LA SOMBRA DE DRÁCULA
La copa cayó de la mano derecha de Larry, haciéndose añicos contra el suelo.
Harper susurró:
—¿Qué le ocurre?
No se había dado cuenta de que Larry había mirado a la puerta, porque en aquel instante Harper no tenía puesta la atención en él, sino en la botella para servirse a su vez una copa. Larry desvió la mirada e hizo un gesto como disculpándose.
—No sé… Me tiemblan los dedos después de la tensión de estos últimos momentos.
—Es natural. Pero ¿es seguro que se encuentra usted bien? ¿No necesita nada absolutamente?
—Nada, gracias.
Larry no quería decir a aquel hombre lo que acababa de ver para no intranquilizarle más. Cualquier cosa que sucediese podía resolverla él, y si la resolución dependía de un buen par de revólveres, tanto mejor.
—Le serviré otra copa —ofreció Harper.
—Gracias.
La bebió rápidamente y preguntó:
—¿No podría lavarme en algún sitio? He vivido muchos días en el desierto y tengo la sensación de estar sucio como un coyote.
—¡Oh, no se preocupe! En este rancho tenemos bastante agua, e incluso un cuarto de baño con una gran bomba para sacarla. Allí podrá usted arreglarse a gusto. Deje que le conduzca.
Y Harper lo llevó a un cuarto de baño magníficamente decorado, donde había una gran bañera, lavabos y toda clase de servicio, además de muchas toallas limpias. Claro que Larry no se fijó apenas en eso, sino en la distribución de las habitaciones y la ruta que aproximadamente habría tenido que seguir la muchacha.
—Si hay alguna mujer aquí —preguntó como distracción— ha debido llevarse un buen susto.
—La única mujer que hay aquí, es mi hija, aparte de una sirvienta —declaró Harper—. Pero, afortunadamente, están las dos en la parte posterior del rancho, y la explosión no les ha podido causar daño alguno. Sólo se han derrumbado casi todo el porche delantero y la pared del comedor de los vaqueros. Yo mismo veré ahora con Burton si hay peligro de nuevos derrumbamientos.
—No es fácil.
—Bueno, considérese usted en su casa, amigo.
Y cerró la puerta.
Larry hizo un poco de ruido con la bomba, para fingir que se lavaba, y cuando calculó que Harper debía estar lo bastante lejos, abrió la puerta sigilosamente.
Tenía la sensación de que iba a descubrir algún misterio, algún horrible secreto que palpitaba en las entrañas de la casa.
Alrededor suyo, todo era silencio.
Larry empezó a abrir las habitaciones, una por una con enorme sigilo. Pero eso le impedía ser rápido, y quizá la muchacha, en aquel mismo momento, estaba ya corriendo peligro.
Efectivamente, Gladys Harper acababa de abrir la puerta de la habitación donde estaba el ataúd.
Aquella horrible explosión, además de los disparos, la había sobresaltado minutos antes, despertándola. Pero no era eso lo que la había preocupado, sino el silencio obsesionante que luego invadió la casa. Tuvo la sensación de que toda ella estaba llena de muerte, y por eso sintió el impulso irrefrenable de levantarse y ver por sí misma qué era lo que ocurría. Tuvo la sensación de que la respuesta había de encontrarla en la habitación donde estaba el ataúd.
Y por eso acababa ahora de empujar su puerta. Por eso estaba ahora allí.
Vio la habitación iluminada por la lámpara de petróleo —que se hallaba todavía en el suelo— y el cadáver de Doyle a los pies del ataúd. Vio las manchas de sangre y las marcas del vampiro en su cuello.
Una angustia irrefrenable, un ansia terrible de gritar la dominó por completo.
Pero su garganta agarrotada le impidió gritar. Sólo una sorda exclamación logró brotar de sus labios.
Y en aquel momento, sus ojos se dilataron, sus dedos se contrajeron de miedo y todo su cuerpo, fue sacudido por un espasmo.
¡Porque la tapa del ataúd se estaba levantando! ¡Y porque una mano humana, horriblemente engarfiada, acababa de brotar de allí!