Por la mañana. Una soleada quietud amenizada por el canto de los pájaros. Ni un poco de brisa que moviera los pequeños capullos alrededor de las casas, los arbustos o las cercas de hojas oscuras. Una silenciosa nube de calor suspendida sobre el ambiente.
El corazón de Virginia se había parado.
Neville miraba aquel pálido rostro, y acariciaba tímidamente los dedos de su mujer. Sentado al borde de la cama, inmóvil, había quedado insensible como un bloque de carne y huesos. No parpadeaba, y respiraba tan lentamente que parecía muerto.
Algo le había pasado a su mente.
Desde el instante en que había dejado de latir el corazón de Virginia sintió la cabeza como si fuera de piedra. La calcificación había comenzado por el cerebro, interesando luego a su alrededor. Lentamente, con los miembros aflojados, se había hundido en la cama. Y ahora no entendía cómo aguantaba sentado allí, cómo la desesperación no lo arrojaba al suelo. Pero no podía quedarse postrado. Unas tenazas sujetaban el tiempo. Todo se había parado. La vida y el mundo había hecho un alto, junto con Virginia.
Pasaron así treinta minutos, después cuarenta.
Luego, poco a poco, como si estuviese haciendo un descubrimiento, sintió que el cuerpo le temblaba. No era un temblor localizado, un nervio aquí, un músculo allá. Temblaba todo el cuerpo, convulsivamente, como un saco de nervios imposible de dominar. Y su mente, lo que se había salvado de su mente, supo que esta era su reacción.
Siguió así durante más de una hora, con la mirada fija en el rostro de Virginia.
Luego, de pronto, algo le sacudió el pecho, y aquello terminó. Neville se levantó de la cama y salió de la habitación.
Al servirse el whisky derramó la mitad en el fregadero. Bebió el resto de un trago. Se apoyó contra la pared. Volvió a llenar el vaso con manos temblorosas y bebió compulsivamente.
Es sólo un sueño, se dijo. Fue como si una voz pronunciara las palabras en su interior.
—Virginia…
Volvió la cabeza a ambos lados. Sus ojos examinaban la cocina como si tuviera que descubrir algo, como si buscase la salida en aquella casa de horror. Apretó las temblorosas manos una contra otra. Las formas bailaban ante sus ojos. Sintió que una náusea le subía por la garganta y apartó las manos con fuerza.
—Virginia.
Dio un paso adelante y trastabilló. Se le escapó un grito. Sintió un fuerte dolor en la rodilla derecha, y luego se le extendió a toda la pierna. Se arrastró tambaleándose hasta la sala. Se quedó allí como un superviviente de un terremoto, con los ojos clavados en la puerta de la alcoba, volviendo a presenciar aquella escena.
El incendio con sus feroces llamas rojas y amarillas, y la densa columna de humo que subía hacia el cielo. El cuerpo de Kathy en sus brazos. Y un hombre que, acercándose, le arrebataba a Kathy y se la llevaba como si fuese un muñeco de trapo. Y él allí, de pie, soportando aquellos golpes de horror.
De pronto había saltado hacia adelante con un grito ronco:
—¡Kathy!
Unos brazos lo sujetaron, unos hombres con máscaras y delantal. Se lo llevaron a rastras; sus pies dejaron las huellas en la arena.
Luego sintió aquel dolor en la mandíbula, y la oscuridad de las nubes nocturnas anularon el día. El licor que le bajaba por la garganta, la tos, el jadeo, y luego el coche de Ben Cortman, y él sentado al volante, rígidamente, mientras se alejaban. La intensa humareda cubría el cielo como el negro fantasma de la desesperación terrestre.
Recordó y cerró los ojos.
—No.
No permitiría que echaran allí a Virginia. No, aunque le costase la vida.
Llegó a la puerta y salió al porche. Cruzó el césped seco y amarillento y caminó en dirección a la casa de Ben Cortman. El resplandor del sol le cegaba. Caminaba con los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
El timbre tocaba Qué seco estoy. Neville sintió deseos de romperlo. Se acordó de que Ben había instalado las campanillas pensando que sería gracioso.
Esperó rígido ante la puerta, sintiendo aún el pulso en la cabeza. No importa lo que diga la ley, no importa que negarme signifique morir, ¡no la echaré allí!
Golpeó la puerta con el puño.
—¡Ben!
Silencio. Las cortinas blancas colgaban inmóviles en las ventanas del frente. Se podía ver el sofá rojo y la lámpara de pie con su pantalla de flecos. Neville parpadeó. ¿Qué día era? Lo había olvidado, había perdido la noción del tiempo.
Dejó caer la cabeza sobre el pecho. Una furia de impaciencia le invadía el cuerpo.
—¡Ben!
Golpeó la puerta de nuevo con los nudillos. Maldita sea, ¿dónde se ha metido Ben? Apretó el timbre con el dedo muy tieso y las campanillas volvieron a tocar la canción, repetidamente: «Qué seco estoy, qué seco estoy, qué seco estoy…».
Jadeando empujó con fuerza la puerta, que se abrió de par en par. Estaba sin la llave echada. Neville entró en el vestíbulo silencioso.
—Ben —exclamó—. Ben, necesito tu coche.
Él y su mujer estaban en el dormitorio, acostados en las camas gemelas, silenciosos e inmóviles en su estado de coma diurno. Ben, en pijama; Freda, en camisón de seda.
Se quedó un momento mirándolos. En el cuello blanco de Freda había algunas heridas, con unas costras de sangre. Neville miró a Ben. No mostraba heridas. Oyó una voz interior que decía: ojalá despertase de esta pesadilla.
Sacudió la cabeza. No, no era posible despertar.
Encontró las llaves del coche en el escritorio. Las cogió y abandonó la silenciosa casa. Sería la última vez que los veía muertos.
El motor roncó pesadamente, y Neville lo dejó calentar algunos minutos mientras esperaba sentado al volante con los ojos fijos en el polvoriento parabrisas. Una mosca de cuerpo redondo volaba alrededor de su cabeza en el cálido y cerrado interior del coche. Neville miró la tapicería, de color verde, sintiendo en el cuerpo los temblores del motor.
Al fin puso el coche en marcha y salió a la calle.
La casa estaba fresca y en silencio. Neville pisó suavemente la alfombra, y luego sus pasos resonaron en la sala.
Se detuvo en el umbral y contempló a Virginia. Estaba tumbada de espaldas, con las manos tendidas a los costados, los dedos blancos ligeramente cerrados. Parecía dormir.
Neville volvió a la sala. ¿Qué podía hacer? Una cosa u otra. Todo era igual. De cualquier modo, la vida dejaba de tener sentido.
Se detuvo ante la ventana con los ojos perdidos en la calle inundada de sol.
¿Para qué fui a buscar el coche, entonces?, se preguntó. No puedo quemarla. No quiero. ¿Y qué otra cosa es posible? No hay servicios fúnebres. Todos, sin excepción, deben ser llevados a los fuegos en seguida. No había otro sistema, a primera vista, de evitar el contagio. Sólo las llamas podían destruir las bacterias.
Neville lo sabía. Sabía que así era la ley. ¿Pero cuántos la cumplían? ¿Cuántos mandos arrojaban allí a sus mujeres? ¿Cuántos padres incineraban a sus hijos? ¿Cuántos hijos mandaban a sus padres a aquella inmensa hoguera?
No, aunque no existiera nada más no quemaría a su mujer.
Pasó una hora, y Neville se decidió al fin.
Buscó aguja e hilo.
Cosió la manta hasta que sólo dejó asomar el rostro de Virginia. Luego, con dedos temblorosos y un nudo en el estómago, cosió la manta sobre la boca. Sobre la nariz y sobre los ojos.
Luego fue a la cocina y tomó otro trago de whisky.
Volvió al dormitorio tambaleándose. Durante un buen rato se quedó allí respirando pesadamente. Luego se inclinó y la cogió en brazos.
—Vamos, nena —murmuró.
Las palabras parecieron aflojarlo todo. Sintió que temblaba, y que las lágrimas le bajaban lentamente por las mejillas. Atravesó la sala con el cuerpo en los brazos y salió a la calle.
La colocó en el asiento de atrás y subió al coche. Suspiró profundamente y buscó la llave del arranque.
El coche corrió unos metros marcha atrás y se detuvo. Neville bajó y fue al garaje para buscar una pala.
Sintió que las fuerzas le abandonaban. Cruzaba la calle lentamente. Neville dejó la pala en la parte trasera y entró en el coche.
—¡Espere!
Fue un grito seco. El hombre empezó a correr, pero se detuvo en seguida, jadeando.
Neville esperó en silencio hasta que el hombre estuvo cerca.
—¿Podría usted… llevar… a mi madre? —dijo el hombre.
—Yo… yo…
La mente de Neville estaba bloqueada. Pensó que rompería a llorar de nuevo, pero se contuvo, enderezándose.
—No voy a… allá —dijo.
El hombre lo miró sin entender.
—Pero su…
—¡No voy al fuego, he dicho! —estalló Neville, y giró la llave de contacto.
—Pero su mujer —dijo el hombre—. Su esposa ha…
Neville pisó el embrague.
—Por favor… —suplicó el hombre.
—¡No voy allá! —contestó Neville sin mirarlo.
—¡Pero es la ley! —gritó el hombre, furioso.
El coche retrocedió rápidamente y Neville dobló hacia el bulevar Compton. Mientras se alejaba vio al hombre de pie en la acera. No, no voy a arrojar a Virginia al fuego, se dijo mentalmente.
Las calles habían quedado desiertas. Dobló a la izquierda y se encaminó hacia el Este. No podía ir a los cementerios porque estaban cerrados y vigilados. Los hombres que habían intentado enterrar a sus familiares habían muerto a tiros.
Dobló a la derecha en la calle siguiente, y luego de nuevo a la derecha, entrando en una calle tranquila que bordeaba un baldío. A los cincuenta metros detuvo el motor y dejó que el coche siguiera en silencio el resto del trayecto.
Nadie lo vio descargar el bulto y entrar con él en el terreno cubierto de matorrales. Tampoco lo vio nadie cuando depositaba el cuerpo en el suelo y se inclinaba, desapareciendo entre las hierbas.
Cavó lentamente, clavando la pala en la tierra blanda. El sol brillante calentaba el pequeño claro y el aire era tibio. El sudor le corría en líneas por la cara. Sintió el olor húmedo y penetrante de la tierra removida.
Por fin terminó la fosa. Dejó la pala a un lado y se arrodilló. Había temido tanto este momento.
Pero no podía perder más tiempo. Si lo descubrían, averiguarían lo que hacía. No importaba la muerte, pero no estaba dispuesto a que la quemaran. Apretó las mandíbulas. No.
Suavemente, la metió en la fosa, cuidando que la cabeza no diera contra el suelo.
Se puso en pie y miró un rato el cuerpo envuelto en la manta. Por última vez, pensó. Se acabó la charla, no más amor. Once maravillosos años enterrados en un agujero. Comenzó a temblar. No, se dijo a sí mismo, no queda tiempo para eso.
Unas lágrimas interminables empañaron el mundo y Neville echó la tierra cálida sobre el cuerpo inmóvil.
Vestido y tumbado en la cama miraba el cielo raso. Estaba medio borracho y en la oscuridad brillaban las luciérnagas.
Extendió el brazo derecho sin mirar. La mano tropezó con la botella y los dedos reaccionaron demasiado tarde. Siguió tumbado en la oscuridad de la noche escuchando cómo el whisky salía a borbotones de la botella y se derramaba por el suelo.
Volvió la cabeza sobre la almohada y miró la hora. Eran las dos de la mañana. Habían pasado dos días desde que la enterró. Dos ojos que miraban el reloj, dos oídos que escuchaban el zumbido eléctrico, dos labios apretados, dos manos sobre la cama.
Sacudió la cabeza para aclararse, pero el mundo entero parecía organizarse de pronto en un sistema de pares: dos personas muertas, dos ventanas, dos escritorios, dos alfombras, dos corazones que…
Aspiró profundamente el aire nocturno, lo retuvo unos instantes, y luego lo espiró relajando el cuerpo. Dos días, dos manos, dos ojos, dos piernas, dos pies…
Bajó las piernas de la cama y se quedó sentado. Se metió de pies en el charco de whisky y sintió que se le empapaban los calcetines. Un viento frío golpeaba los cristales.
En medio de la oscuridad se preguntó a sí mismo: ¿Qué me queda al fin y al cabo?
Se incorporó cansadamente y entró a trompicones en el cuarto de baño, dejando huellas húmedas. Se lavó la cara y buscó una toalla.
¿Qué me queda? ¿Qué…?
Se enderezó rígidamente en la fría oscuridad.
Alguien estaba abriendo la puerta de la calle.
Sintió un escalofrío que le corría por la espalda. Es Ben, se dijo. Viene a por las llaves del coche.
La toalla le cayó al suelo. Unos nudillos golpearon la puerta, débilmente, como si estuvieran tocando la madera.
Neville se dirigió lentamente hacia la sala, el corazón le golpeó el pecho.
A continuación un débil puño golpeó la puerta. ¿Qué pasa?, pensó Neville. No está echada la llave. Por la ventana abierta entraba un aire helado.
—¿Quién…? —preguntó incapaz de abrir.
Trastabilló, dio un paso atrás, se volvió y se apoyó de espaldas en la puerta, respirando jadeante.
No ocurrió nada. Neville se contuvo.
En seguida sintió que se ahogaba. Alguien se movía afuera, murmurando. Neville cruzó los brazos sobre el pecho y luego, de pronto, abrió la puerta de un tirón y los rayos de la luna iluminaron el umbral.
Ni siquiera gritó. Se quedó allí, clavado en el suelo, mirándola inexpresivamente.
—Rob… ert —dijo Virginia.