CAPÍTULO XI

LOS SITIADORES

Colman tiró suavemente de las riendas al llegar a la altura de las rocas sobre la colina:

—Aquí es —dijo.

En efecto, era el mismo lugar desde el que habían estado observando el rancho unos días antes.

Los otros jinetes se detuvieron tras él.

Peter Halloran, que apenas había recobrado el conocimiento, se bamboleaba sobre la silla a punto de romper las ligaduras con su peso y caer a tierra. Tuvo que ser uno de los pistoleros el que detuvo su caballo con un suave golpe en el morro.

Lorna lloraba en silencio.

Sólo se oyó durante unos instantes el roce de los paseos y el piafar de los cansados caballos.

Colman dijo entonces:

—Nos quedaremos tras estas rocas.

—Pero esto está demasiado lejos del rancho —gruñó uno—. Aunque nos acercáramos más, tampoco nos verían.

—Sé que no nos verán porque no hay luna, pero es que tampoco quiero que nos oigan. Ese rancho debe tener hombres que lo custodian, y es posible por el desierto merodee alguna patrulla.

—¿Es que no vamos a atacar ahora?

—Es pronto.

—¿Quiere esperar a que estén más dormidos?

—Por lo menos hasta las dos o las tres de la madrugada. Sé por experiencia que el segundo turno de guardia no se hace con tanto entusiasmo como el primero. A esa hora nos acercaremos a pie, avanzando de uno en uno, y los liquidaremos antes de que sepan lo que les ocurre.

Todos guardaron silencio, comprendiendo que aquel plan era el más razonable. Por otra parte, necesitaban un descanso, después de los días de infernal galopada que habían llevado desde que salieran de Little Sun. Unas horas de quietud les sentarían bien a todos.

Pero Colman no parecía tener demasiadas ganas de reposo. Con una sonrisa burlona dijo:

—Además yo tengo algo que hacer.

Y miró a Lorna insistentemente.

A pesar de la oscuridad, ella sintió clavados en los suyos, con obsesionante fijeza, aquellos ojos diabólicos.

Y hasta ella llegaban los gemidos entrecortados de su hermano Peter, que sentía despertársele cada vez más el dolor… ¡Y sólo veía una horrible herida, un muñón de trapos ensangrentados en el lugar donde antes estuvo su mano derecha!

Nunca como en aquellos momentos se había sentido Lorna tan desdichada, tan perdida. Nunca, ni cuando vio morir a sus padres.

Allí abajo unas diminutas luces significaban que había un rancho, que a sólo un par de millas estaban la civilización, la ley. Pero aquí, entre estas rocas, ella no era más que una víctima indefensa ante los ojos diabólicos de Colman.

Quiso gritar, pero comprendió que sería inútil. Aunque desde el rancho la oyesen, cosa que era difícil, ya estaría cien veces muerta cuando llegase ayuda.

—Apéate —dijo Colman.

Ella se dejó caer del caballo, intentando desesperadamente huir por entre las patas de los animales, guiada por no sabía qué loca esperanza de perderse en la oscuridad. Pero Colman no era un novato. Lanzó una carcajada y le arrojó su caballo encima, haciéndole rodar por el suelo, casi a sus pies.

Lorna sollozó desgarradoramente.

—Yo te enseñaré otro día cómo se huye —dijo Colman con una sonrisa cuadrada—. Conmigo aprenderás muchas cosas, nena.

—Si la tocas te mataré como a un insecto —dijo la voz ronca de Peter Halloran.

Colman le miró, no dando crédito a sus oídos.

—Pero ¿aún respiras tú, gusano?

—Aún soy capaz de matarte, Colman. No me has destruido.

—¿Y cómo me liquidarás? ¿Con tu mano derecha?

La voz de Colman era tan despiadada, tan cruel, que Lorna lanzó otro sollozo.

Pero Peter, transido por el dolor, insistió sin embargo:

—Sé que algún día podré matarte, Colman.

—Yo, en cambio, soy más generoso. No te mataré.

—¿Es que tú has podido sentir la generosidad alguna vez? ¿Es que sabes lo que es eso?

—No te mataré —insistió Colman— porque sería demasiado sencillo para ti. Una bala entre las cejas y acabar, ¿verdad? Nada de eso, mi querido Peter Halloran, nada de eso. Tú estuviste a punto de enviarme a la horca y yo te haré sufrir cien veces la agonía que sufrí en la cárcel de Carson City. Las balas entre las cejas no hacen ningún daño, Halloran, y por eso he pensado en algo mejor para ti. Contemplarás el deshonor de tu hermana y a ti te iré convirtiendo en un gusano que se arrastra por tierra. ¿Te das cuenta de que lo que he hecho con tu mano derecha podría hacerlo, por ejemplo, con tu pie izquierdo?

Las frases de Colman eran tan despiadadas que el propio Peter, que nunca había pedido compasión a nadie, sintió en la boca un gasto desesperadamente amargo. Rechinaron los dientes de Lorna. Pero el pistolero siguió hablando con una espantosa calma.

—Llegará un momento en que no serás un ser humano, Halloran. Te iré destrozando poco a poco. Te dejaré mudo y te arrancaré los ojos. No vivirás, pero seguirás vivo, ¿entiendes? Para desgracia tuya seguirás vivo. Y yo aún diré: «He sido generoso puesto que tuve ocasión de matarle y no le maté».

Después de estas palabras lanzó una brutal carcajada, mientras se apeaba del caballo y se dirigía hacia Lorna.

—Ven aquí, nena. Acércate a Colman.

Peter intentó saltar de su caballo, en un ciego impulso, e incluso consiguió romper las ligaduras que le sujetaban a la silla. Pero estaba demasiado débil a causa de la pérdida de sangre. Cuando llegó a tierra fue sólo para lanzar un gemido y quedar exánime.

Colman ordenó:

—Volved a atarle. No quiero sorpresas con él, ¿entendido? Dos de vosotros montaréis guardia hasta las dos de la madrugada, haciendo un relevo cada hora. Organizad los turnos.

—Bien, jefe.

Uno de los pistoleros había ya extendido una manta sobre el suelo arenoso, preparando así el sitio donde iba a descansar Colman.

Lorna, con los ojos cerrados, mientras dos lágrimas quemaban sus mejillas, permanecía quieta como una estatua.

—Ven aquí, preciosa —rió Colman.

Los cuatro pistoleros que formaban su cuadrilla se habían alejado. Uno de ellos había sujetado por los pies al inanimado Halloran y se lo llevaba a rastras.

Colman repitió:

—Acércate, princesa.

Pero Lorna siguió inmóvil.

—Antes te obligaré a que me mates —dijo sencillamente.

—¿Matarte? ¡Qué ridícula equivocación! Muerta no me servirías de gran cosa. Seguirás viva para que lleguemos a ser grandes amigos. Ven aquí. Quiero que te acerques por tu propia voluntad.

Lorna, con los ojos cerrados, continuaba tan quieta como una estatua. Y Colman empezó a perder la paciencia.

—¡He dicho que vengas!

Dominado por la ira al ver su quietud, se puso en pie para abalanzarse sobre ella y arrastrarla a la fuerza.

—Yo, en tu lugar, no lo haría, Colman.

El pistolero se volvió como si detrás de él acabase de oír el silbido de una serpiente. Pero tuvo la suficiente astucia para no echar mano al revólver, por que era de suponer que el que le había hablado ya estaría apuntando. Y si veía que iba a empuñar el colt le saltaría la tapa de los sesos.

A pocos pasos de él, apoyado negligentemente en una roca, vio a Larry Percival.

Larry tenía los brazos cruzados y a pesar de las tinieblas casi absolutas se veía que no iba a hacer ningún gesto para tocar sus armas. En sus labios había dibujada una sonrisa. Y sus ojos seguían mirando de aquella forma cruel, casi inhumana.

Lorna, al verlo, lanzó un gemido de estupor.

Pero mucho mayor aún era el estupor de Colman.

—¿Tú…? —musitó.

—Yo mismo. Y si te parece que no me has reconocido bien, puedes encender un fósforo.

—Muchas ganas tienes de bromear en la noche de tu muerte, Larry.

—Mi padre decía que, desde que nacemos, todas las noches morimos un poco. Celebro saber que mi padre y tú estáis de acuerdo, Colman.

—¿No se te ha ocurrido pensar que tengo cuatro hombres aquí cerca, imbécil? Seguramente nos han oído ya y se han puesto en movimiento. Te estarán rodeando en estos instantes.

—Peor para ellos.

—¿Sí? Tiene gracia.

—Si son cuatro hombres y yo llevo doce balas en los revólveres, puedes echar la cuenta tú mismo. Corresponden a tres por cada uno. Pero no quiero matarlos porque luego me tendría que pasar abriendo sepulturas toda la noche.

Colman estaba seguro de que podía matar a aquel hombre, de que tenía la partida ganada, pero aun así la lengua y la garganta se le habían quedado secas.

Intentó ganar unos minutos, justo los necesarios para que sus hombres pudieran acorralarle.

—¿Cómo lograste escapar de la casa de Halloran? —preguntó—. Estabas bien atado…

—Me costó horas librarme de los nudos.

—¿Y el agente del sheriff? ¿No vino?

—Claro que vino.

—¿No vio el cadáver de su jefe?

—Al entrar estuvo a punto de tropezar con él, y darse de narices contra el suelo.

—¿Y aun así no te mató?

—Es que el pobre, al salvarse de dar de narices contra el suelo, dio de narices contra mis puños.

Colman abrió su boca reseca. Aquel tipo estaba loco al seguirle el juego. Seguro que sus hombres le acorralaban ya. Seguro que un minuto después podría pisar su cadáver.

—Es lo único que te faltaba para redondear tu carrera, Larry —murmuró quedamente.

—Eso no te importa ya. ¿No dices que vas a matarme? Pues ahí terminará todo.

—Lo haré, seguro que lo haré. Pero antes quisiera saber por qué has venido en mi busca.

—Es que me has caído simpático.

—Pues hemos procurado no dejar demasiadas huellas, excepto en aquellos lugares donde podíamos confundir a los que nos siguieran.

—¿De verdad? Pues ni que fuerais un regimiento amigo. Hasta un niño podría seguiros. Y ahora hazme caso y deja en paz a la chica.

Colman fue a contestar, pero en ese momento las palabras quedaron cortadas en su garganta y estuvo a punto de lanzar un grito de alegría.

Porque uno de sus pistoleros acababa de aparecer ya por detrás del cuerpo de Larry Percival.