CAPÍTULO XX

SÓLO SOY UN GUN-MAN

Los primeros balazos habían alcanzado a dos de los pistoleros de Harper. Cazados por sorpresa y sin tiempo para cubrirse, ofrecieron un blanco demasiado bueno para Colman y sus hombres.

Y éstos, cuando tiraban, tiraban a matar.

Pero los tipos que había contratado Harper para su defensa personal no eran unos novatos. La rapidez con que se deshizo el grupo, dejando de ofrecer blanco, fue sencillamente maravillosa. En fracciones de minutos, los granujas de Colman sólo tuvieron delante a dos cadáveres y un solo hombre vivo, que estaba entre ellos.

Aquel hombre era Larry.

Larry había sentido zumbar el plomo a su alrededor, y los dos pistoleros alcanzados cayeron junto a el. Para un hombre experimentado era fácil notar al primer instante que los balazos habían sido mortales. Su impulso instantáneo fue arrojarse sobre el más cercano de aquellos hombres y arrancarle el arma de las manos.

A pesar de la penumbra, aquellos hombres acostumbrados a luchar se distinguían como a plena luz del sol. Sus disparos eran mortales.

Colman reconoció a Larry.

—¡Me interesa la piel de este hombre! ¡Que no se salve esta vez!

Pero Larry ya tenía un revólver en la mano derecha. Tiró una décima de segundo demasiado pronto sin apuntar lo suficiente, y la bala hizo volar el sombrero de Colman y trazó una línea sangrienta entre sus cabellos, sin herirle de gravedad.

Por el contrario, ese balazo le salvó la vida.

Al tambalearse, estando a punto de caer de la silla, logró que el segundo disparo de Larry —que ahora había tirado sobre seguro— saliese más desviado aún. El joven lanzó una imprecación.

Estaba perdido, pues ahora los cuatro jinetes se le echaban encima. Vio que dos de ellos le tenían encañonado ya.

—¡Esto me gusta! —gritó Larry, mientras lanzaba una salvaje carcajada y saltaba de costado.

Siempre le había parecido que sería hermoso morir de pie, acribillado a balazos por varios jinetes lanzados a galope contra él.

Su revólver, entretanto, se puso a funcionar.

Larry disparó con esa fría e inflexible indiferencia del que sabe que lo tiene todo perdido y aspira a llevarse por delante a unos cuantos compañeros para el último viaje.

Los dos hombres que ya le estaban apuntando sintieron como un choque en sus frentes cuando apretaban los gatillos. Ninguno de los dos se dio cuenta de que su cabeza se había partido en dos mitades y de que sus balas habían salido completamente desviadas, sin ni siquiera rozar a Larry.

Los caballos, que venían lanzados, ya no pudieron frenar, y eso permitió a Larry librarse de una muerte segura cuando Colman disparó contra él.

Lo que hizo fue lanzarse sobre uno de los caballos, como si fuese a montarlo, pegándose a su costado y empleándolo como parapeto. La certera bala de Colman, que debió haber matado a Larry, hirió ligeramente al animal en el anca izquierda.

Entretanto, Burton y los restantes hombres —quedaban seis pistoleros vivos en total— habían reaccionado.

Dispersos a lo largo y a lo ancho de una amplia zona, hubieran podido acabar fácilmente con una banda mucho más nutrida que la de Colman. Y además se dieron cuenta de que sólo tenían enfrente a dos enemigos vivos.

Burton gritó:

—¡Bueno, muchachos…! ¡Cuando amanezca quiero sus cadáveres puestos a secar al sol!

Aquel grito hizo darse cuenta a Colman de la terrible situación en que se hallaban él y su compañero. Fue una cosa instantánea. Al ver que sólo eran dos, creyó sentir ya en su piel la quemadura lacerante de las balas.

—¡Vamos! —aulló.

Hizo dar vuelta a su caballo, con una fantástica rapidez, y galopó junto con su único pistolero para huir del huracán de plomo que se les venía encima. Escogió acertadamente una zona donde las sombras eran más espesas, y eso les salvó de morir a los primeros balazos. Los proyectiles sólo les rozaron, entonando una sinfonía de muerte.

Pero al escoger aquella zona para su huida, Colman debía pasar forzosamente por el porche delantero del edificio.

Y los hombres de Burton no eran unos incautos. Inmediatamente se habían apostado tres de ellos en aquel lugar, con las armas dispuestas y bien protegidos por la baranda.

Colman y su compañero tenían que pasar escasamente a veinte yardas. Su muerte era tan segura como si ya estuviesen metidos dentro de los ataúdes.

—¡Listos! —gritó uno de los del porche—. ¡Fuego…!

Colman se dio cuenta de que estaba irremediablemente perdido, de que iba a morir.

No podía volver atrás porque entonces caería bajo el fuego de los que ya le cortaban la retirada. Y si pasaba por delante del porche haría el mismo papel que un muñeco de tiro al blanco.

Sólo podía confiar en su endiablada buena suerte y en la rapidez de su caballo. Por eso clavó las espuelas hasta el fondo y lanzó un alarido salvaje, buscando enloquecer al animal para que franqueara de un par de saltos aquella zona de la muerte.

Varias balas pasaron rozando al caballo, que encabritó… ¡deteniéndose justamente en mitad de línea de fuego!

Colman lanzó un alarido de rata acorralada. Sólo en aquel instante, quizá por primera ver en su vida, se vio que en el fondo era un cobarde.

Uno de los que estaban en el porche lanzó una carcajada y gritó:

—¡Nos veremos en el otro mundo, Colman!

No sabía él aún la terrible verdad que había en estas palabras.

Porque en aquellos momentos los rayos lunares iluminaron para los ojos de Colman las botellas de nitro, cuidadosamente colocadas junto a la pared de la casa, a espaldas de los pistoleros. Y una idea diabólica pasó inmediatamente por su cerebro.

Con su infalible puntería disparó una rociada de balas contra aquellas cuatro botellas. Y una ensordecedora explosión se oyó entonces, obligando a él y a sus compañeros a pegarse a las sillas de sus caballos.

Pedazos de madera y de cuerpos humanos pasaron sobre sus cabezas mientras Colman lanzaba una brutal carcajada.

Burton cayó de rodillas y se puso a lanzar imprecaciones, viéndoles alejarse. Ni siquiera se le ocurrió que aún tenía un arma en sus manos y podía disparar. En cuanto a Larry, hizo fuego con los pocos proyectiles que le quedaban, pero el humo y la oscuridad le impidieron alcanzar a unos hombres que escapaban a endiablada velocidad.

Después de la horrísona explosión, se hizo en el rancho un silencio espantoso, un silencio que casi podía palparse.

Burton aulló:

—¡Perseguidlos! ¡Vamos todos a los caballos! ¡No hay un segundo que perder, infiernos!

—¡No os mováis! —gritó Harper.

Todos los que ya corrían hacia la cuadra quedaron inmóviles.

—Esos hombres pueden estar heridos —dijo Harper señalando hacia el porche—. Si aún es posible hacer algo por ellos voy a necesitaros a todos. Me interesa salvar su vida más que liquidar a esos granujas.

—¡Pero es que volverán, jefe! —protestó Burton.

—Sólo ellos quedan con vida —dijo Larry acercándose—. No creo que por el momento se les ocurra volver.

Harper le dirigió apenas una mirada lejana, su atención parecía estar concentrada en el derruido porche de la casa.

—Puede haber algún herido —repitió—. Vamos…

Pero todas sus esperanzas resultaron vanas. Los tres hombres que se habían parapetado tras el porche no sólo estaban muertos, sino despedazados. La nitro, explotando justamente tras ellos, había volado la cabeza de dos y partido al otro en pedazos. La única ayuda material que ahora se les podía prestar era darles sepultura, y aun eso con infinitos trabajos.

Burton se acercó a él.

—Hubiese querido perseguirlos, patrón. ¡Pero de todos modos juro que esos tipos no se me escaparán!

—Ahora sólo sois tres hombres —dijo Harper en voz baja—. Os necesito aquí; no puedo decir otra cosa. Si ese hombre era Colman ya se encargará la Ley de darle su merecido.

—Me temo que en este caso yo me anticipé a la Ley —dijo una voz.

Todos se volvieron para mirar a Larry, que avanzaba haciendo voltear en su mano el revólver descargado.

—¿Dijo antes que se llamaba Larry Percival? —preguntó Harper.

—Sí. Y soy tan granuja como los tipos que acaban de escapar.

—A nosotros nos ha prestado un servicio.

—Olvídelo.

—¿Por qué querían esos tipos hacerlo estallar contra el rancho?

—En parte para librarse de mí, y en parte porque suponían que así les iba a ser mucho más fácil robarlo.

—¿Robarlo? —preguntó Harper con una mueca de incredulidad.

—Ellos suponen que si hay tantos hombres guardando esto es porque usted oculta oro aquí. Y la verdad es que esa suposición no me parece muy descabellada.

—Si no hubiese por aquí tantos muertos, me echaría a reír —dijo Harper—. ¿De modo que suponen que guardo oro? Lo único que encontrarían aquí sería antigüedades y un ataúd. ¡El ataúd del Conde Drácula!

Larry torció la boca.

—¿El ataúd de quién?

—Del Conde Drácula. ¿No lo ha oído nombrar jamás?

—Sí, claro que sí… Como todo el mundo que sepa leer. Su historia es una de las más fantásticas e increíbles de estos últimos años. Pero ¿qué hace aquí su ataúd?

—No sólo está aquí su ataúd, sino él mismo en persona.

—Eso que acaba de decir es una barbaridad.

—¿Sí, eh?

Y con breves y precisas palabras, Harper explicó a Larry todo lo que había sucedido, en líneas generales, desde que él fue a San Francisco a comprar ataúd hasta que Doyle apareció muerto y desangrentado junto a él, teniendo en el cuello las huellas del vampiro.

Larry escuchaba en silencio no acertando a creer nada de aquello. Pero Harper tenía en aquellos momentos aspecto de hombre que sabe lo que se dice y no fantasea. Además había ya un muerto de por medio. El vampiro había manifestado su presencia de la forma más terrible que podía manifestarla.

—Y esa es la razón fundamental por la cual quiero que mis hombres —los pocos que me quedan— permanezcan aquí.

Harper terminó con estas palabras su historia. Luego dijo:

—Pero usted ha afirmado antes que se adelantaría a la Ley. ¿Significa eso que piensa perseguir a Colman?

—Desde luego.

—¿Sabe que serán dos contra uno y él tendrá todas las ventajas? Imagine que logra llegar a aquellas rocas, de las cuales imagino que ha salido con su banda. ¿Cómo piensa usted acercarse sin que le abrasen la piel? De noche es difícil, pero en cuanto amanezca, será imposible.

—No debo pensar en eso.

—¿En qué debe pensar pues?

—En que Colman tiene prisionera a una mujer. Y en que debo salvarla si no quiero que le ocurra algo peor que la muerte.

Burton lanzó una imprecación.

—Si es para eso cuente con mi ayuda, amigo. Soy un poco lento, pero en cuanto agarro a un fulano lo desnuco con sólo cuatro dedos. Hay bastantes pruebas de eso repartidas por los cementerios del Oeste.

—No necesitare ayuda, Burton. Gracias.

—¿Sabe que me alegro de conocerlo? Tenía ganas de echar el ojo encima a Larry Percival. Me han dicho que en cierta ocasión liquidó a tres tíos a la vez, en un solo desafío.

—Es cierto, pero ahora no estoy en tan buena forma.

—Pues hace poco demostró lo contrario, cuernos. Atrajo hacia usted solo la atención de los pistoleros de Colman, que de otro modo nos hubieran liquidado fácilmente. Y el modo como alcanzó a aquellos dos jinetes fue de los que hacen lanzar un grito. Apuesto a que los dos llevan la bala clavada en el mismo sitio exactamente.

—Es mi marca de fábrica —dijo Larry.

Harper preguntó.

—¿No podemos serle útiles? Nos ha ayudado mucho.

—Lo único que necesito son armas y un trago.

—Eso por supuesto. Pero haré por usted algo más. Hablaré en Carson City con el gobernador, que es un gran amigo mío, y revisaremos entre los dos su situación ante la Ley. Me parece que tuvo usted algún tropiezo, pero ¿quién no los tiene en esta época? Le prometo que si vivo, su situación quedará pronto resuelta.

—Entonces, me interesa que viva —sonrió Larry.

—Eso no depende de mí.

Harper le llevó al comedor y allí le sirvió él mismo una copa del mejor brandy. Entretanto, Burton y los pistoleros vivos se dedicaron a abrir fosas para enterrar los cadáveres, antes de que el sol empezase a atraer a los buitres.

—En cuanto amanezca puedo prestarle a Burton y los otros dos hombres —dijo Harper mientras tendía la copa—. No hay peligro desde que sale sol. Cierto que entonces será más difícil acercarse a las rocas, pero serán ustedes cuatro, y ellos dos solamente.

—Lo pensaré. Gracias.

Larry se llevó la copa a los labios. De pronto su movimiento quedó paralizado.

Él estaba de cara a la puerta que daba al pasillo mientras que Harper quedaba de espaldas a ésta. Sólo Larry, por tanto, pudo ver a la muchacha vestida con un salto de cama, que pasó junto a la puerta, deslizándose pasillo adelante como una sombra.

Aquella muchacha parecía hipnotizada, como si siguiese los dictados de una lejana y extraña voz.

Larry conocía la leyenda que rodeaba a Drácula, aquella leyenda según la cual atraía a sus víctimas, hipnotizándolas a distancia, hacia el lugar dónde había de destruirlas.

¡Y aquella muchacha parecía estar en aquella situación! ¡Parecía encontrarse bajo un poder de ultratumba!