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«Destilado del Allium estivum, género de liliáceas en el que están comprendidos el ajo, el puerro, la cebolla, el cebollino. Es de color pálido y olor penetrante, y contiene varios sulfures. Composición: agua, 64.6%; proteínas, 6.8%; grasa, 0.1%; hidratos de carbono, 26.3%; fibras, 0.8%; ceniza, 1.4%».

Eso era. Neville se quedó mirando el diente de ajo, rosado y correoso, en la palma de la mano. Durante siete meses había fabricado varios cientos de collares y los había colgado fuera de la casa. Era el momento de descubrir por qué alejaba a los vampiros.

Dejó el diente en el borde del fregadero. Puerros, cebollas, cebollinos. ¿Serían tan efectivos como el ajo? Si fuera así, se sentiría realmente tonto. Había recorrido kilómetros en busca de ajos y en cambio se encontraban cebollas por todas partes.

Machacó el diente hasta conseguir una masa pulposa y olió el fluido acre en el filo de la cuchilla.

Muy bien, ¿y entonces? No había nada revelador en el pasado, excepto charlas y apuntes sobre insectos y virus.

El pasado sólo traía el dolor del recuerdo. Cada palabra que recordaba era como la punta de un cuchillo que se clavaba en la carne; una vieja herida que se abría otra vez. Debía aceptar el presente tal como era, dejando a un lado el pasado. Pero sólo el alcohol lograba borrar en ocasiones aquella profunda tristeza.

Sacudió la cabeza. Bueno, maldita sea, se dijo a sí mismo, muévete.

Miró nuevamente el texto: El agua. ¿Podía ser? No, era ridículo. Todas las cosas tenían agua. ¿Proteínas? No era eso. ¿Grasa? No. ¿Hidratos de carbono? Tampoco. ¿Fibra? No. ¿Cenizas? No. ¿Qué era entonces?

«El olor y sabor que caracterizan al ajo se deben a un aceite esencial que corresponde a un 0.2% del peso, y que consiste fundamentalmente en sulfuro de alilo y en isoticianato de alilo».

Quizá era esta la respuesta.

«El sulfuro de alilo puede obtenerse a partir de calentar aceite de mostaza y sulfuro de potasio hasta una temperatura de cien grados».

Neville se arrellanó en el sillón de la sala resoplando contrariado. ¿Y dónde diablos encontraré aceite de mostaza o sulfuro de potasio? ¿Y los elementos químicos?

Empezó a andar, pero se dio de narices contra el suelo.

Se levantó y se encaminó hacia el bar. Pero, mientras se servía una copa, retiró bruscamente la botella. No, no pensaba ir a ciegas hasta que la vejez o un accidente terminaran con él. Encontraría la respuesta o lo dejaría todo, incluso la vida.

Miró el reloj. Las diez y veinte de la mañana. Tenía tiempo. Fue resueltamente hasta el pasillo y consultó la guía telefónica. Había un lugar en Inglewood.

Cuatro horas más tarde levantaba la cabeza de la mesa de trabajo, con el cuello agarrotado. Miró el líquido en la aguja hipodérmica: sulfuro de alilo. Por primera vez sentía que desde el principio de su forzado aislamiento había conseguido algo.

Excitado, corrió al coche y fue más allá del área ya limpia y señalada con tiza. Era probable que algunos nuevos vampiros se hubieran ocultado allí. Pero no tenía tiempo para buscarlos.

Acercó el coche a la acera, entró en una casa y se dirigió al dormitorio. Una mujer joven yacía en la cama, con un hilo de sangre en la boca.

Neville volvió de espaldas a la mujer y le levantó el camisón para inyectarle el sulfuro de alilo. Luego la volvió otra vez y dio un paso atrás. Durante media hora se quedó allí, mirándola.

No ocurrió nada.

Nada de esto tiene sentido, arguyó mentalmente. Si cuelgo ajos alrededor de la casa, los vampiros no se acercan. Y el ajo caracteriza por ese aceite que le he inyectado. Y sin embargo no ha pasado nada. ¡Maldita sea, no ha pasado nada!

Tiró la jeringa al suelo y temblando de rabia y frustración volvió a su refugio. Antes de que empezara a oscurecer instaló un armazón de madera en el césped y colgó allí unas ristras de cebollas. Pasó la noche desvelado.

Por la mañana fue a mirar el armazón de madera.

Otro símbolo: la cruz. Tenía una dorada en la mano que brillaba a la luz de la mañana. Esto también alejaba a los vampiros.

¿Por qué? ¿Tenía que existir una respuesta lógica, algo que pudiera aceptar sin caer en la superstición?

Sólo podía saberlo de un modo.

Sacó a la mujer de la cama, sin reparar en que siempre experimentaba con mujeres. No le preocupaba admitir que la observación fuese válida. Era el primer vampiro con que había tropezado, nada más. Es cierto que había un hombre en el vestíbulo, pero no iba a violar a la mujer. Aunque a veces se sorprendía a sí mismo. La conciencia de otro tiempo se había transformado en una molesta compañía.

La llevó a su casa, y durante la tarde no estuvo con ella. Estuvo en el garaje revisando la camioneta.

Por fin llegó la misericordiosa noche. Neville cerró el garaje, entró en la casa y atrancó la puerta. Luego se sirvió una copa y se sentó en el sillón, frente a la mujer.

Del techo, justo sobre su cara, pendía una cruz.

Hacia las seis y media la mujer abrió los ojos, de pronto, como el que despierta con una obligación determinada y no entra en vigilia perezosamente, sino con movimientos claros y precisos.

Tan pronto como vio la cruz, apartó los ojos, con un ronco jadeo, agitándose en la silla.

—¿Por qué le asusta? —preguntó Neville, sobresaltándose ante el sonido de su propia voz.

La mujer miró a Neville. Le brillaron los ojos y la lengua lamió los labios como si no formara parte de la boca. El cuerpo se le contraía tratando de acercarse a él. Profirió un gruñido gutural. Parece un perro cuando defiende su hueso, pensó Neville estremeciéndose.

—La cruz —preguntó nerviosamente—. ¿Por qué le tiene miedo?

La mujer trató de librarse de sus ataduras, las manos en los bordes de la silla. No hablaba, sólo respiraba jadeando.

—¡La cruz! —gritó Neville furiosamente.

Se puso de pie. El vaso cayó y se derramó sobre la alfombra. Cogió la cruz con dedos rígidos y se la acercó a la cara. La mujer apartó la cabeza con un sordo grito de horror y se retorció en la silla.

—¡Mírela! —aulló Neville.

El terror paralizaba a la mujer. La mirada extraviada se paseaba por el cuarto; ojos grandes y blancos con pupilas negras como el hollín.

Neville le tocó el hombro pero en seguida retiró la mano, ensangrentada, con los dientes marcados.

Sintió un nudo en el estómago. Rápidamente, la abofeteó hasta doblarle la cabeza.

Minutos más tarde arrojaba el cuerpo a la calle y cerraba la puerta inmediatamente. Permaneció un rato apoyado en la puerta, respirando pesadamente. A pesar del aislamiento de las paredes, los oyó aullar como chacales, disputándose los restos.

Poco después fue al cuarto de baño y se limpió las heridas con alcohol, gozando con el dolor.