perro jadeaba con la lengua fuera. Los ojos le brillaban.
—No —dijo Neville con la voz rota—. Oh, no.
El perro seguía retrocediendo por el césped, con las patas flacas y temblorosas. Neville se sentó en seguida en los escalones del porche y permaneció allí, estremeciéndose. Oh, no, pensó angustiado; oh, Dios, no.
Miró al perro, que relamía el agua. No. No. No.
—No puede ser cierto —murmuró sin pensarlo. Luego, instintivamente, extendió la mano. El perro se echó atrás enseñando un poco los dientes.
—Está bien, criatura —dijo Neville en voz baja—. No te haré daño.
No pudo impedir que el perro desapareciese, y no vio dónde se escondía. Dentro de alguna casa, probablemente, pero eso no era una buena indicación.
Neville no durmió aquella noche. Se paseó arriba y abajo de la sala, tomando café y maldiciendo la lentitud con que pasaban las horas. Tenía que atraer el perro. Y pronto. Aún estaba a tiempo de curarlo.
¿Pero cómo? Debía de haber una forma. Aún con lo poco que sabía, debía encontrar la forma.
A la mañana siguiente se sentó junto al tazón y observó estremeciéndose que el perro cruzaba la calle despacio. Sus ojos estaban más opacos que el día anterior. Pensó en saltar y, cogiéndolo por la fuerza, meterlo en la casa.
Pero sabía que si fracasaba lo perdería todo y el perro no volvería.
Durante la comida intentó acariciarle, pero el perro se apartó gruñendo. Intentó dominarlo.
—¡No te muevas! —dijo con voz firme, pero el perro se asustó aún más, y se alejó. Neville tuvo que convencerle durante quince minutos, con su voz ronca y temblorosa, antes de que el animal volviera al agua.
Esta vez lo siguió y por fin vio el escondite. Podía poner una cortina metálica para protegerle, pero no lo hizo. No quería asustarlo. Y, además, no habría sistema de llegar a él sino a través del suelo, y eso llevaría tiempo. Tenía que apresarlo rápidamente.
El perro no volvió por la tarde y Neville llevó un tazón de leche y lo dejó debajo de aquella casa. A la mañana siguiente, el tazón estaba vacío. Iba a llenarlo de nuevo, pero se dio cuenta de que de ese modo el perro no dejaría su madriguera. Puso otra vez el tazón en el porche de su casa y confió en que el animal tuviese fuerzas para llegar hasta él. Estaba demasiado preocupado para reparar en otra cosa.
Pasó la noche muy inquieto. Por la mañana, el perro no apareció. Neville fue otra vez hasta la casa de enfrente. Escuchó atento, pero no oyó ningún sonido. El animal estaba muy lejos, o…
Volvió a su casa y se sentó en el porche a esperar. No desayunó ni almorzó.
Por la tarde, el perro salió de entre las casas, moviéndose lentamente sobre sus flacas patas. Neville esperó inmóvil a que alcanzase la comida. Luego, rápidamente, se inclinó y lo tomó por el lomo.
El perro trató de morderlo, pero Neville le apretó la boca con la otra mano. El cuerpo flaco y casi sin pelo opuso resistencia. Unos gemidos de terror le estremecieron la garganta.
—Bueno, bueno —repitió Neville—. No pasa nada, perrito.
Entró rápidamente en la casa, se dirigió al dormitorio y puso al perro sobre un lecho de mantas que había preparado por si acaso. Tan pronto como soltó las mandíbulas, el perro intentó morder, pero Neville apartó rápidamente la mano. El animal salió corriendo hacia la puerta y resbaló por el linóleo. Neville dio un salto y le cerró el paso. El perro se escondió debajo de la cama.
Neville se agachó y miró. Vio los ojos, brillantes como tizones, y oyó el entrecortado jadeo.
—Vamos, sal de ahí, criatura —rogó lastimosamente—. No te haré daño. Estás enfermo. Te curaré.
El perro no se movió. Neville se incorporó suspirando y salió del cuarto, cerrando la puerta. Recogió el tazón y el plato y los llenó con agua y leche. Los puso en el dormitorio, cerca de las mantas.
Al pasar junto a la cama, escuchó los jadeos del animal.
—Oh —murmuró, lamentándose—, ¿por qué no confías en mí?
Estaba cenando cuando oyó aquel terrible lamento.
Con el corazón en la boca, se apartó de la mesa de un salto y corrió hasta el dormitorio. Abrió la puerta y encendió la luz.
En el rincón, bajo la mesa de trabajo, el perro arañaba el suelo, tratando de abrir un agujero.
—¡Vamos, vamos! —dijo Neville rápidamente.
El perro se volvió bruscamente y reculó hacia la pared, mostrando los dientes amarillos, con un rugido en la garganta.
De pronto Neville comprendió qué sucedía. Era de noche, y el animal, aterrorizado, trataba de cavar un escondrijo.
Neville le miró sin saber qué hacer. Estaba desanimado. El perro se escurrió debajo de la mesa.
A Neville se le ocurrió al fin una idea. Se acercó a la cama y tiró de la colcha. Volvió a la mesa y se agachó para mirarlo.
El perro estaba casi pegado contra la pared. Temblaba como una hoja, y unos gruñidos guturales le sacudían la garganta.
—Bueno, bueno —dijo Neville.
Echó la colcha debajo de la mesa y el perro intentó retroceder todavía más. Neville se incorporó y aguardó unos momentos. Si pudiese hacer algo, se dijo. Pero ni siquiera consigo acercarme.
Bueno, decidió al fin, si no confía en mí, recurriré al cloroformo. Así, por lo menos, podría examinarle la pata e intentaría curarlo.
Fue a la cocina, pero no pudo cenar. Al fin tiró la comida al cubo de la basura y volvió el café a la cafetera. Ya en la sala se sirvió un whisky y bebió un buen trago. No le supo a nada. Dejó el vaso y entró en la habitación con el rostro sombrío.
El perro se había escondido debajo de la colcha. Seguía temblando y gimiendo incesantemente. Imposible intentar nada, pensó Neville. Está demasiado asustado.
Se acercó a la cama y se sentó. Se mesó los cabellos y se cubrió el rostro. Cúralo, cúralo, decía para sí, y dio un débil puñetazo contra la manta.
Se volvió de repente, apagó la luz y se tendió de espaldas sin desvestirse. En la misma posición, se sacó los zapatos y los dejó caer.
Silencio. Clavó los ojos en el cielo raso oscuro y empezó a pensar: ¿Por qué no me levanto? ¿Por qué no hago algo?
Se dio la vuelta. Trata de dormir, se dijo automáticamente. Sabía que no iba a dormir. Escuchó en la oscuridad los gemidos del perro. Se está muriendo, se va a morir, no puedo hacer nada.
No pudo resistir más y estiró un brazo para encender la lámpara de la mesilla de noche. Mientras paseaba por el cuarto oyó que el perro trataba de librarse de la colcha. Pero se había enredado y comenzó a aullar, poseído por el terror.
Neville se arrodilló y le puso las manos sobre el lomo para calmarlo. Lanzó un ladrido entrecortado, y las mandíbulas castañetearon bajo la colcha.
—Bueno —dijo Neville—. Basta.
El perro trató de librarse, sin dejar de emitir aquel agudo gemido. Neville le acarició el cuerpo suavemente, hablándole con voz calma y dulce.
—Bueno, bueno, animal. Nadie va a hacerte daño. Tranquilízate. Vamos, tranquilízate. Eso es. Descansa. Nadie te hará daño. Te cuidaré.
Siguió hablándole así, ininterrumpidamente, durante cerca de una hora, con una voz baja y monocorde. Y lentamente, aquellos temblores fueron cediendo. Una sonrisa animó el rostro de Neville.
—Muy bien, criatura. Cálmate. Te cuidaré.
El perro dejó de agitarse. Neville le acarició desde la cabeza hasta la cola.
—Eres un perro bueno. Un perro bueno —dijo con dulzura—. Voy a cuidarte. Nadie podrá hacerte daño. ¿Comprendes? Claro que sí. Claro. Serás mi perro, ¿vale?
Se sentó con cuidado en el suelo sin parar de acariciar al animal.
—Eres un perro bueno, un perro bueno.
La voz de Neville era tranquila, relajada.
Pasó cerca de una hora más y levantó al perro, que durante unos instantes se resistió y empezó a gemir. Pero Neville le habló de nuevo y lo calmó.
Se sentó en la cama y puso al perro, aún envuelto en la colcha, sobre sus rodillas. Se quedó así durante horas, acariciando y hablando. El perro quedó inmóvil, respirando con más facilidad.
A eso de las once Neville fue sacando lentamente la colcha y la cabeza del perro quedó descubierta.
Durante un rato el animal trató de zafarse de las caricias. Pero Neville le sujetó con una mano en el cuello y con la otra lo rascó y acarició suavemente.
—Pronto estarás bien —murmuró—. Muy pronto.
El perro lo miró con ojos tristes y enfermos, y luego sacó la lengua y lamió la palma de Neville.
Neville sintió un nudo en la garganta. Miró al perro silenciosamente. Las lágrimas le corrieron por las mejillas.
Una semana después, murió el perro.