Al día siguiente todo se estancó.
La lámpara solar destruía los gérmenes de la platina, pero eso no explicaba gran cosa.
Neville hizo una mezcla de sulfuro de alilo con sangre contagiada y no ocurrió nada. El sulfuro fue absorbido por la sangre, y los gérmenes continuaron viviendo.
Se paseó inquieto por el dormitorio.
El ajo los alejaba, y la sangre era imprescindible para su existencia. Sin embargo, si se mezclaban estos dos elementos, nada ocurría. Neville apretó con furia los puños.
Un momento…, se dijo. Esa sangre era de un vampiro vivo.
Una hora más tarde trabajaba con otra muestra. La mezcló con sulfuro de alilo y miró atento por el microscopio. Nada.
El almuerzo se le atragantó.
¿Y las estacas, entonces? Las hemorragias, al parecer, no eran lo más importante. Aquella maldita mujer…
Pasó media tarde tratando de concentrarse en algo. Al fin, de un golpe tiró el microscopio y se dirigió a tropezones hacia la sala. Se arrojó en el sillón y se quedó allí, tamborileando con los dedos impacientemente.
Felicidades, Neville, eres imposible, dijo mordiéndose los nudillos. Afrontemos el problema, pensó, consecuentemente. Perdí la cabeza hace mucho tiempo. No puedo pensar más de dos días seguidos sin aturdirme. Soy un inútil, un estúpido, un guiñapo.
Bien, decidió encogiéndose de hombros. Volveré al problema.
Hay hechos indiscutibles. Hay un germen, contagioso, al que la luz solar lo mata; el ajo es un arma contundente. Algunos vampiros duermen en la tierra; las estacas clavadas en el corazón los destruyen. No se transforman en lobos o murciélagos, pero el contagio puede salpicar a ciertos animales, que se convierten también en vampiros.
De acuerdo.
Hizo una lista. Una columna empezaba con la palabra Bacilos; la otra, con signo de interrogación.
Comenzó.
La cruz. No, eso no podía guardar relación alguna con los bacilos. Era quizá algo psicológico.
La tierra. ¿Habría alguna sustancia en el suelo que afectaba a los gérmenes? No. ¿Cómo llegaba la tierra hasta el caudal sanguíneo? Además, sólo eran una minoría los que dormían en la tierra.
El agua. Podía ser absorbida por los poros y… No, eso era absurdo. Los vampiros salían también con lluvia. Otro concepto para la columna del interrogante. Neville escribió con el pulso tembloroso.
El sol. Trató vanamente de alegrarse al poder incluirlo en la columna de la izquierda.
La estaca. No. Tragó saliva. Atención.
El espejo. En nombre de Dios, ¿cómo podía guardar relación un espejo con los gérmenes? La apresurada escritura en la columna de la derecha era ininteligible.
El ajo. Neville se detuvo, castañeando los dientes. Tenía que añadir más conceptos a la columna de los bacilos. Era casi una cuestión de honor. El ajo, el ajo. Cómo debía de afectar a los gérmenes.
Comenzó a escribir en la columna de la derecha, pero antes de terminar sintió que la ira crecía en su interior como la lava en un volcán.
¡Maldita sea!
Arrugó la hoja con rabia y la tiró a un rincón. Levantó la cabeza súbitamente, mirando a su alrededor. Quería romper algo, le daba igual lo que fuera. ¡Habías concluido, creías, el período congelado! se gritó a sí mismo corriendo hacia el bar.
Se detuvo. No, no voy a empezar de nuevo. Se pasó las manos por los cabellos. Un movimiento convulsivo le puso un nudo en la garganta. Se estremeció conteniendo su furia.
El gorgoteo del whisky le molestó. Puso la botella boca abajo y el whisky salió a borbotones golpeando las paredes del vaso y salpicando la mesa.
Neville bebió el whisky de un trago, echando la cabeza hacia atrás.
¡Soy un animal!, gritó. ¡Un estúpido y torpe zopenco!
Vació el vaso y lo echó al suelo. El vaso golpeó contra los libros y rodó por la alfombra. Neville saltó, pisoteándolo hasta hacerlo añicos.
Luego, girando sobre sus talones, volvió al bar y se sirvió otro vaso. Lo apuró rápidamente. Llenó otro. Demasiado lento, ¡maldita sea! Bebió directamente de la botella, atragantándose, quemándose la garganta y sintiendo desprecio de sí mismo.
Arrojó la botella, que fue a chocar contra el mural, haciéndose pedazos. El resto de whisky que quedaba corrió por los troncos de los árboles y el suelo. Neville cruzó la sala, recogió un trozo de vidrio y desgarró el mural de arriba abajo.
Dejó caer el trozo de vidrio. Sentía un dolor persistente en los dedos. Miró. Se había hecho un corte.
¡Bien! gritó alegremente, y apretó los bordes de la herida. La sangre cayó goteando sobre la alfombra.
Al cabo de una hora estaba totalmente borracho, acostado de espaldas en el suelo, sonriendo inexpresivamente.
El mundo se ha destruido, pensó. Nada de gérmenes, nada de ciencia. El mundo ha sido presa de lo sobrenatural, es ya un mundo sobrenatural. Harper’s Bizarro, La Revista del Sábado de las Brujas, El Hogar Siniestro, El joven doctor Jekyll, La otra mujer de Drácula, La muerte puede ser hermosa, No sea ensartado a medias, y Las Grandes Tiendas del Ataúd.
Neville siguió ebrio durante dos días, y había decidido seguir así hasta el fin del mundo, o hasta el fin del whisky. Y lo hubiera cumplido si no hubiese sido por una casualidad.
Ocurrió en la tercera mañana, cuando salió tambaleándose al porche para saber si el mundo se mantenía firme.
Había un perro vagabundeando en la acera.
Cuando oyó el ruido de la puerta de la calle, dejó de husmear, alzó la cabeza y salió sacudiendo sus delgadas patas.
Por un momento Neville, sorprendido, quedó inmóvil, petrificado, con los ojos clavados en el perro. El animal se alejaba con el rabo entre las piernas.
¡Estaba vivo! ¡A la luz del sol! Neville saltó hacia adelante, ahogando un grito y trastabillando. Recuperó el equilibrio y echó a correr detrás del perro.
—¡Eh! —gritó, y su ronca voz rompió el silencio de la calle—. ¡Ven aquí!
Cruzó la acera.
—¡Eh! —llamó de nuevo—. Ven aquí, criatura.
El perro, por la otra acera, corría con la pata izquierda en el aire y las negras garras arañando las losas.
—¡Ven, criatura, no te haré daño! —llamó Neville.
Sintió dolor en el costado y la cabeza le estallaba. El perro se detuvo un instante y miró hacia atrás. Luego se metió entre unas casas y Neville lo pudo ver bien. Era castaño y blanco, mestizo, con la oreja izquierda desgarrada y caída.
—¡No te escapes!
Neville no registró el estremecido grito de histeria que le salía de la garganta. El perro desapareció entre las casas. Gimiendo, Neville corrió más de prisa, sin tener en cuenta los efectos de la resaca.
Pero cuando llegó al patio el animal había desaparecido.
Corrió hasta la cerca y miró al otro lado. Nada. Se volvió. Quizá el perro estaba en la calle.
La calle aparecía desierta.
Durante una hora vagó por el barrio, buscando en vano y llamando de cuando en cuando.
Al fin volvió a la casa seriamente deprimido. Cruzarse con un ser vivo, encontrar un compañero después de tanto tiempo, y perderlo tan aprisa. Aunque sólo se tratase de un perro. ¿Sólo un perro? Para Neville era el colmo de la evolución planetaria.
No pudo tomar nada. Se sentía tan débil y enfermo que tuvo que acostarse. Pero no durmió. Permaneció tendido, temblando febrilmente, agitando la cabeza a un lado y a otro, sobre la almohada.
—Ven, criatura —murmuraba en el delirio—. Ven, no te haré daño.
Por la tarde volvió a buscarlo. En dos manzanas a la redonda examinó todos los patios, todas las calles, todas las viviendas.
Cuando volvió, hacia las cinco, dejó un plato de leche y una salchicha en la acera, y los rodeó con un collar de ajos, con la idea de que los vampiros no se acercasen.
Más tarde se le ocurrió que si el perro estaba contagiado el ajo lo alejaría también. Pero, entonces, ¿cómo vagaba por las calles a la luz del día? Quizá aún no estaba enfermo. Pero ¿cómo había sobrevivido a los ataques nocturnos?
De pronto, se le ocurrió: ¿y si viene esta noche atraído por la leche y ellos le atacan? No podría soportarlo. Se suicidaría, pensó.
Otra vez el inexplicable enigma de sus ganas de vivir. Ahora se entretenía con algunos experimentos, pero la vida era aún un viaje estéril y sin sentido. A pesar de lo que le rodeaba o podía conseguir (excepto compañía humana), aquella vida no podía mejorar, ni siquiera cambiar. Siempre viviría como hasta ahora. ¿Durante cuántos años? Treinta, quizá cuarenta, si no se destruía antes bebiendo.
La idea de aguantar cuarenta años más en estas condiciones lo estremeció.
Y sin embargo aún no se había suicidado. En verdad, si seguía sin comer, ni beber, ni dormir adecuadamente, la salud no le iba a durar mucho tiempo. Estaba haciendo trampa con los porcentajes, sospechó.
Pero descuidar la salud no era suicidio. ¿Por qué no había intentado suicidarse?
No sabía qué responder. No se había resignado aún, ni había aceptado aquella vida. Sin embargo, seguía allí, ocho meses después de que la plaga hubiera aniquilado a su última víctima, nueve meses desde que había hablado por última vez con un ser humano, diez desde que acaeció la muerte de Virginia. Allí estaba, sin futuro y sin presente, pero todavía se mantenía en la brecha.
¿Instinto de conservación? ¿Estupidez? ¿Exceso de imaginación? ¿Por qué no se había suicidado al principio, cuando estaba absolutamente hundido? ¿Qué le había llevado a atrincherarse en la casa, instalar un refrigerador, un generador, una cocina eléctrica, un depósito de agua, construir un invernadero, un banco de trabajo, destruir las casas aledañas, coleccionar discos y libros, y almacenar montañas de latas de conserva, y aun —parecía increíble— colocar un mural?
¿Era la vida algo más que palabras, una fuerza incontrolable que gobernaba la conciencia? ¿Intentaba la naturaleza sobrevivir a pesar suyo?
Cerró los ojos. ¿Por qué tratar de razonar? No había respuesta. Su supervivencia era un mero accidente. Demasiado obtuso, sencillamente, para terminar de repente.
Más tarde reparó las partes rotas del mural. Los cortes quedaban disimulados, si no se miraba de cerca.
Intentó por un instante volver a pensar en el problema de los bacilos, pero advirtió que sólo tenía en su imaginación al perro. Asombrado, se descubrió deseando humildemente que el animal no sufriese ningún daño. En ese momento sentía la desesperada necesidad de creer en un Dios protector. Aunque, de un momento a otro, comenzaría a burlarse de sí mismo.
Sin embargo, logró ignorar su mente iconoclasta y siguió rezando. Porque quería el perro, lo necesitaba.