Neville no pensó en poner el despertador y el timbre no sonó aquella mañana. Durmió toda la noche a pierna suelta, el cuerpo inmóvil, como forjado en hierro. Cuando por fin abrió los ojos, eran las diez.
Se incorporó con un murmullo de disgusto, sacando las piernas fuera de la cama. Le latían las sienes como si el cerebro quisiera salir del cráneo. Fantástico, pensó, esto es la borrachera de anoche. No necesitaba más averiguaciones.
Se levantó, y quejándose, fue arrastrándose hasta el cuarto de baño, y se remojó la cara y la cabeza en agua bien fría. No es suficiente, protestó, no. Me siento realmente mal. El hombre que se reflejaba en el espejo era flaco, barbudo, y aparentaba más de cuarenta años. Amor, tu mágico encanto alcanza a todos los hombres. Estas palabras ininteligibles le golpearon en el cerebro como sábanas mojadas en el viento.
Cruzó lentamente el vestíbulo y desatrancó la puerta de la calle. Una maldición salió de sus labios cuando vio a otra mujer tendida en la acera. Sintió que la ira le invadía el cuerpo, pero eso aumentó los latidos del cráneo y se controló. Estoy enfermo, pensó.
El cielo era de un gris plomizo. ¡Bien!, dijo. ¡Otro día encerrado en esta covacha! Dio un portazo con rabia, pero en seguida se arrepintió, gimiendo. El golpe se le había metido en el cerebro. Afuera oyó caer los últimos restos del espejo. Apretó los labios haciendo una débil mueca.
Las dos tazas de café sólo empeoraron las cosas todavía más. Dejó la taza y regresó al vestíbulo. Al diablo con todo, pensó. Volveré a emborracharme.
Pero el alcohol le sabía a trementina. Visiblemente contrariado, arrojó el vaso contra la pared y se quedó contemplando cómo el líquido mojaba la alfombra. Demonios, me voy a quedar sin vasos. La idea lo enfureció.
Se hundió en el sofá y se quedó allí sacudiendo la cabeza con suavidad. Era inútil; se sentía vencido. Los oscuros bastardos lo habían vencido.
De nuevo le atacaba aquella inquietante sensación. Sentía como si su cuerpo se expandiera y que la casa se contraía sobre él, y que en cualquier momento el armazón volaría en pedazos; maderas, yeso y ladrillos. Se levantó y se dirigió rápidamente hacia la puerta.
Se detuvo en el césped, respirando profundamente el aire húmedo, de espaldas a la casa. Pero las otras casas no eran menos desagradables, y también las odiaba, así como el pavimento y las aceras y los jardines y toda la calle.
Y de pronto se dio cuenta de que debía irse de allí. Estuviera nublado o no, debía salir inmediatamente.
Cerró la puerta de la calle, sacó el candado del garaje y alzó la pesada puerta. No se entretuvo en bajarla. Volveré pronto, pensó. Será sólo un momento.
Sacó rápidamente la furgoneta, e hizo marcha atrás hasta la calle. Dio vuelta y apretó el acelerador, entrando en el bulevar Compton. No llevaba rumbo alguno.
Dobló la esquina a unos sesenta kilómetros por hora y antes de cruzar la próxima bocacalle ya corría a más de noventa. El coche saltaba hacia adelante. La pierna tensa de Neville apretaba el acelerador a fondo. Las manos eran de hielo en el volante. Por el bulevar vacío y muerto alcanzó los ciento veinte kilómetros por hora: un impresionante rugido quebraba aquella opresiva quietud.
La hierba del cementerio había crecido tan aprisa que ya se doblaba sobre sí misma, crujiendo bajo los pesados zapatos de Neville. No se oía más sonido que el de sus pisadas y el desafortunado canto de los pájaros. En un tiempo creí que cantaban porque todo estaba bien en el mundo, reflexionó Neville. Me equivoqué. Cantan porque son débiles mentales.
Había recorrido diez kilómetros antes de descubrir a dónde se dirigía. Era raro cómo se lo había ocultado. En principio sólo estaba enfermo y deprimido y necesitaba salir de la casa. No se había dado cuenta de que iba a visitar a Virginia.
Pero había venido directamente y a toda velocidad. Había detenido la furgoneta junto a la acera, cruzando a pie la herrumbosa puerta, y ahora caminaba entre aquellas hierbas crecidas.
¿Cuándo había sido la última visita? Hacía un mes por lo menos. Hubiera podido traer algunas flores, pero hasta llegar a la verja no comprendió lo que estaba haciendo.
Apretó los labios al sentir de nuevo el persistente dolor. ¿Por qué Kathy no estaba descansando también allí? ¿Cómo se había dejado dominar por aquellos estúpidos, siguiendo sus reglas? Si por lo menos estuviese allí junto a su madre…
Tenso, se acercó a la cripta. La puerta de hierro estaba entornada. Oh, no se habrán atrevido, pensó. Echó a correr entre las hierbas húmedas. Si la han tocado quemaré la ciudad, anunció. Lo juro, quemaré la ciudad hasta sus cimientos.
Abrió bruscamente la puerta y el hierro golpeó con un sonido hueco y resonante la pared de mármol. Echó una rápida ojeada a la losa y el ataúd.
Se tranquilizó, suspirando con alivio. Todavía seguía intacta. En seguida vio al hombre. Estaba echado en un rincón de la cripta, con el cuerpo doblado sobre el suelo.
Furioso, Neville corrió hacia el cuerpo, y agarrándolo por la chaqueta, lo sacudió, lo arrastró por el suelo y lo arrojó violentamente fuera de la cripta. El cuerpo rodó sobre sí mismo, quedando de cara al cielo.
Neville volvió a la cripta, jadeante. Con los ojos cerrados, puso las manos sobre el ataúd.
Estoy aquí, pensó. He vuelto. Recuérdame.
Tiró las flores que había traído en la última visita y sacó las hojas que el viento había arrastrado hasta la cripta.
Luego se sentó junto al ataúd y apoyó la frente en el frío metal. Era como sentir la caricia de las suaves manos del silencio.
Podría morirme ahora, pensó, así, dulcemente, sin llantos ni temblores. Si pudiese estar con ella. Si tuviera la certeza de que estaré con ella.
Cerró lentamente las manos y dejó caer la cabeza.
Virginia. Llévame contigo.
Una lágrima cristalina se deslizó sobre sus manos inmóviles.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que llegó allí. Al fin, pensó, aun el dolor más profundo se mitiga, la desesperación más intensa cede. La maldición del verdugo: el preso se acostumbra a sus cadenas.
Se puso de pie. Todavía vivo, reflexionó; mi corazón late insensatamente; la sangre corre por inercia; huesos y músculos funcionan sin motivo.
Echó una última mirada a la tapa del ataúd, y al fin se volvió con un suspiro y dejó la cripta cerrando la puerta silenciosamente.
Había olvidado al hombre y casi tropezó con él. Se desvió murmurando una maldición y se alejó del cuerpo.
De repente, se dio la vuelta con brusquedad.
¿Cómo podía ser? Miró, incrédulo, el cuerpo del hombre. Estaba muerto, realmente muerto. El cambio había sido inmediato, parecía como si llevase varios días muerto.
Se sintió súbitamente excitado. Algo había matado al vampiro, algo brutalmente eficaz. Ni estacas, ni ajos, y sin embargo…
De pronto lo comprendió. Claro, ¡la luz del día! ¡Durante cinco meses había visto que no salían durante el día, pero no se le había ocurrido preguntarse el porqué! Cerró los ojos asombrado de su propia estupidez.
Tenían que ser los rayos del sol; los rayos infrarrojos y ultravioletas. ¿Pero por qué? Nada sabía sobre los efectos de la luz solar en el cuerpo humano.
Y, además, aquel hombre había sido realmente un vampiro, un cadáver viviente. ¿Tendría la luz el mismo efecto sobre los que todavía estaban vivos?
Por primera vez en meses se sentía excitado. Corrió a la furgoneta.
Cuando estuvo en el interior del vehículo pensó si no sería mejor llevarse el cadáver. ¿Quizás atraería a los otros, que podrían invadir la cripta? No, no se atreverían a acercarse al ataúd; estaba sellado con ajo. Además, la sangre del hombre ahora estaba muerta…
¡Seguro, los rayos del sol modificaban de algún modo la sangre de los vampiros!
¿Era posible, entonces, que todo guardara relación con la sangre? ¿El ajo, las cruces, el espejo, la estaca, la luz del día, e incluso la tierra en que algunos dormían? No comprendía la razón, y sin embargo…
Le quedaba mucho por leer, mucho por investigar. Lo había pensado algún tiempo, pero últimamente no se había dedicado a ello. Ahora esta idea le daba nuevas fuerzas.
Puso en marcha el coche y se dirigió calle arriba, entrando en un barrio de residencias, y se detuvo ante la casa más próxima.
Se dirigió hasta la puerta, pero la encontró cerrada con llave. Con un suspiro de impaciencia intentó lo mismo en la casa vecina. La puerta estaba aquí abierta y Neville cruzó el vestíbulo a toda prisa y subió los alfombrados escalones de dos en dos.
Encontró a la mujer en el dormitorio. Sin titubear, la agarró por las muñecas. El cuerpo golpeó contra el suelo y se oyó un débil gemido. Neville la arrastró escaleras abajo.
Cuando atravesaban el vestíbulo, la mujer comenzó a moverse. Sus manos apretaron las muñecas de Neville y el cuerpo se retorció sobre la alfombra. No abrió los ojos, pero jadeaba y murmuraba intentando liberarse. De pronto clavó sus oscuras uñas en la carne de Neville, que se apartó y profiriendo una maldición la agarró por los cabellos. Habitualmente, le hubiera parecido casi intolerable hacer estas cosas; aquellas personas habían sido como él. Pero ahora se sentía animado por un nuevo fervor, el fervor experimental.
Aún así, cuando llegaron a la calle se estremeció al oír el entrecortado grito de horror de la mujer.
La apoyó en la acera. La mujer agitaba las manos; estiraba los labios manchados de rojo. Neville la miraba tensamente.
Sintió que algo le ahogaba. Bueno, sufre, es verdad; pero es un vampiro y si pudiese me mataría con placer. Hay que verlo de este modo, el único modo. Mordiéndose los labios se quedó allí hasta que la vio morir.
La mujer dejó de agitarse, dejó de murmurar, y sus manos fueron abriéndose lentamente como capullos blancos sobre el cemento. Neville le auscultó el corazón. No latía. La carne empezaba a enfriarse.
Se incorporó con una débil sonrisa, subió al coche y se alejó de allí. Después de tanto tiempo descubría un método más eficaz. No necesitaría más estacas.
De pronto, se le cortó el aliento. ¿Cómo podía saber si la mujer estaba muerta? ¿Cómo podía averiguarlo antes del crepúsculo?
La ira lo dominaba de nuevo, una ira impaciente. Todas las preguntas parecían anular las posibles respuestas.
Detuvo la furgoneta en un supermercado y se sentó a beber un jugo de tomate.
¿Cómo iba a saberlo? No podía quedarse con la mujer hasta que anocheciera.
Podía llevarla a su casa.
Estaba irritado consigo mismo. Hoy no lograba acertar una respuesta. Ahora tenía que desandar el camino y encontrar el cadáver, y no se acordaba de dónde estaba la casa exactamente.
Puso en marcha el motor echando una mirada a su reloj. Las tres. Tenía tiempo. Apretó el acelerador y la camioneta empezó a correr.
Tardó media hora aproximadamente en encontrar la casa. La mujer seguía en la acera, tal como la había dejado. Neville se puso los guantes, abrió las puertas de la camioneta, se acercó a la mujer y la metió en la caja. Después se sacó los guantes. Alzó la muñeca. Miró el reloj. Sólo eran las tres. Tenía tiempo… ¡Las tres!
Sacudió el reloj y se lo acercó al oído, con el corazón en un puño.
El reloj se había parado.