CAPÍTULO XIII

UN ATAÚD CON HISTORIA

Harper salió precipitadamente de su dormitorio, poniéndose a toda prisa un batín que había comprado en Chicago dos años antes, y que, según el que se lo vendió, había pertenecido a Napoleón III, a pesar de que aún llevaba la etiqueta de unos comerciantes de Nueva York dedicados a la fabricación de artículos baratos en serie.

Posiblemente era la única vez que Harper se había dejado engañar. Pero no le importaba porque el color negro del batín era muy de su agrado.

Al salir de su dormitorio parecía una sombra oscura.

Uno de sus pistoleros, apostado en el pasillo, estuvo a punto de descerrajarle un tiro.

—¡Cuidado! —gritó Harper.

El pistolero bajó el revólver.

—Ah, es usted…

—¿Por qué? ¿Quién podía ser, sino yo? ¿Qué diablos ocurre?

—Perdone. Es por esa bata negra.

—¿Y qué tiene que ver mi bata negra? Contéstame en seguida: ¿qué infiernos está ocurriendo aquí?

—Ha sido lo de Sam.

—¿Y qué pasa con Sam? ¡Diablos! ¡Habla de una condenada vez!

Al pistolero parecía habérsele trabado la lengua mientras fuera continuaba el tumulto.

—Dice… —barbotó al fin—. Dice que ha visto al Conde Drácula.

—¿Al Conde queeeeé…?

—¡Al Conde Drácula!

Harper quedó unos instantes sin respiración, mientras aquel extraño nombre resonaba en sus oídos viniendo de las brumas de un misterioso pasado. En el primer momento ni siquiera recordó que el ataúd estaba en el rancho. Luego un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo.

—Quiero ver a Sam —dijo.

Sam estaba ahora en la cocina del rancho, asistido por dos compañeros empeñados en hacerle beber media botella de ron. Los otros guardianes merodeaban en torno a la casa con el rifle a punto, dispuestos a disparar contra la primera sombra que se moviera.

Sam, al ver a Harper, hizo un gesto compungido.

—Perdone, patrón.

—¿Por qué te he de perdonar? Tú no has hecho nada malo.

—Es que no he podido matarle, patrón. Se lo juro. Cuando le he visto ya estaba encima de mí.

—Pero ¿quién es el que se ha echado encima de ti? Habla con calma, Sam. Tranquilízate.

—Era el Conde Drácula.

Los dos pistoleros miraron a Harper, como esperando que les aclarase aquello. Harper gruñó:

—¿Cómo sabes que era el Conde Drácula?

—Porque todos hemos oído hablar de él y sabemos de qué modo va vestido. Al principio me tomé a broma lo del ataúd, patrón, igual que todos, pero ahora ya empiezo a tener el estómago en la boca. ¡Le juro que era él!

—¿Cómo iba vestido?

—Completamente de negro, con capa que se extendía igual que las alas de un murciélago.

—¿Llevaba sombrero?

—No.

Harper se mordió los labios. Sam era un tipo realista, de esos que no tienen imaginación y que, cuando sueñan, sueñan con una botella de whisky. Si decía que había visto aquello debía ser verdad. Lo del sombrero era un detalle revelador, puesto que Drácula, efectivamente, nunca había llevado cubierta la cabeza.

—¿Qué más? —preguntó.

—Tenía hebras plateadas en las sienes. Los ojos brillantes, y la boca muy abierta: se le veían todos los dientes.

—¿Llevaba armas?

—No.

Harper se frotó la mandíbula pensativamente.

—¿Qué dice a todo esto, patrón? —preguntó Sam, temblando.

—Me parece que puedes tener razón, muchacho, pero todo esto es demasiado increíble. No quisiera tomar una decisión sin reflexionarla antes bien.

—¿Y qué clase de decisión se puede tomar en un caso así?

—Por lo pronto —dijo Harper calmosamente—, aumentar la vigilancia todo lo posible.

—No creo que con los rifles se le haga nada a ese tipo, patrón. Se me echó encima con la rapidez de un murciélago.

—Los murciélagos no son rápidos, Sam. Lo que ocurre es que le atolondran a uno.

—Yo sé lo que me digo.

—Tienes miedo, ¿no?

—Le aprecio mucho, patrón, pero me parece que me voy a largar aunque tenga que atravesar el desierto yo solo.

Uno de los que estaban junto a él intervino:

—No le haga caso, Harper. Sam ha sido un miedoso toda su vida. Podemos redoblar la vigilancia, y si ese fulano vestido de negro vuelve a aparecer aquí le deshacemos la cabeza a balazos.

—Las balas nunca han causado el menor daño al Conde Drácula.

—Pero ¿qué conde ni qué niño muerto? El tipo que se ha acercado al rancho y que ha dado un susto a Sam es un vivo y nada más. Deje que le ponga el ojo encima y verá si entiende o no entiende el lenguaje de las balas.

—Está bien —decidió Harper—, yo estoy de acuerdo en redoblar la vigilancia. Pero esa es sólo la primera medida; la segunda es mucho más importante.

—¿Y en qué consiste, patrón? ¿Qué debemos hacer?

—No decir ni una palabra de esto a mi hija.

—¿Por qué? ¿Es que ella cree en la existencia del Conde Drácula?

—Me temo que sí.

Fue en aquel momento cuando se oyó un gemido junto a la puerta.

Harper se volvió de repente, igual que si aquel gemido hubiera sido un arañazo en su corazón. Con expresión angustiada vio a su hija Gladys, que estaba en la puerta y les contemplaba a todos con ojos de alucinada.

Debía haberlo oído todo.

Harper susurró sin embargo:

—¿Qué te sucede, Gladys? Un par de cuatreros se han acercado al rancho y por eso estamos todos levantados. Pero no ocurre nada; es una alarma sin importancia. ¿Por qué no te vuelves a la cama?

Los grandes ojos de Gladys seguían mirándole con miedo, como si estuviera viviendo una pesadilla.

—No hablabais de eso —gimió—. ¡No hablabais de eso!…

—¿Qué es lo que dices? Quizá es que estás muy nerviosa, muchacha. No ha ocurrido en el rancho absolutamente nada.

—He oído lo que decía Sam.

—Claro, claro… —dijo Harper, intentando aparentar indiferencia—. Sam precisamente se ha tropezado con un tipo vestido de negro que se le ha echado encima. Quizá sepas cómo es Sam: en cuanto no puede matar a un enemigo se pone enfermo. Pero no tiene importancia. Cuatreros los hay en todas partes, hasta en el desierto.

—¡No hablabais de eso! ¡Os he oído mencionar al Conde Drácula!

—Habrá sido un comentario sin importancia —musitó Harper—. De algo teníamos que hablar mientras se animaba este bruto de Sam.

—No intentes engañarme, papá… Yo también sé leer el miedo en tus ojos. Vinimos aquí, bien lejos de todo lugar civilizado, porque pensaste que el Conde Drácula nunca encontraría su ataúd, si lo ocultábamos en el centro del desierto. Pero cuando llegamos a este sitio empezaste ya a temer. Pensaste que el Conde Drácula podía llegar, podía encontrar su ataúd, que había estado buscando por medio mundo. ¡Y pensaste también que podía convertirme en una de sus víctimas! Y ahora ha llegado, ¿verdad? ¡Ahora tienes miedo de que yo muera en primer lugar, y por eso pretendes que no sepa nada! ¡Me rodearás de pistoleros creyendo que con ello puedes librarte de la amenaza de Drácula! ¡Pero no! ¡No podrás! ¡Drácula es más poderoso que nosotros!

Se apoyó en la jamba de la puerta a punto de caer, y luego susurró con un hilo de voz:

—Tendrás que librarte de ese maldito ataúd. ¿Por qué no lo entierras bien lejos de aquí, en mitad del desierto?

—Está bien, lo haré —decidió al cabo de unos segundos—. Lo haré sin abrirlo siquiera, hija mía. No tendrás que preocuparte nunca más por él.

—Sí —musitó Gladys, sollozando—. No lo abras.

* * *

En aquel momento se oyó un carraspeo en la puerta que daba a la parte exterior.

Todos se volvieron, un poco sobresaltados, por que los nervios ya les habían dominado, aunque no quisieran confesarlo.

Pero Harper se tranquilizó en seguida, al ver quién era el que acababa de llegar.

—¡Orson! —exclamó—. ¿Tú aquí?

La impresionante mole de Orson, el socio de Harper en alguna de sus empresas mineras, avanzó poco a poco.

—Me parece que te he dado una buena sorpresa, Harper.

—No voy a negarlo. A ti te gusta muy poco moverte de Carson City. Y venir a verme a estas horas y en mitad del desierto…

—Como no sabía dónde estaba esto, no he podido controlar la hora de llegada. Aun así hubiera esperado en mi carruaje hasta el amanecer, por una simple cuestión de cortesía. Pero he visto luces y mucho movimiento. ¿Qué ocurre?

—Nada. Nada de particular… Ya te explicaré.

—Como te parezca.

—¿Por qué has venido?

—Me habían dicho que tenías un rancho en mitad del desierto, y yo no podía creerlo. Me parecía un capricho demasiado extraño. Pero ya veo que aquí hay agua y un poco de vegetación. Aunque maldito el provecho que puedes sacar de un sitio así…

—No he comprado este rancho para explotarlo, sino para guardar mis colecciones.

—Eres un tipo original, Harper, no puede negarse. Yo no estaba muy seguro de que todo eso fuese cierto, y por ello, como me aburría en Carson City, me dije: «Voy a dar una vuelta y tratar de encontrar ese rancho, a ver si es verdad lo que dicen».

El tono banal y hasta un poco alegre de las palabras de Orson tuvo la virtud de disipar el clima de nerviosismo y terror que se había formado dentro del rancho.

—Pero esto no es un paseo —sonrió Harper.

—¡Oh, para mí sí que lo es! ¿Recuerdas que hace tres años estuve en Nueva Guinea? Aquello sí que era sufrir. Una verdadera isla del diablo, créeme. Ir al desierto me parece ahora tan normal como pasear por la calle principal de Carson City. Bueno, y a todo esto…, ¿no hay una cama y una botella de licor para un viejo amigo?

Harper sonrió al fin, contagiado por el optimismo de Orson. Hasta la misma Gladys pareció recuperar un poco el color.

—Claro que sí… —Harper dio una palmada en la espalda de su socio—. Y te agradeceré que te quedes unos días con nosotros, porque nos va hacer falta un tipo optimista como tú. ¿Con cuántos hombres has venido hasta aquí?

—Sólo con uno.

—¿Uno? ¡Es increíble! Cualquiera pudo haberte atacado en el desierto, y con un solo hombre no habrías conseguido defenderte. A veces pareces un incauto, Orson.

—¡Bah! No llevaba nada de valor.

—¿Quién te ha acompañado?

—Harvey.

—Menos mal. Harvey es un excelente pistolero, uno de esos tipos que nunca desperdician una bala.

—Y yo tampoco soy manco. ¿O es que no te acuerdas?

Harper lanzó una carcajada. Había recuperado de pronto casi todo su optimismo.

Siempre con una mano sobre la espalda de Orson, se dispuso a acompañarle a su despacho.

—Ven —dijo—; allí podremos hablar. En cuanto a vosotros —añadió dirigiéndose a sus pistoleros—, seguid montando la guardia hasta que amanezca. Con los primeros rayos del sol podéis iros todos a dormir. Pero mientras tanto quiero un hombre en la puerta del dormitorio de mi hija y otro en la ventana. La consigna es disparar primero y preguntar dentro de un año. Quiero que estéis con el dedo en el gatillo y los ojos bien abiertos hasta que amanezca.

Gladys, medio apoyada aún en la jamba de la puerta, susurró:

—¿Crees que voy a poder dormir? Me parece que es inútil que lo intente.

—Debes probar, hija mía. Ya ves que no ocurre nada. Orson ha llegado hasta aquí con la compañía de un solo hombre, y no ha corrido ningún peligro. Lo ha encontrado todo normal. Puedes irte a descansar y estar absolutamente tranquila.

En aquel momento, a través de la puerta exterior abierta, se oyó un disparo.

Fue un disparo lejano —el que se produjo en la lucha entre Larry y Colman—, pero retumbó en los oídos de todos como un cañonazo.

—¿Qué ha sido eso? —gruñó Harper.

—Ha sonado a unas tres millas de aquí —dijo Sam, que tenía oídos de animal del desierto.

—¿Puede haber disparado alguno de nuestros hombres?

—No, seguro que no. Todos están montando guardia alrededor del rancho.

Otro preguntó:

—¿Organizamos una patrulla?

—No creo que sea necesario —intervino Orson—. Puede ser algún viajero a quien una serpiente no quería dejar dormir. Ya sabes, una de esas alimañas de la arena que aparecen cuando uno menos se lo piensa.

—Es lo más probable —concedió Harper.

—Yo prefiero mil serpientes a lo que he visto antes —gruñó temerosamente.

—De un modo u otro —dijo Gladys—, ésta es una especie de noche de pesadilla.

—No te inquietes más, hija mía. Vete a dormir. Ya has oído que tendrás hombres de vigilancia en la ventana y en la puerta.

—Está bien, lo intentaré —dijo Gladys con abatimiento.

Y desapareció. Desapareció sola, siendo tragada por la oscuridad igual que una sombra.

Harper, no supo bien por qué, tuvo un estremecimiento.

—Seguidla —ordenó nerviosamente a dos de sus pistoleros—. Revisad el dormitorio antes de que ella entre, y luego cerrad bien la puerta y la ventana. Si uno de vosotros se distrae un solo minuto, soy capaz de hacerle ahorcar.

Dos hombres armados desaparecieron instantáneamente detrás de la muchacha.

Harper y Orson fueron luego al despacho del primero, una pequeña pieza contigua a la habitación donde se guardaba el ataúd.

Se sentaron, y Harper sacó de un cajón dos vasos y una botella del mejor whisky.

—Estaba preocupado por ti, Harper —dijo Orson después de beber un buen trago.

—¿Por qué?

—Descuidas tus negocios y te preocupas solamente de tus colecciones, como si ellas fueran lo más importante.

—Tengo más dinero del que puedo gastar, Orson, y me gusta coleccionar cosas. ¿Por qué no puedo darme ese capricho?

—Pero yo soy tu socio, y me disgusta que las cosas vayan mal.

—No hay nada que no esté en orden, me parece…

—Podría ir todo mucho mejor.

—Es que para ti lo único importante es el dinero, Orson.

—Verás: tengo en el negocio una participación mucho menor que la tuya, y los dólares ingresan en mis bolsillos a una velocidad mucho más pequeña que en los tuyos. Es natural que dé al dinero más importancia que la que tú le das. Pero no he venido a hablar de eso.

—¿De qué, pues?

—Te he dicho que estaba preocupado por ti, y es cierto. Coleccionar cosas es algo útil e instructivo mientras no degenere en manía, y en tu caso me temo que haya sucedido eso. Has tenido que marchar de Carson City y enterrarte en el desierto a causa de tus colecciones. ¿No es eso una solemne estupidez, Harper?

—No estaré aquí mucho tiempo. Verás… También quería apartar a mi hija de la compañía de un tal Tom Donald, del que según parece está enamorada. Tom Donald es un buen muchacho, seguramente, y su padre ha sido incluso Presidente de la Junta de vecinos. Pero es una de esas personas que se lo creen todo, y en esta vida hay que andar muy listo para que a uno no le dejen sin piel. Te prometo que cuando ella haya olvidado un poco a ese joven, volveremos a Carson City.

Orson hizo un gesto de comprensión, mientras servía otro vaso de licor, llenándolo hasta el borde.

—Gladys parecía muy asustada —opinó.

—Sí, es cierto.

—¿Por qué?

—Verás, preferiría no hablar de eso…

—He oído decir a tus hombres que vigilarán justamente hasta el amanecer. ¿A qué se debe esa extraña orden? ¿Es que temes el ataque de alguien que solamente puede venir de noche?

—Sí.

—¿Por qué no eres franco conmigo y me lo explicas todo?

Harper se inclinó un poco hacia su socio, dispuesto a hablar, aunque antes de hacerlo necesitó animarse con otro trago de licor.

—Verás —comenzó—, ahí, en esa habitación de al lado, tras este tabique de madera que hay a mi espalda, tengo un ataúd que compré a un anticuario de San Francisco. Es el verdadero ataúd del Conde Drácula…

—No me hagas reír.

—Estas cosas no se pueden tomar a broma, Orson. Drácula ha existido, o mejor dicho, existe. Está buscando su ataúd, en cuyo fondo hay un puñado de tierra de su país natal. Ese es el único sitio donde puede descansar en paz después de atormentar a sus víctimas. Y estoy seguro de que ha llegado ya a este rancho. Un lugar maldito al que a partir de ahora tendremos que llamar «Rancho Drácula»…