CAPÍTULO XVIII

EL MISTERIO DEL ATAÚD

Orson depositó las cartas sobre la mesa y dijo:

—póker de ases.

En aquel momento sus dedos se tensaron.

—¿No has oído? Parecen disparos.

—Sí, y juraría que suenan en el mismo lugar que anoche.

—Pues esos no son viajeros normales. No estarían en el mismo sitio. El desierto tiene ecos extraños. No hagas demasiado caso.

Pero ya Burton y Sam se acercaban después de levantarse de la cama. Estaban a medio vestir, aunque empuñando sus armas.

—¿Ha oído, jefe?

—Sí. Salid al exterior y ved si divisáis alguna cosa.

—¿No formamos una patrulla?

—Os necesito aquí.

—Bien, jefe.

Orson apuró de un trago el vaso de whisky que tenía preparado sobre la mesa.

—Yo también salgo. Tengo más vista que todos esos.

Harper vaciló.

—Oye, Orson, no me dejes solo…

—Pero ¿por qué?…

—Sé que no tiene sentido, pero todo esto me crispa los nervios. Creo ver ojos extraños que me miran desde todas las ventanas.

—¡Bah! Lo que tienes son nervios. Y creo que no vamos a tener que luchar contra fantasmas, sino contra hombres de carne y hueso. Estaré sólo unos minutos en el porche.

Salió.

Los disparos habían cesado. Ahora el más espantoso silencio rodeaba el rancho donde reposaba el ataúd de Drácula.

Harper, solo en la gran nave, sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.

No hubiera sabido explicar por qué, pero le dominaba la sensación de que unos extraños ojos, unos ojos siniestros y diabólicos, le vigilaban.

Aquel silencio espantoso le contrajo la garganta impulsándole a lanzar un grito de horror.

La brusca aparición de Orson en la puerta lo impidió. Sólo al verle, Harper ya se sintió más tranquilizado.

—¿Qué hay, Orson?

Este llevaba en la mano un «Colt Frontier», que volvió a guardar en la funda sobaquera, bajo su levita.

—Simple precaución —le dijo—. No me gusta que me den sorpresas en un porche oscuro.

—Pero ¿es que has visto algo?

—Nada. Ni una sombra. Todo esto está más tranquilo que un cementerio.

—Podías haber buscado otra comparación, cuerno.

—¿Es que aún estás tan nervioso? No te quitas de la cabeza la idea de Drácula, ¿eh?

—Hay momentos en que no creo en nada de eso, pero apenas llega la noche, no sé qué me pasa.

—Yo, en cambio, tengo mucho más temor a los hombres de carne y hueso. Esto se encuentra muy aislado, amigo. Y no me extrañaría que alguien merodeara por aquí, creyendo cualquier cosa. Por ejemplo, que tienes un tesoro oculto.

—¡Pero si fuera de mis antigüedades aquí no hay nada!

—¿Y crees que una cuadrilla de pistoleros pensaran eso a primera vista?

—¿Opinas, pues, que esos disparos pueden proceder de una cuadrilla de forajidos?

—¡Quién sabe! Yo no afirmo ni niego nada, pero lo que sí digo es que no tienes que temer nada de un fantasmal Conde Drácula, sino de una pandilla de granujas armados de buenos «Colt».

Harper intentó animarse con un vaso de whisky, pero al llenarlo le temblaba la mano.

—Sigues pensando en Doyle, ¿verdad? —preguntó Orson.

—Sí, no puedo negarlo.

—Pues eso tiene una solución bien sencilla. Vamos, a ver qué tal duerme.

—No, no, espera… ¿Y si entramos cuando esta allí el Conde Drácula?

—¡No digas idioteces!

—De todos modos prefiero aguardar a que haya, por lo menos, un rayo de sol. Y llevaré un crucifijo.

—Eso me parece bien.

—¿Jugamos una partidita, entretanto?

—Como quieras.

Jugaron, pero Harper era incapaz de ligar una sola combinación. Orson, en cambio, estaba tan tranquilo como si se dispusiera a asistir a una boda. Burton y sus hombres fueron entrando a poco y diciendo que no habían encontrado nada.

Al verlos allí, Harper ya se fue sintiendo más tranquilo, pero aun así no ligaba ninguna jugada.

—Si seguimos así te voy a desplumar —dijo Orson.

—¿En qué piensas?

—En Doyle, y en ese maldito ataúd.

—Pues hagamos lo que te dicho antes: veamos qué tal duerme. ¿También te causa tanta impresión teniendo aquí a todos tus pistoleros?

—Tú piensas que estoy haciendo el ridículo, ¿verdad?

—No pienso nada. Lo que me parece es que deberías salir de dudas.

—Está bien; vamos a despertar a Doyle. Burton haz el favor de venir con dos de tus hombres; tened las armas preparadas.

Mientras se dirigían a la habitación donde estaba el ataúd, Orson gruñó:

—Nunca he escuchado una historia más estúpida que esa. ¡Mira que hacer caso de semejantes historias!

Fue él mismo quien abrió la puerta.

La escena del interior quedaba iluminada con perfecta claridad, pues la lámpara de petróleo aún continuaba en el suelo. Doyle se hallaba también allí. Tendido sobre la manta a los pies del ataúd cerrado. Estaba quieto, como dormido. Hasta hubiérase dicho que su expresión era feliz.

No obstante, en él había algo.

¡Algo que hizo lanzar a Harper un gemido de horror!

¡Aquella blancura lívida de la tez de Doyle! ¡Aquellas manos tan delgadas y tan espantosamente quietas! ¡Aquellas manchas de sangre en su cuello! ¡Y aquellas siniestras señales de los dientes del vampiro, justo en el lugar por donde le había sido arrancada la vida!

* * *

Colman contempló a su enemigo atado a la silla del caballo, el cual llevaba sólidamente sujetas a su pecho y a su cabeza varias botellas de nitroglicerina completamente llenas.

Larry, que ya había recuperado el conocimiento, sonreía secamente.

—¿Qué idea has tenido, Colman? ¿Por qué lleva este pobre animal botellas de nitroglicerina atadas al pecho y a la cabeza?

—Porque vas a hacer con él tu último viaje.

Larry suspiró aburridamente.

—Bueno, no me quejo… Hay compañías mucho peores que un caballo para el último camino de un granuja como yo. Los caballos, al fin y al cabo, son animales nobles. Pero ¿para qué tantas complicaciones? ¿Por qué no me despachas de un tiro?

—Irás al galope hasta el rancho, y te estrellarás contra una de las paredes. Nosotros nos ocuparemos de enloquecer al caballo disparando continuamente entre sus piernas. Y tú no podrás desviar su dirección porque estás completamente atado.

—Tiene gracia. ¿Y qué vais a conseguir?

—Que nuestro ataque sea tan perfecto como si lo hubiéramos hecho anunciar por una andanada de artillería. Desmoralizaremos completamente a los hombres de ahí abajo, y en la explosión morirán algunos de ellos.

La sonrisa de Larry se hizo burlona.

—De modo que un caballo a galope, ¿eh? ¿Y no piensas, que las botellas van a estallar mucho antes que yo llegue al rancho?

—Están completamente llenas, para que el líquido no baile, y además muy bien sujetas. Siempre he llevado encima la nitro, desde que hice varios asaltos a unas minas, y nunca me han explotado si yo no quise. Pero si explotara antes de tiempo, sería igualmente eficaz. Tú saltarías en mil pedazos, que es lo que más me interesa. Y la atención de los que guardan el rancho se concentraría en la explosión, lo que me permitiría atacar por otro sitio y cazarlos a todos por sorpresa. Sólo necesitamos ocho o diez minutos de galopada para llegar hasta allí.

—No es mala idea. Pero lo siento por el caballo. ¿Qué te ha hecho él?

—Ningún animal me inspira compasión.

—A mí tampoco, Colman. Por eso no me inspiras compasión tú.

—¿Estás perdido y todavía galleas?

—Aún no me has metido en el ataúd, Colman.

La frase hizo gracia al forajido, que lanzó una carcajada.

—¡Claro que no te he metido en el ataúd, Larry! ¡Ni podré hacerlo nunca! ¿Qué crees que va a quedar de tu maldito cuerpo cuando la nitro estalle?

—Eso pregúntamelo después de la explosión.

En aquel momento, Peter Halloran, arrastrándose sobre la arena, balbució mirando a Larry.

—Siento haberle juzgado mal, amigo. Me gusta la gente que se ríe de sus verdugos a un paso de la tumba.

Larry le miró. Realmente, el estado de Peter Halloran era más que lastimoso. Ya no parecía un hombre, sino un pobre gusano al que en cualquier momento Colman podía aplastar.

—Yo no me río —dijo Larry—. ¡Estoy llorando!

Halloran, a pesar de los terribles calambres que estremecían su cuerpo, logró esbozar una sonrisa.

—Si intentamos entregarte al sheriff y ganar la recompensa fue porque Lorna y yo éramos más que pobres, muchacho. Pero no te explico esto para que me perdones, sino para darte a entender que me considero en deuda contigo. Colman te matará, pero yo mataré a Colman.

—La próxima cosa que haga —dijo el aludido viéndose hacia él— será arrancarte la lengua.

—Pero yo no te mataré con la lengua, Colman, sino con mi mano izquierda. Harás mejor preocupándote de ella en primer lugar.

—De lo que me ocupo en primer lugar —dijo Colman, con una mueca— es de liquidar a Larry y apoderarme de lo que hay en ese rancho. Tú, convertido en un gusano, no me puedes hacer ningún daño. Luego cuando tenga el oro, buscaré una muerte divertida para ti y un lugar tranquilo donde poder comprobar cómo saben los labios de tu hermanita.

—¡Canalla…!

Larry suspiró:

—Ahórrate palabras, Halloran. Lo que necesitas es reponerte y esperar tu oportunidad. Ya la tendrás, descuida. Y ahora, Colman, ¿por qué no obligas a andar a este pobre caballo, a ver si terminamos de una vez con tanta comedia?

Rechinaron los dientes del forajido.

—Si tanta prisa tienes por acabar…

Dio un violento golpe a las ancas del caballo. Este inició en seguida un trote largo descendiendo de colina hacia la parte lisa del desierto, donde estaba el rancho. Era un animal brioso y además estaba deseando galopar después de dos días de inmovilidad. Pronto su trote se convirtió en una galopada alegre hacia el rancho, donde su instinto le advertía de presencia de otros caballos y le decía que iba a encontrar una cuadra y agua en abundancia.

Lorna musitó:

—El caballo va hacia el edificio. Pensé que en el último momento lograría desviarlo. No tiene salvación…

Colman la oyó y se volvió sonriente hacia ella.

—Claro que no la tiene. Pero es necesario que ese caballo enloquezca, porque de lo contrario se detendrá ante el rancho. Nosotros nos ocuparemos de eso. ¡Vamos, muchachos, disparad con vuestros rifles contra las patas del animal! Y en seguida…, ¡todos a caballo! ¡Listos para el ataque!

Tres pistoleros levantaron sus rifles.

Colman gritó:

—¡Fuego!

Las balas restallaron entre las patas del caballo, cuyo galope se convirtió de pronto en una carrera desenfrenada y rabiosa.