TRAS LOS PEÑASCOS
La muchacha, con las facciones crispadas, jadeó:
—¡No eres más que un canalla! ¡Eres carne de horca igual que ellos! ¡Si a todos os atrapasen tú serías el primero a quien deberían colgar!
Larry tomó la cafetera situada junto a la fogata, al abrigo de los peñascos, derramó un poco de la aromática infusión en un pocillo y lo tendió en silencio a la muchacha.
—Sólo había venido a traerte un poco de café. No hay que ponerse así. ¿Tanto miedo te da que me acerque?
Entre los peñascos que los abrigaban empezaban a insinuarse las primeras luces del amanecer. Todos los pistoleros, incluso Colman, reventados por el largo viaje, estaban dormidos. Sólo un centinela vigilaba atentamente desde lo alto de una roca. Larry era el que había encendido fuego valiéndose de los restos de un carromato medio sepultado en la arena, preparando luego café que obtuvo del saco de provisiones de uno de los pistoleros de Colman.
Lorna, situada cerca de su hermano, le miraba con ojos llameantes.
Pero estaba así mas hermosa. Lorna, cuando se dejaba llevar por la pasión, tenía algo que seguramente no tenía ninguna mujer del mundo.
—No necesito tu maldito café —dijo—. Puedes darlo a beber a tu caballo.
—No te dejes llevar por los nervios. Un poco de café, a pesar de lo que digan, siempre tranquiliza.
—No, si eres tú quien lo ha preparado.
—Me parece que he tenido mala suerte contigo. Te soy más antipático que el mismo Colman.
—Sí.
—Nuestros sentimientos son recíprocos. Tú y tu hermano estabais dispuestos a venderme por cinco mil dólares. ¿Tiene algo de extraño que no os desee ningún bien?
—Nosotros no pusimos precio a tu cabeza. Te lo pusiste tú mismo, al situarte fuera de la Ley.
—Me limité a matar al hombre que había ahorcado a mis padres.
—Es curioso ver cómo los peores granujas tratan de parecer unos angelitos. Y después de matar a aquel hombre, ¿qué pasó? ¿Es que tu fama se ha construido sola?
—Me he limitado a ser más rápido que los enemigos que se me han ido poniendo delante. Quizá sepas lo que ocurre siempre en estos casos: cuando uno tiene cierta fama, no hay pueblo donde no surja un valiente o un insensato que pretende ser más rápido que él.
Lorna no contestó, limitándose a contemplarle con mirada llameante.
Larry le tendió el café.
Ella lo aceptó.
Y cuando él creía que iba a beberlo, Lorna, con un seco movimiento, le arrojó el líquido hirviente a cara.
Esperaba que Larry gritase, que maldijese o que la abofeteara, pero se llevó una de las mayores sorpresas de su vida.
Porque Larry Percival se limitó a lanzar una carcajada.
—Tienes buen humor —dijo luego—. Eres una de esas damiselas de las que uno siempre puede esperar lo más extraño. Me gastará que el día que me ahorquen estés junto a mí, abofeteándome con esas lindas manos.
—Más me gustará a mí, puedo asegurártelo.
—Los granujas siempre terminamos de la misma manera —siguió diciendo Larry—. A veces, cuando me miro en un espejo, me digo: «Muchacho, me das pena». Pero ¿qué voy a hacer? Lo único que puedo esperar es que la horca no llegue demasiado pronto.
—Tendrías que largarte del Oeste. Es un consejo que te doy. Y ahora déjame en paz.
Larry se puso en pie, limpiándose la cara con su pañuelo.
—Lo malo —confesó— es que el Oeste me gusta.
Se alejó de la muchacha, acercándose a los peñascos desde donde le vigilaba atentamente el centinela. Pasó junto a Peter Halloran, que gemía entrecortadamente, pero que tenia los ojos cerrados y estaba sumido en una especie de sopor a causa de la sangre perdida. Larry le dirigió sólo una mirada superficial y desde el borde de las rocas contempló el desierto que se extendía un poco más abajo, la inmensa llanura pelada en el centro de la cual se encontraba aquel extraño rancho.
Los primeros rayos del sol iluminaron el blanco edificio, y entonces vio como los centinelas que había en el exterior se retiraban.
Pero Larry, observando la línea interminable del horizonte, vio también algo más.
Un jinete solitario se acercaba al rancho, viniendo desde el oeste.
Un jinete vestido de negro.