Sí, era el principio de la época de las tormentas.

Cuando el sol se elevó, un viento que ululaba a ras del suelo empezó a lanzar partículas de arena contra las paredes del rancho. Larry, montado a caballo, maldijo aquella circunstancia que borraría las huellas de Colman.

Pero, según la vieja técnica de los rastreadores, empezó a trazar círculos concéntricos cada vez más anchos. Sabía que Colman no podía estar lejos y que terminaría por encontrarle. Si Colman se ponía nervioso y disparaba desde cualquier sitio, tanto peor para él.

Colman, en efecto, no estaba lejos.

Medio oculto en una vaguada, había visto como todos marchaban. Había visto también que Larry quedaba solo, y que sin duda para buscarle se alejaba del rancho cada vez más.

Colman, burlonamente, miró a Halloran sólidamente atado como un fardo y cruzado sobre su silla.

—Cuando él se haya alejado lo suficiente, iremos al rancho —musitó Colman—. Allí quedarán víveres y agua, seguro. Te clavaré una bala entre las cejas y en vez de ir a Carson City galoparé hacia Little Sun.

Si Halloran lo oyó, no pareció demostrarlo. Permaneció tan quieto y silencioso como un muerto.

Colman excitó suavemente a su cansado caballo. Había visto que Larry estaba ya lo bastante lejos.

Procurando que el rancho mismo le cubriese, Colman se aproximó a él.

Descendió en la parte posterior, y de un golpe hizo bajar a Peter Halloran. Este tenía los labios apretados y en sus ojos latía un odio que estaba más allá de lo humano.

—Te mataré aquí, Halloran —sonrió siniestramente, Colman—. Te quedan apenas cuatro minutos de vida. ¿Tienes algo que pedirme antes de que te clave la última bala?

—Sí, una sola cosa: quiero morir de frente a ti y desatado.

—No hay inconveniente. Vuélvete.

Peter obedeció. Y Colman le rompió las ligaduras con su cuchillo, procurando también que la hoja se llevase pedazos de tela y de piel. Prolongó aquel martirio un buen rato, sin que Halloran se quejara.

—Y ahora vamos —ordenó.

Entraron en el rancho. Peter delante, sin armas, y Colman detrás, con su revólver ya amartillado.

A lo lejos, a más de tres millas de distancia, Larry volvió la cabeza para mirar hacia el edificio.

No vio nada especial, salvo una cosa. Un caballo había asomado por la parte posterior y ahora olisqueaba en torno a las cuadras. Y según recordaba Larry, ningún caballo había quedado allí. ¡Eso significaba que Colman estaba en el rancho!

Clavando espuelas hasta el fondo, Larry emprendió un rabioso galope. Sabía que iba a tardar unos seis minutos en llegar al edificio. Tiempo más que suficiente para que Colman se parapetara y le tumbara cómodamente de un balazo.

Pero él le acribillaría también. Moriría matando. Al pensar en esto rechinaban furiosamente los dientes de Larry Percival.

Colman oyó el galope del caballo, y por una de las ventanas lo vio. Estaba ahora justamente frente a la puerta abierta de la habitación del ataúd.

Una fría sonrisa distendió sus labios.

—No pensaba que todo fuera tan divertido —dijo a Peter—. Morirás cuando un hombre corre inútilmente en tu ayuda; será mucho más hermoso acribillarte así. Y además veo que ya tienes preparado el ataúd. ¡Métete en él!

Peter obedeció. Apartó un poco mas la tapa. Se introdujo en el ataúd.

Colman apuntaba. Una sonrisa diabólica deformaba su boca.

—¡Ahora! —gritó.

Lanzó un rugido de horror cuando el primer balazo le atravesó los dientes y penetró hasta el fondo de su boca. Inmediatamente ese rugido se transformó en un estertor. Con ojos desencajados vio que ahora la sangre brotaba también de su pecho. Peter acababa de clavarle una bala en la tetilla izquierda. Quiso mantenerse en pie y giró sobre sí mismo, en postura grotesca. Otra bala le atravesó la cadera derecha.

Cayó, escupiendo su propia sangre, y entonces dos balas más le atravesaron la cabeza.

Peter Halloran arrojó pesadamente a tierra el revolver que había encontrado dentro del ataúd, aquel revólver adornado con marfil y plata que Tom Donald ocultara poco antes. Luego, con la mano izquierda, se secó el sudor que cubría su frente.

En ese momento llegó Larry. Saltó del caballo todavía en marcha y con el revólver amartillado apareció en la puerta de la habitación un par de segundos más tarde.

—¡Peter! —exclamó.

Peter le miró como si acabase de llegar del otro mundo.

—Había un revólver en el ataúd —dijo. Y luego miró el cadáver retorcido de Colman.

—Ya te dije que te mataría —susurró.

Los dos hombres salieron. Larry montó en su caballo, y Peter en el de Colman. Emprendieron en silencio el trote corto, siguiendo la misma dirección que los carruajes de Harper. Al cabo de unos minutos, Halloran dijo:

—Habrá tempestad de arena. Si nadie cuida ese rancho, pronto quedará cubierto.

—Sí.

—Oye, Larry.

—¿Qué?

—Nada. Me gustaría tenerte por cuñado. Sólo eso.

Larry sonrió.

—¿Y qué crees qué pienso yo? ¿Sabes a dónde vamos ahora?

—¿A dónde?

—Tú —dijo Larry poco a poco— vas a recibir la ayuda que necesitas para emprender una nueva vida. Y yo… yo… un lobo solitario… voy en busca de mi loba.

FIN