¡YO CONOZCO A DRÁCULA!
Burton, el jefe de todos los pistoleros de Harper, también vio al jinete que se acercaba por la llanura.
Se había retirado ya después del último turno de guardia, y estaba junto a una ventana tomándose su segundo pocillo de café, cuando vio a aquel tipo vestido de negro que se acercaba al rancho.
Inmediatamente empuñó su rifle.
Los otros pistoleros que se hallaban junto a él se acercaron también a la ventana.
—¿Qué ocurre?
—Alguien llega.
—¡Cuerno! Hace apenas unos meses nadie se acercaba por esta maldita zona del desierto. Y desde que Harper está aquí esto parece un paseo.
—No olvidéis que Harper es un hombre importante. Él fue uno de los que más influyeron en el crecimiento de Carson City.
—Bueno, pero ¿quién será ese fulano que se acerca?
—No sé. Aún está a más de mil yardas.
Ignorante de que varios fusiles le apuntaban desde las ventanas del rancho, el jinete se fue acercando.
Cuando estuvo a unas trescientas yardas y reconocible, Burton lanzó una maldición.
—¡Que me aspen si ese no es Doyle, uno de tipos más presumidos y más gandules de Nevada entera!
—En efecto, es él —gruñó uno de los que estaban al lado.
Sam, que pese a ser el más miedoso era también el más bruto de todos, preguntó:
—¿Lo liquido, Burton?
—¡No seas animal! ¡Doyle puede traer algún mensaje para el patrón!
Poco a poco salieron todos al porche, con los «Winchester» bajo el brazo, y contemplaron desconfiadamente cómo Doyle se apeaba del caballo.
Jinete y montura estaban cubiertos de polvo, pues debían llevar al menos dos días en el desierto. La bolsa de provisiones que colgaba a un lado de silla estaba ya completamente vacía.
Doyle se acercó al porche y contempló a los pistoleros de Harper, a todos los cuales conocía.
—Parece que me habéis organizado una recepción ¿eh?
Burton saludó:
—No estamos aquí para visitas, Doyle. ¿A qué cuerno vienes?
—Me aburría en Carson City y he pensado que no estaría de más conocer el sitio donde Harper ha venido a enterrarse.
—Pues has pensado mal, Doyle.
—¿Es que ocurre algo?
—No ocurre nada.
Doyle lanzó una carcajada.
—Bueno, muchachos, no he atravesado el desierto y he estado a punto de perderme una docena de veces para que me recibierais con esa cara. Soy un viejo amigo del patrón, ¿no? ¿Por qué no puedo verle?
—El patrón duerme.
—¿A estas horas? Pero si siempre se levantaba con el sol…
—Esta noche hemos tenido verbena.
—¿Os ha atacado alguien?
—No preguntes tanto, Doyle.
Sam intervino:
—No hay que ser tan desconfiado, Burton. Al fin y al cabo un fulano que ha atravesado el desierto tiene derecho a que le den un poco de agua para él y para su caballo.
—Eso digo yo —gruñó Doyle.
—Está bien; pasa.
El mismo Sam se encargó del caballo que estaba medio destrozado, y lo llevó a un abrevadero situado a la sombra. Burton llevó a Doyle a las cocinas por si quería desayunar.
—Antes me gustaría tomar un baño —dijo Doyle—. ¿Hay agua?
—La suficiente.
Llevaron a Doyle junto a una gran cuba de líquido situada en el exterior, y le dejaron que se bañase tranquilo, quitándose todo el polvo y toda la suciedad del largo viaje.
Mientras tanto los pistoleros se dispusieron a desayunar tranquilos, confiando que nadie más vendría ya a molestarles.
Doyle se bañó, se afeitó, cambió sus ropas negras y polvorientas por otras que llevaba cuidadosamente plegadas en una bolsa tras la silla y una hora después, cuando volvió a entrar en el rancho, estaba hecho un figurín.
Burton, al verle, lanzó una carcajada.
—¡Vaya! Ahora comprendo para qué has venido hasta aquí: ¡para recordarnos que todos nosotros somos unos guarros!
—Lo sois, desde luego, pero yo he venido aquí por una razón bien distinta.
—¿Sí? Dila.
—A vosotros no os importa. Y basta ya de tratarme con tanta familiaridad. Yo soy uno de los más ricos herederos dé Carson City y vosotros sois tipos asquerosos que vivís de vuestro gatillo.
Las facciones de Burton se ensombrecieron.
—Si no estuviéramos en el rancho de Harper te acribillaría aquí mismo, Doyle, para que pudieras pasarte toda la eternidad tragándote esas palabras.
Se formó durante varios segundos una inquietante tensión que Sam rompió lanzando una carcajada.
—¡Dice que es un rico heredero, muchachos! ¡Ay! ¡Yo soy una pobre damisela! ¿No quieres casarte conmigo, pichón?
E hizo un gesto de doncella ruborosa. Todos los pistoleros que estaban en el comedor lanzaron al unísono una estruendosa carcajada, mientras las facciones de Doyle palidecían de rabia.
En ese momento entró Harper.
—¿Qué ocurre? ¿Qué broma es esta?
Todos se volvieron hacia él. Harper iba bien vestido y afeitado, pero tenía cara de haber pasado una pésima noche.
—Hola, Doyle —dijo al reconocerle—. ¿Qué haces aquí?
—Dice que ha venido a ver el sitio donde usted se ha enterrado —gruñó Burton.
—No es cierto —aseguró Doyle—; he venido hasta aquí persiguiendo a un hombre.
—¿Para qué?
—Para matarlo.
—Esas son palabras graves, muchacho. Y no creo que a tu padre le gustara saber que vas tirando de revolver.
—Se trata de un caso especial.
—¿Sí? Bueno, hombre. ¿A quién quieres matar? Tal vez nosotros podamos arreglar la cosa amistosamente.
—Lo dudo.
—Querrá matar a algún mosquito que le picó la otra noche —opinó Burton—. Pero no sé qué pensar de un duelo semejante. Por lo pronto… ¡yo apuesto por el mosquito!
Nuevamente todos se pusieron a reír, ahora con unas carcajadas tan estentóreas que Harper tuvo que hacer una seña a Doyle para que le siguiese al exterior.
Una vez allí, a la sombra del largo porche que daba la vuelta completa a la casa, preguntó:
—¿A qué has venido? Dime la verdad.
—La he dicho ya: A matar a un hombre. Le he perseguido por todo el desierto, confiando encontrarle, y después de cabalgar en vano durante dos días me he dicho que no ha podido hacer otra cosa que refugiarse aquí. No llevaba agua ni provisiones, por tanto, no ha podido llegar hasta Little Sun. O se encuentra en este rancho o está muerto. Y dudo que lo esté, porque no he visto rastro de buitres en el horizonte.
—Es muy extraño lo que me dices, Doyle. Aquí el único forastero que ha llegado es mi socio, y no creo que tú quieras matar a Orson.
—¿Es que está Orson aquí? —preguntó Doyle sobresaltándose.
—Vino anoche.
—Bueno, en tal caso…
Doyle pensó en largarse inmediatamente del rancho, pero hubiera sido suicida iniciar dos o tres jornadas más a través del desierto sin dar antes descanso a su caballo y descansar él mismo. Ya que estaba allí, no tendría más remedio que aguantarse.
—No querrás matar a Orson, ¿verdad? —repitió Harper.
—No, no es a él.
—¿A quién, entonces?
—A Tom Donald.
—¡Tom Donald! —bramó Harper—. ¡Ese estúpido que pretende casarse con mi hija! Si es a él a quien quieres matar yo no lo impediré; eso te lo juro. Pero dudo que lo encuentres aquí.
—¿No ha llegado al rancho?
—No.
—Oiga, Harper, lo que me dice es casi increíble. O ese tipo ha reventado en el desierto o está en esta casa. En realidad creo que desde el primer momento pensó en dirigirse aquí, confiando en que Gladys le prestaría ayuda.
—¡Sí Tom Donald se atreve algún día a una cosa así, yo mismo le clavare una bala entre las cejas!
—¿Está seguro de que no ha entrado en el rancho?
—¡Completamente seguro! Guardo aquí algunas colecciones valiosas, como tú mismo habrás podido imaginar, y por ello he traído a unos cuantos hombres que defiendan este rancho. Ni una hora, desde que se ha puesto el sol, han dejado de vigilar. Si Tom Donald se hubiese acercado aquí lo habrían visto sin duda alguna.
Doyle reflexionó durante unos instantes. Dominado por un estúpido y cruel deseo de venganza, no quería renunciar a su presa.
—Sin embargo, me ha dicho Burton que esta noche habían tenido «verbena». ¿Qué significa eso?
—Ah, nada de particular. Reconozco que por la noche me he dejado impresionar, pero ahora, a la luz del sol, no creo una palabra de esa historia. Todo deben ser fantasías de ese estúpido de Sam.
—¿Qué le ha sucedido?
—Pues que, según él, cuando estaba de guardia se le ha echado encima un tipo completamente vestido de negro, con una capa fantasmal, el cual ha desaparecido luego como un murciélago.
Los ojos de Doyle bailaron un momento dentro de mis órbitas.
—¿De veras? ¿Y no ha visto Sam la cara de ese tipo? ¿Quién ha dicho que podía ser?
—Según él, el mismísimo Conde Drácula.
Doyle lanzó una carcajada. Y rió con tanta alegría y al mismo tiempo con tanta crueldad, que Harper tuvo que detenerse para mirarle sorprendido.
—¿Qué te sucede, muchacho?
—Nada, nada… Es que recordaba una cosa.
—Pues no veo que lo que te acabo de contar tenga ninguna gracia.
—Perdone, Harper. Mi risa ha sido una tontería, no haga caso… ¿Por qué supone que el Conde Drácula en persona ha podido venir justo aquí? Según la historia, ese monstruo vivió a millares de millas de Nevada, en un rincón lejano de la vieja Europa. ¿Cómo cree que ha podido llegar desde tan lejos, si sólo le es posible viajar de noche?
—Dentro de su ataúd puede viajar incluso de día, si alguien lo transporta.
—Muy bien. ¿Y dónde está su ataúd?
—Lo tengo yo —dijo Harper, con una voz sombría.
Doyle, sorprendido, se volvió para mirarle.
—¿El auténtico?
—El auténtico.
—No puedo creerlo. Usted entiende de objetos curiosos, pero le habrán endosado una antigualla donde, seguramente, hace cincuenta años estuvo enterrado un sheriff borrachín.
—Yo soy un experto en antigüedades, Doyle, y no tolero que nadie lo ponga en duda. El ataúd que tengo en el rancho es el auténtico donde yació el cadáver viviente del Conde Drácula. Y ya es sabido que este, si existe aún, siente necesidad de descansar en su ataúd, por lo cual lo buscará a través de todos los países del mundo. En lo que ha dicho Sam puede haber algo de verdad, aunque yo no lo crea. Es posible que el Conde Drácula haya llegado al rancho.
Doyle dominaba a duras penas su hilaridad, luchando entre el deseo de reírse de Harper y el de confesarle que el «Conde Drácula» que Sam había visto, no era otro que el mismísimo Tom Donald.
—¿Y qué piensa usted hacer? —preguntó.
—Como ese ataúd no me va a producir más que intranquilidades, he decidido enterrarlo en mitad del desierto, a gran profundidad. Allí nadie va a ir a buscarlo, ni siquiera el Conde Drácula. Perderé el dinero que me costó y no volveré a acordarme más de él.
—¿Y va a sepultarlo sin abrirlo antes?
—Sí.
—¿Y si el Conde Drácula está dentro?
—No digas tonterías.
—Bueno, de todos modos lo notarán por el peso.
—No, no lo creas. Ese ataúd es enorme, y pesa ya tanto que aunque hubiera alguien dentro no lo notaríamos.
—Claro, claro…
El cruel cerebro de Doyle —niño mimado de Carson City— trabajaba mientras tanto con toda actividad.
Le gustaba la idea de que Tom Donald fuese enterrado vivo. Y además sería una cosa divertida, porque solo él sabría la verdad. ¡Sólo él! Y nadie podría ya molestarle cuando pusiese cerco a Gladys, la cual le convenía como esposa porque era el único procedimiento que tenía para pagar sus deudas antes de que su padre se enterara de todo.
Pero ¿cómo asegurarse de que Tom Donald estaba realmente dentro?
Si invitaba a Harper a que abriesen el ataúd y Tom se hallaba en su interior, no iban a enterrarlo, eso era seguro. Lo más que harían sería echarle con cajas destempladas del rancho, y él se quedaría sin la más deliciosa venganza que hubiera podido imaginar.
Si dejaba que enterrasen el ataúd sin abrirlo podía muy bien ser que Tom no estuviera dentro. Y entonces, ¿cómo demonios sabía él si estaba muerto o no, si debía estar buscándolo o podía volver tranquilamente a Carson City, seguro de no verlo más?
Sólo había una solución.
Antes trataría de abrir el ataúd él, y si Donald estaba dentro, le diría que no se moviese ni hiciera ruido porque iba a intentar algo para ayudarle y sacarlo de allí. Donald lo creería. ¡Claro que lo creería! No había en todo el Oeste un tipo más simple que él. Confiando en su amigo, no gritaría ni cuando oyese el ruido de las paletadas de tierra. Luego, al empezar a faltarle el aire, sí que gritaría. ¡Claro que sí! Como un desesperado. Pero ya sería demasiado tarde…
Doyle se pasó la lengua por los labios, dominado por una secreta y miserable emoción.
—Creo que debería usted pensar bien eso, Harper —dijo luego, con voz convincente.
—¿Por qué he de pensarlo?
—Verá, ese ataúd ha debido costarle una fortuna.
—Más de lo que puedes imaginar. ¿Y qué?
—Todo lo que usted ha oído decir son leyendas y patrañas. Deje pasar otra noche, y si mañana a esta hora sigue con la misma idea, yo mismo le ayudaré a enterrar profundamente el ataúd.
—No quiero pasar otra noche teniendo eso ahí dentro.
—¿Y por que no? Yo mismo lo vigilaré. No tengo ningún miedo, puesto que no creo en esas historias. Me dan una manta y me pasaré toda la noche junto a ese ataúd. No fuera, sino dentro de la habitación. Y no necesitaré que junto a la puerta pongan a nadie.
Harper, que paseaba a pasitos cortos, se detuvo para contemplarle con admiración.
—¿Tú serías capaz de hacer eso, Doyle?
—¡Naturalmente!
—Pero ¿no tienes miedo? ¿Y si realmente fuera cierto lo de Drácula? Piensa que las armas nada pueden contra él. Sus ojos hipnotizan. No tendrías ninguna posibilidad de defensa…, ¡y tu destino sería horrible! ¡Mañana estarías convertido en un vampiro más!
Doyle encendió un cigarrillo calmosamente, y luego lo arrojó al suelo y lo pisó con el pie.
—Esto es lo que hago yo con el Conde Drácula —dijo—: ponérmelo debajo de la bota.
—Siempre me han gustado los hombres valientes, Doyle, y en tu caso aún más, puesto que no creí que lo fueras —exclamó Harper, con admiración—. En efecto, me duele tener que desprenderme de esa pieza de mi colección, que es única en el mundo. He pensado sepultarla al no saber de qué otro modo resolver la situación, pero si tú quieres hacer esa prueba… Si tú me demuestras que nuestros temores no tienen fundamento…
—¡Claro que lo demostraré! Pero si veo al Conde Drácula, o tengo alguna duda, yo mismo seré el que abra el hoyo para enterrar ese ataúd.
Harper le estrechó conmovido la mano.
—No sabes lo feliz que me haces, muchacho. Siempre te estaré agradecido, y si algo deseas de mí…
—Yo lo hago desinteresadamente… Por usted haría cualquier cosa… Claro que si me permitiera ver a Gladys con más frecuencia…
—¿Es que Gladys te interesa? Nunca lo hubiera sospechado.
—Naturalmente. Yo soy muy tímido.
—Si sales con bien de esa prueba, te prometo darte carta blanca y que decida ella, muchacho. En el caso de que te acepte, yo me limitaré a daros mi bendición.
Doyle volvió la cabeza para que Harper no pudiera ver el brillo delator de sus ojos.
En ese momento salió Orson, también complemente arreglado y afeitado.
Puso una cierta cara de sorpresa al ver allí a Doyle, pero no hizo ningún comentario.
Doyle ya contaba con ello. Orson, quizá se porque dedicaba a negocios medio usurarios, era un hombre extraordinariamente discreto. Jamás salía de su boca una palabra de más, mientras hubiera testigos delante. Y por eso nada diría de modo que pudiese oírle Harper. Incluso ni debía haber hablado con éste de lo del ataúd. Todo saldría a pedir de boca…
Lo único que debía procurar era no quedarse a solas con Orson, pues entonces éste le diría todo lo que pensaba de él. Pero en un rancho pequeño, y además lleno de gente, era muy difícil quedarse a solas con una determinada persona.
De modo que Doyle se frotaba las manos satisfecho cuando todos se sentaron a desayunar.
Gladys estaba pálida y parecía más triste que nunca. Ni siquiera se fijó en Doyle, limitándose a saludarle con una inclinación de cabeza. Daba la sensación de que la muchacha se encontraba a cien millas de allí.
Mientras desayunaban, Burton se acercó a la mesa.
—Tengo la sensación de que hay alguien más cerca del rancho, señor Harper —dijo—. No sabría explicárselo, pero según de dónde viene el viento, los caballos están intranquilos.
—¿Quién crees que puede divertirse estando en el desierto? Si el sol lo quema todo…
—No lo sé, y por eso propongo averiguarlo. Podría organizar una patrulla de cuatro hombres.
Harper movió negativamente la cabeza.
—No quiero exponerme a que por la noche no hayáis podido regresar aún, Burton. Nada hay tan engañoso como el desierto, y tú lo sabes. Os necesito a todos aquí. Otra cosa sería si estuvieras absolutamente seguro de que alguien ronda cerca.
—No lo estoy, jefe…
—Pues entonces olvídalo. Y ahora, Orson, Doyle y yo jugaremos una partidita. Ya estaba cansado de no tener a nadie con quien poder apostar un poco fuerte.
Los tres hombres se pusieron a jugar, y prácticamente no hicieron otra cosa en todo el día. Las distracciones que podía ofrecer el rancho eran tan mínimas que estar en torno a una mesa jugando y bebiendo casi resultaba lo mejor. En cuanto a Gladys, se pasó horas bordando, sin mirarles ni una sola vez.
Cuando llegó la noche, Doyle se dispuso a dormir en la habitación donde estaba el ataúd.
Tomó una manta y se dejó conducir por Harper. Fueron ellos dos solos los que entraron en la habitación. El ataúd, cuidadosamente cerrado, tenía un aspecto siniestro a la luz temblorosa de la lámpara de petróleo.
Doyle, sólo al verlo, tuvo un estremecimiento.
En aquel ataúd había algo. No se sabía por qué, pero resultaba mucho más tétrico que todos los otros ataúdes que habían existido en el mundo. Solo al verlo uno ya tenía que creer automáticamente que el Conde Drácula había reposado allí.
Pero todo eso eran tonterías. Quien reposaba ahora en el ataúd era el infeliz de Donald.
—No deje a nadie junto a la puerta —insistió Doyle—. Y ocurra lo que ocurra, no entren para nada aquí. Vengan a buscarme mañana apenas salga el sol, pero no antes.
Harper se dispuso a cerrar la puerta de la habitación, tras dejar en el suelo la lámpara de petróleo. Le temblaba la barbilla.
—Vendré a buscarte mañana, Doyle… —susurró— si aún corre sangre por tus venas…