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El primero que encontró no servía.

Cualquier vibración perturbaba la imagen. Estaba desajustado. El espejo, de pivotes flojos, se desequilibraba fácilmente. Además, el microscopio carecía de condensadores y polarizadores. Tenía un solo portaobjetivo, y cada vez que quería variar los aumentos debía cambiar la lente.

Pero era previsible. No sabía nada de microscopios, y se había llevado a la casa el primero que había encontrado. Tres días más tarde lo lanzaba contra la pared y lo hacía pedazos.

Luego, más tranquilo, fue a la biblioteca y buscó documentación sobre microscopios.

La próxima vez no se lo llevó hasta asegurarse de que era un buen instrumento: tres portaobjetivos, condensador y polarizador, buena base, movimientos precisos, diafragma, buenas lentes. Una muestra más, se dijo a sí mismo, de la estupidez de trabajar atolondrado. Sí, sí, repitió del mal humor.

Se obligó a pasar varias horas estudiando el instrumento.

Trabajó con el espejo hasta conseguir dirigir un rayo de la luz sobre el objeto deseado en pocos segundos. Se familiarizó con las lentes, desde la de tres pulgadas a la de un doceavo de pulgada. Rompió trece platinas hasta que aprendió a colocar una gota de aceite de cedro en cada una y bajar luego la lente suavemente hasta tocar la gota.

Después de tres días de plena dedicación, aprendió a manipular los estriados tornillos de ajuste, a gobernar el diafragma y los condensadores e iluminar la platina con precisión. Pronto obtuvo así imágenes definidas y claras.

Luego chocó con el problema más arduo. A pesar de sus esfuerzos no podía evitar la presencia de alguna partícula de polvo. Por lo que a veces le parecía estar estudiando rocas.

Resolver esto era especialmente difícil, pues casi cada cuatro días estallaba una tormenta de arena. Finalmente instaló unos protectores de tul.

Aprendió a trabajar con método. Descubrió que el desorden (y el tiempo que empleaba en buscar las cosas) hacía que el polvo se acumulara en las platinas. Sin proponérselo, casi jugando, pronto destinó un lugar para cada cosa: platinas, placas, probetas, pinzas, platillos, agujas, productos químicos.

Descubrió, sorprendido, que el orden le producía un verdadero placer. La herencia del viejo Fritz, al fin y al cabo, se justificó, sonriendo.

Luego consiguió una muestra de sangre.

Dedicó varios días a preparar unas gotas y ponerlas en la platina. Durante un tiempo no confiaba en que lo lograria.

Pero al fin una mañana, por casualidad, como si fuese un asunto sin importancia, puso su trigésima séptima muestra de sangre bajo las lentes, concentró la luz, ajustó los espejos, y luego el diafragma y el condensador. Cada segundo parecía aumentar el ritmo de sus latidos, pues, de algún modo, intuía que ésta vez sí.

El momento llegó. Contuvo el aliento.

Allí, moviéndose delicadamente en la platina, había un germen.

Te nombro vampirus. Las palabras se le ocurrieron mientras miraba por la lente ocular.

Consultó un texto de bacteriología y descubrió que una bacteria cilindrica era un bacilo, una varita protoplasmática que se movía en la sangre por medio de unos hilitos, proyecciones de la membrana celular. Estos flagelos agitaban vigorosamente el líquido ambiente y movían el bacilo.

Durante un rato permaneció mirando el microscopio, incapaz de pensar o seguir adelante.

Fuera lo que fuese lo que estaba allí, en la platina, era el origen del vampiro. Todos los siglos de superstición se desvanecían en aquel instante.

Los científicos tenían razón entonces; se trataba de bacterias. Le había tocado a él, Robert Neville, de treinta y seis años, superviviente, completar la encuesta y descubrir al asesino: un germen dentro del vampiro.

De pronto, una honda depresión le embargó. Allí estaba ahora la respuesta, pero era demasiado tarde. Trató ansiosamente de animarse a la vista de los resultados, pero no pudo. No sabía por dónde empezar. El problema parecía irresoluble. ¿Cómo podría curar a los que todavía vivían? No sabía nada sobre bacterias.

Bueno, ¡sabré!, prometió interiormente. Y se obligó a estudiar.

Algunas especies de bacilos, cuando las condiciones de vida se vuelven desfavorables, son capaces de crear en ellos mismos unos cuerpos llamados esporas.

Así, condensan los contenidos celulares en un cuerpo de forma oval y gruesas paredes. El cuerpo se separa luego del bacilo y la espora queda libre, y es resistente a los cambios químicos y físicos.

Más tarde, cuando las condiciones de vida mejoran, la espora germina, conservando todas las cualidades del bacilo original.

Neville, de pie, con los ojos cerrados, se agarraba con fuerza a los bordes del vertedero. Encontraría algo allí, se dijo a sí mismo, algo. ¿Pero qué?

Supongamos, continuó, que el vampiro no consiga sangre. Las condiciones estarían en contra del bacilo vampirus.

Pero para protegerse a sí mismo, el bacilo crea la espora, poniendo en coma al vampiro. Luego, cuando las condiciones ambientes cambian, el vampiro se reanima.

¿Pero cómo puede saber el germen en dónde hay sangre? Neville dio un puñetazo en el vertedero. Releyó el capítulo. Había algo allí. Lo presentía.

Cuando las bacterias no se alimentan adecuadamente, su metabolismo se altera y producen bacteriófagos (proteínas inanimadas, autorreproductoras). Estos bacteriófagos destruyen las bacterias.

Cuando no hay sangre, el metabolismo será anormal, los bacilos absorberán agua y reventarán al fin destruyendo las células.

Otra vez aparecían las esporas. Había que incluirlas en el cuadro.

Bueno, suponiendo que el vampiro no entre en coma y suponiendo que su cuerpo se corrompa sin sangre, el germen puede crear aún sus esporas y…

¡Claro! ¡Las tormentas de arena!

Las esporas libres eran transportadas por las tormentas. El polvo lastimaba la piel, y las esporas se alojaban en esas pequeñas heridas. Una vez dentro, la espora podía germinar y multiplicarse por fisión, destruyendo los tejidos. El bacilo liberaba así los cuerpos descompuestos, venenosos, en tejidos sanos. Los venenos alcanzaban eventualmente la corriente sanguínea.

El proceso quedaba completado.

Y todo sin vampiros de ojos inyectados en sangre, inclinados sobre hermosas heroínas dormidas. Todo sin murciélagos que revolotean detrás de los cristales.

El vampiro era un ser real. Pero nadie había averiguado su verdadera historia. Neville recordó entonces algunas plagas.

La caída de Atenas fue similar a la plaga de 1975. Antes que pudieran reaccionar, la ciudad ya había caído. Los historiadores hablaban de la peste bubónica. Neville, sin embargo, creía que el culpable era el vampiro.

No, no precisamente el vampiro. Desde ahora, aquel espectro asesino sería sobre todo una herramienta del germen; su papel sería el del villano de la historia. El germen que había propagado su azote mientras la gente huía aterrorizada.

¿Y la peste negra, aquel mal espantoso que barrió Europa, destruyendo casi tres cuartos de la población?

¿Vampiros también?

Cuando eran las diez de la noche, a Neville le dolía la cabeza y sentía los ojos hinchados como globos. Se dio cuenta de que tenía hambre. Sacó carne de la nevera, la dejó en el horno y tomó una ducha.

Se sobresaltó al oír un golpe en un costado de la casa.

En seguida sonrió cansadamente. Había estado tan abstraído durante todo el día, que había olvidado la manada.

Mientras se secaba, trató de recordar. No distinguía, entre los vampiros de la calle, los vivos de los activados por los gérmenes. Extraño, pensó. Debía de haber alguna diferencia entre las dos clases, pues sus disparos sólo destruían a algunos, dejando incólumes a otros. Los muertos, presumiblemente, podían resistir las balas.

Y se le ocurrían otros problema. ¿Por qué venían los vivos? ¿Y por qué sólo unos cuantos y no todos los del barrio?

Neville tomó un vaso de vino con la carne y le sorprendió el buen sabor de todo. La comida habitual le sabía a madera. El trabajo me ha abierto el apetito, pensó.

Además, no estaba interesado en el whisky. Sacudió la cabeza. Era dolorosamente obvio qué buscaba en la bebida.

De la carne sólo dejó los huesos. Luego fue a la sala con el resto del vino, hizo sonar unos discos en el tocadiscos y se arrellanó en el sillón.

Se quedó allí escuchando las Suites Primera y Segunda de Daphnis y Cleo, de Ravel, con las luces apagadas excepto las lámparas de la pared. Durante un rato se olvidó totalmente de los vampiros.