6

La casa, al fin, era confortable otra vez.

Aún más que antes en realidad, pues después de tres días de trabajo había logrado aislar las paredes. Ahora podían gritar y aullar a su gusto. Era un descanso no tener que oír nuevamente a Ben Cortman.

Le había llevado tiempo y trabajo. En primer lugar tuvo que buscar una nueva camioneta. No había sido tarea fácil.

Había tenido que ir hasta Santa Mónica. No conocía otra casa Willys, nunca había conducido otras marcas y no era momento para experimentos. Como no podía ir andando hasta Santa Mónica buscó otro coche por los alrededores, pero la mayor parte no funcionaban, por un motivo u otro; la batería descargada, la bomba de aceite rota, falta de gasolina, neumáticos deshinchados.

Por fin, a un kilómetro de su casa, encontró un coche en buen estado y corrió a Santa Mónica en busca de otra camioneta. Le puso una batería nueva, llenó el depósito de gasolina, cargó algunos bidones y volvió a la casa. Llegó una hora antes del anochecer.

Por suerte no habían estropeado el generador. Aparentemente, los vampiros no conocían su importancia. Neville sólo había encontrado un cable roto y las huellas de algunos garrotazos. Lo arregló en seguida, durante la mañana siguiente al ataque, evitando así que la comida se estropeara. Se alegró realmente, pues ahora que faltaba electricidad en el pueblo hubiese sido imposible conseguir alimentos congelados.

Después, había arreglado el garaje sacando restos de bombillas, fusibles, cables, repuestos de motor y una caja de semillas que había guardado allí hacía años.

La lavadora no funcionaba y la había cambiado. Pero todo esto no había sido difícil. En cambio, le había costado volver a llenar los bidones de gasolina. En esto se han superado a sí mismos, pensó con irritación mientras limpiaba el combustible derramado en el suelo.

En el interior de la casa había arreglado el yeso de la pared y, como nuevo estímulo, había cambiado el mural, dando así una apariencia distinta a la sala.

Había puesto entusiasmo en su trabajo, una vez empezado. Era algo en qué ocuparse, algo en lo qué consumir los restos de ira. De ese modo rompía la monotonía de las tareas diarias; el traslado de los cadáveres, las reparaciones del exterior, los collares de ajo.

En esos días bebía poco; trataba de no probar el whisky durante el día, y de que las copas nocturnas fueran simplemente para acompañar en los momentos de descanso y no un suicidio camuflado. Tuvo más apetito y aumentó dos kilos. Hasta durmió por las noches, profundamente, y sin pesadillas.

Durante un día o dos abrigó la idea de mudarse a un lujoso apartamento de algún hotel, pero la abandonó al valorar todo el trabajo que sería necesario para acondicionarlo. No, ya estaba bien en su casa.

Ahora, sentado en el vestíbulo, escuchaba Júpiter, de Mozart, y pensaba sobre cómo y dónde comenzaría su investigación.

Conocía algunos detalles, pero eran sólo pequeñas señales en un terreno desconocido. Sin duda alguna, la respuesta residía en otra parte. Quizá en algún hecho familiar, no valorado debidamente y sin relación aparente con el resto.

¿Pero qué?

Recostado en la silla, con una copa en la mano derecha, observaba el mural.

Era un paisaje canadiense: bosques profundos, estáticos y misteriosos, de sombras verdes, donde reinaba el profundo silencio de la naturaleza indomable.

Neville clavó pensativamente su mirada en las sombras verdes del mural.

Aquella noche, hacía tiempo, se había desatado una tormenta de arena. El viento había sacudido la casa, colándose por las rendijas, y hasta por los poros del yeso, cubriendo los suelos y los muebles con una fina capa de polvo que reposaba sobre la cama y se metía en los ojos y bajo las uñas.

Neville había pasado media noche despierto, tratando de oír la pesada respiración de Virginia, pero sólo le llegaba el fragor de la tormenta. Durante un rato, suspendido entre el sueño y la vigilia, había llegado a sentir como si ruedas gigantescas trituraran la casa y unas terribles superficies abrasivas corroyeran su esqueleto.

No llegaba a acostumbrarse a las tormentas de arena, no soportaba aquel sonido sibilante de los torbellinos. Cuando empezaban, apenas podía dormir, y al día siguiente iba a la fábrica con un gran cansancio en el cuerpo y en la mente.

Y ahora, además, la preocupación por Virginia.

A las cuatro de la mañana se desveló y advirtió que la tormenta había cesado. El sonido del silencio le silbaba en los oídos.

Mientras se movía para acomodarse el retorcido pijama, se dio cuenta de que Virginia estaba despierta. Acostada boca arriba, miraba el cielo raso.

—¿Qué te pasa? —le preguntó somnoliento.

Virginia no contestó.

—Querida…

La mujer se volvió hacia él.

—Nada —dijo—, duerme.

—¿Cómo te encuentras?

—Igual.

—Oh.

Neville la miró un rato.

—Bueno —dijo al fin, y dándose vuelta trató de dormir.

El despertador sonó a las seis y media. Casi siempre lo apagaba Virginia, y en algunas ocasiones Neville, estirando el brazo por encima del cuerpo inmóvil de su mujer. Virginia seguía boca arriba, mirando al techo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Neville preocupado. Virginia lo miró y sacudió la cabeza.

—No lo sé —dijo—, no puedo dormir.

—¿Por qué?

La mujer se encogió de hombros.

—¿Te sientes débil aún? —preguntó Neville. Su mujer intentó sentarse y no pudo—. Trata de no moverte. —Neville le acercó una mano a la frente—. Parece que no tienes fiebre —le dijo.

—No me encuentro mal —dijo Virginia—. Sólo… cansada.

—Estás muy pálida.

—Ya sé. Parezco un espectro.

—No te levantes.

Virginia se había incorporado.

—No voy a morirme de ésta —dijo—. Vamos, vístete.

—No te levantes si no te sientes bien, querida. Virginia le palmeó el hombro y sonrió.

—Se me pasará pronto. Prepárate.

Neville estaba afeitándose cuando oyó los pasos de Virginia arrastrando las zapatillas. Abrió la puerta y la vio cruzar la sala muy despacio, abrigada con una bata y tambaleándose ligeramente. Neville volvió a cerrar la puerta sacudiendo la cabeza. No debería levantarse.

El polvo también cubría la palangana. Había polvo por todas partes. Neville había tenido que improvisar una carpa sobre la cama de Kathy. La lona estaba colgada de la pared, junto al cabezal de la cama, y dos maderas la sostenían en el suelo.

La arenisca había impregnado el jabón y Neville no había podido afeitarse bien. Pero ya era tarde, y no podía perder más tiempo. Se lavó la cara, cogió una toalla limpia del armario del pasillo y se secó.

Antes de volver a su habitación, miró en el cuarto de Kathy.

Dormía aún. La cabecita rubia descansaba relajada sobre la almohada. El sueño le había coloreado las mejillas. Neville pasó un dedo por la lona y le quedó gris de polvo. Sacudió la cabeza disgustado y salió del cuarto.

—Si estas condenadas tormentas de arena terminasen de una vez —dijo al entrar en la cocina, unos minutos después—. Me parece que…

Se calló. Habitualmente Virginia estaba de pie junto a la cocina, friendo unos huevos, o preparando unas tostadas, o haciendo café. Hoy estaba sentada a la mesa sin hacer nada. Sobre la cocina hervía el café, solamente.

—Querida, si no te encuentras bien, vuelve a la cama —le dijo Neville—. Yo me ocuparé del desayuno.

—No, déjalo —dijo Virginia—. Sólo estaba descansando. Lo siento. Enseguida te prepararé unos huevos.

—Descansa —replicó Neville—. No soy un inútil.

Se acercó a la nevera y la abrió.

—Me gustaría saber qué tengo —dijo Virginia—. La mitad de los vecinos tiene lo mismo y tú dices que en la fábrica está de baja la mayor parte del personal.

—Quizá se trate de algún virus.

—No sé.

—Entre las tormentas, los mosquitos y las enfermedades, la vida va haciéndose difícil —dijo Neville sirviéndose zumo de naranja de una botella—. Es algo diabólico.

En el zumo de naranja había una mota negra.

—No entiendo cómo entran en el refrigerador —comentó Neville.

—No me sirvas a mí, Bob —dijo Virginia.

—¿No quieres un poco?

—No.

—Te haría bien.

—No, gracias, querido —dijo la mujer, tratando de sonreír. Neville volvió la botella a su lugar y se sentó frente a ella con el vaso en la mano.

—¿No te duele nada? —preguntó—. ¿La cabeza? ¿O algo?

Virginia negó con un ademán.

—Si supiera qué me pasa… —dijo.

—Llama hoy mismo al doctor Busch.

—Lo haré —dijo Virginia incorporándose.

Neville le acarició la mano.

—No, no, querida, no te muevas.

—Pero no hay motivo para estar así.

Parecía enfadada. Siempre había sido así desde que Neville la conocía. La enfermedad la irritaba, de algún modo le parecía como un insulto.

—Vamos —dijo Neville levantándose—. Te ayudaré a volver a la cama.

—No, estaré aquí contigo. Ya me acostaré cuando Kathy salga para la escuela.

—Bueno. ¿No necesitas nada?

—No.

—¿Un poco de café? Virginia negó con la cabeza.

—Vas a enfermar de veras si no comes.

—No tengo apetito.

Neville terminó su naranjada y se volvió para freír unos huevos. Rompió las cascaras en el borde de la sartén, y echó yemas y claras en la manteca derretida. Sacó luego el pan de un cajón y volvió a la mesa.

—Dame. Lo pondré en la tostadora —dijo Virginia—. Ocúpate tú… Oh, Dios.

—¿Qué te pasa?

La mujer sacudió débilmente una mano ante su cara.

—Un mosquito —dijo con una mueca.

Neville se acercó y aplastó al mosquito entre las palmas de las manos.

—Mosquitos —dijo Virginia—. Moscas. Moscas de arena.

—Entramos en la era de los insectos —dijo Neville.

—No me gusta —continuó Virginia. Traen pestes. Tendremos que poner también una mosquitera en la cama de Kathy.

—Sí, sí —dijo Neville volviendo a la cocina y moviendo la sartén para que los huevos no se pegaran—. Ya lo había pensado.

—No creo que ese insecticida sirva —dijo Virginia.

—¿No?

—No.

—Dios, dicen que es uno de los mejores.

Neville puso los huevos en un plato.

—¿De veras no quieres café? —preguntó.

—No, gracias.

Neville se sentó y su mujer le acercó la tostada con mantequilla.

—Espero que no estemos criando una raza de superbichos —dijo Neville—. ¿Recuerdas aquellos saltamontes gigantes que encontraron en Colorado?

—Sí.

—Quizá los insectos son… ¿Cómo los llaman? Mutantes.

—¿Qué quiere decir?

—Oh, significa que… cambian. Evolucionan saltando fases intermedias, y llegan a desarrollarse como nunca lo harían si no fuese por…

Silencio.

—¿Los bombardeos? —preguntó la mujer.

—Podría ser.

—Bueno, por lo menos provocan las tormentas. Y quizá otras cosas.

Virginia suspiró fatigada y sacudió la cabeza.

—Y dicen que ganamos la guerra —dijo.

—¿Quién la ganó?

—Los mosquitos la ganaron.

Neville sonrió débilmente.

—Me parece que tienes razón —dijo.

Callaron un momento. Sólo se oía el tenedor de Neville en el plato y el de la taza en el platillo.

—¿Te levantaste anoche para ver a Kathy? —preguntó al fin la mujer.

—Acabo de verla ahora. Estaba dormida.

—Bueno.

Virginia miró a Neville atentamente.

—He estado pensando, Bob —dijo—. Quizás deberíamos enviarla al Este, a casa de tu madre, hasta que mejore. Puede ser contagioso.

—Quizá sí —dijo Neville, dudando—. Pero si es contagioso, en casa de mi madre no estará mejor.

—¿Estás seguro? —preguntó Virginia. Parecía preocupada.

Neville se encogió de hombros.

—No sé, querida. Pienso que aquí está a salvo. Si las cosas empeoran en el barrio, dejará de ir a la escuela.

Virginia empezó a decir algo, pero en seguida se detuvo.

—Bueno —dijo. Neville miró su reloj.

—Será mejor que me vaya.

Virginia asintió con la cabeza y Neville terminó rápidamente su desayuno. Estaba a punto de tomar el café cuando Virginia le preguntó si tenían el periódico del día anterior.

—Está en la sala —dijo Neville.

—¿Algo nuevo?

—No. Lo de siempre. Ha invadido todo el país, un poco en cada lugar. No han descubierto aún de qué germen se trata.

Virginia se mordió el labio inferior.

—¿Nadie sabe nada?

—Lo dudo. Si alguien lo supiese supongo que ya lo habrían dicho.

—Pero deben tener alguna idea.

—Todos tienen ideas, pero…

—¿Qué dicen?

Neville se encogió de hombros.

—Se hacen todo tipo de comentarios, empezando por la guerra bacteriológica.

—¿Puede ser?

—¿Guerra bacteriológica?

—Sí.

—La guerra ha terminado —dijo Neville.

—Bob —dijo Virginia de pronto—. ¿Crees que debes ir al trabajo?

Neville sonrió.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó—. Tenemos que comer.

—Ya sé, pero…

Neville, estirándose sobre la mesa, cogió la mano de su mujer. Estaba helada.

—Todo se resolverá, querida —dijo.

—¿Mando a Kathy a la escuela?

—Sí, no te preocupes. Mientras las escuelas sigan abiertas, no hay motivo para dejarla en casa. No está enferma.

—Pero los otros chicos…

—Creo que es lo mejor para ella —dijo Neville.

Virginia dejó escapar un sonido entrecortado. Luego dijo:

—Bueno, si te parece…

—¿No quieres nada antes de irme? —preguntó Neville.

Virginia sacudió la cabeza.

—No salgas hoy —le dijo Neville—, y acuéstate.

—Así lo haré —dijo ella—. Cuando Kathy se vaya.

Neville le apretó la mano. Afuera sonó una bocina. Neville terminó el café de un sorbo y fue al cuarto de baño a lavarse los dientes. Luego cogió la chaqueta del armario y se la puso.

—Hasta luego, querida —le dijo a Virginia besándola—. Quédate tranquila.

—Hasta luego —dijo ella—. Ten cuidado.

Neville cruzó el jardín. Sintió entre los dientes el polvo del aire. Podía olerlo y le producía picazón en la nariz.

—Buenos días —dijo cuando entró en el coche.

—Buenos días —respondió Ben Cortman.