UN RANCHO SOLITARIO
Tom Donald, estremecido aún por el horror, vio al grupo alejarse bajo las sombras de la noche, que se iban haciendo cada vez más espesas.
Peter Halloran, el hombre prisionero, estaba doblado sobre el cuello de su caballo sin haber recobrado el sentido aún. No se caía porque estaba atado a la silla, pero era como un bulto inerte. Su hermana Lorna gemía entrecortadamente, obligada otra vez a montar junto a Colman.
Las sombras de la noche se los tragaron por completo unos minutos más tarde.
Pero ni aun entonces se atrevió Tom a salir de su escondite y siguió oculto en el borde de la vaguada.
Su traje negro le hacía invisible en la noche, pero no tuvo alientos para salir de allí.
Lo que acababa de presenciar era demasiado horrible. Lo más horrible que había visto en su vida.
Necesitó varios minutos más para tomar aliento. Salió al fin y se acercó al sitio donde había tenido lugar la tragedia.
Fue entonces cuando oyó el rumor de otro caballo.
Un caballo solitario.
Inquieto ante aquel movimiento desusado, Tom Donald dio un salto y ganó otra vez las profundidades de su escondite. Desde allí vio acercarse al hombre.
Era un tipo joven, vestido como un vaquero, y a pesar de la penumbra se adivinaba su recia musculatura, su flexible corpulencia, la expresión cruel y penetrante de sus ojos.
Aquel hombre llegaba exactamente por el mismo sitio que poco antes el grupo, por lo que a Donald le pareció evidente que estaba siguiendo sus huellas.
Esperanzado, intentó descubrir la estrella sobre sus ropas, pero el recién llegado no llevaba ninguna.
Podía ser un pistolero más. En realidad lo parecía.
Sólo dos cosas eran lógicas en aquella situación. El que seguía a los pistoleros de Colman o era un sheriff o era un granuja como ellos. Después de no ver ninguna estrella en el pecho del recién venido, Tom tuvo que inclinarse por esta última posibilidad.
Convenía, pues, que no le viese. Aquel tipo aún era joven, tenía la cara de esos fulanos que liquidan un hombre en el mes de marzo y no empiezan a preguntarle su nombre hasta el mes de abril.
Quieto como una piedra del desierto, vio acercarse al jinete, que se detuvo justamente en el sitio donde el grupo de pistoleros había estado antes, es decir a unas catorce o quince yardas.
Allí el recién llegado quedó como una estatua mirando el suelo. La oscuridad no era tan intensa aún que no permitiera a Tom ver las arrugas de su frente y el brillo cruel de sus ojos. Se dio cuenta de que el hombre estaba mirando las manchas de sangre que había en el suelo arenoso, y que formaban un rastro oscuro durante unas cuantas yardas.
El jinete también estaba viendo lo que había horrorizado a Tom Donald, pero al parecer éste no se había dejado impresionar por aquel macabro hallazgo.
Porque lo que había en el suelo, junto a las manchas de sangre, era una mano humana.
Una mano derecha cortada.
El hombre descendió de su caballo, descolgó el rifle que había en el arzón de la silla y con la culata hizo en la arena un hueco lo bastante grande para enterrar aquella mano.
—No es necesario que te coman los buitres —dijo con voz clara.
Acto seguido cubrió de arena el macabro resto y la apisonó bien, poniendo unas piedras encima para que a ningún animal del desierto se le ocurriera desenterrarla.
Hecho esto el hombre volvió a montar a caballo y clavó espuelas suavemente para que éste continuara siguiendo las huellas. Fue en ese momento cuando Tom Donald lo reconoció.
Había visto un pasquín con su retrato en la oficina del sheriff de Carson City poco tiempo atrás.
¡Estaba seguro! ¡El tipo aquél se llamaba Larry Precival!
—Tiene tanta fama de pistolero como Colman —susurró, llevándose una mano a la cabeza—. ¡De buena me he librado! ¡Si llega a verme!
Pero ya Larry había desaparecido. Ya todos los peligros parecían haber cesado para Tom Donald.
Claro que podía estar persiguiéndole el tipo a quien robó el caballo. Podía estar persiguiéndole también Doyle, quien había jurado matarle.
Le urgía, por tanto, llegar al rancho de Harper.
Tom salió de su escondite y, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, se encaminó hacia el rancho, siguiendo las huellas de los jinetes.
* * *
No había luna, y no vio el blanco edificio del rancho hasta que lo tuvo casi encima.
Había un silencio espectral en la llanura. Un silencio extraño, porque Donald había esperado encontrarse allí con un fuerte tiroteo. Pero al parecer los de Colman debían haber aplazado el ataque para mejor ocasión, o quizá lo efectuarían más entrada la noche.
De un modo u otro convenía hablar con Harper cuanto antes.
Tom examinó el edificio y le pareció grande y hermoso, aunque parte de él estaba todavía casi en ruinas.
—Vaya manía ha tenido Harper al encerrase aquí —pensó Tom—. Pero para mí esto es providencial.
No obstante, el rancho estaba bien vigilado. Tom fue descubierto gracias a sus vestiduras negras, pero al llegar cerca del porche oyó una voz.
—¡Chist!
Se pegó a una de las paredes como una sombra. La oscuridad era casi completa. Oyó el tintinear de unas espuelas y al cabo de unos segundos un hombre armado con un rifle pasó junto a él, sin verle.
—¡Chist! —repitió el centinela.
Al instante, otro hombre igualmente armado se reunió con el primero.
—¿Qué hay, Sam?
—¿No has oído un ruido?
—Yo, no. ¿Por qué?
—Pues yo juraría que he oído pisadas. Como si alguien se acercase.
—Me parece que sufres pesadillas, Sam.
—No lo niego. Desde que está ese ataúd ahí no hago más que ver vampiros por todas partes.
El otro lanzó una breve carcajada.
—Los vampiros no hacen ruido, Sam.
—Por eso.
—Pero tú has oído unas pisadas, ¿no?
—Como si alguien viniera hacia aquí.
—Debía ser alguna piedrecita arrastrada por el viento, idiota.
—No, no es eso. Yo tengo buen oído y sé distinguir las cosas. Te aseguro que esto no me gusta.
—Pues le dices al patrón que te largas y en paz.
—Es que el patrón paga bien y es una excelente persona. Fastidia dejarlo por eso. Pero si no se lleva pronto ese ataúd de aquí, voy a tener que plantearle la papeleta.
Tom, aprovechando la distracción de los dos hombres, se fue alejando poco a poco, siempre pegado a la pared. Pero aún logró oír su conversación durante unos instantes.
—Lo que ocurre es que tú estás muerto de miedo, Sam —decía una voz.
—No lo niego.
—Y crees que por todas partes va a venirte a ver ese vampiro.
—Yo lo que pienso es que si ha de venir… vendrá en una maldita noche como esta.
—¿Por qué?
—¿No te has dado cuenta? No hay luna. No se ve a dos pasos.
—Entonces peor para él. Tropezará contigo.
—¡Eso no lo digas ni en broma!
La voz de Sam era temblorosa.
—Sí, hombre, sí… vete con cuidado no te vaya a dejar sin sangre.
—Yo lo que sé es que buscará su ataúd y que no parará hasta encontrarlo.
—Se me ocurre una idea. ¿Por qué no te sientas sobre la tapa y esperas a que venga?
—¡Maldito seas! ¡Me vas a hacer estar temblando toda la noche!
Resonó una leve carcajada.
—Muy bien… Sam. Adiós… Pero ten cuidado no tropieces con él. Como no hay luna…
Se oyó una imprecación y luego los pasos de los dos hombres que se alejaban en direcciones opuestas.
Pero Tom Donald casi no prestó atención a aquello. Había visto algo mucho mejor.
A través de la ventana junto a la cual se encontraba, acababa de ver la gran cocina del rancho, en el techo de la cual ardía una lámpara de petróleo. Había allí grandes tinajas de agua y algunas fuentes con comida para el desayuno del día siguiente. Esas fuentes eran más preciosas a los ojos de Tom Donald que si contuviesen oro.
No le costó ningún trabajo forzar la ventana, que estaba medio abierta. Hecho esto se introdujo en la cocina y calmó su sed bebiendo hasta hartarse. Luego tomó pan y una lonja de tocino y lo devoró todo. Aquello le hizo sentirse mejor instantáneamente, como si desapareciera de su cuerpo toda la espantosa fatiga del desierto.
Pero aquello no podía durar. Oyó las pisadas de alguien que se aproximaba a la ventana.
Según había oído, los centinelas estaban asustados por algo, y en tal caso dispararían primero y preguntarían después. No podía arriesgarse a que lo encontraran hasta después de haber hablado con Harper.
Se pegó a una de las paredes.
Vio a Sam, un centinela gordo, siempre con su Winchester bajo el brazo, pasear ante la ventana.
Una vez hubo desaparecido Sam, Tom abrió sigilosamente la puerta de la cocina y vio que había otro vaquero vigilando en el pasillo.
Aquello no parecía un rancho, sino un cuartel en pie de guerra.
Tom lanzó una imprecación para sus adentros y volvió a salir por la ventana. La oscuridad era más absoluta cada vez, pues había nubarrones bajos. Demasiado tarde se dio cuenta Tom Donald de que Sam, el centinela grueso, volvía hacia la ventana.
Ya lo tenía casi allí. Lo vio confusamente entre tinieblas, y en su intento de huida, Tom tropezó con él.
Oyó un ruido, y creyó que le había atravesado una bala. «He chocado con su rifle —pensó—. Han disparado sin piedad…». Vacilando, se agarró al cuerpo de Sam para no caer. El alarido espantoso de este hizo estremecer la noche entera.
Y cuando Sam cayó redondo al suelo, quedando sin sentido, Tom se dijo, lleno de asombro, que no había visto una cosa más extraña en todos los días de su vida.
Pero ya el rancho estaba en conmoción. Se oyeron pasos apresurados que se acercaban. El «clac» característico de varios rifles al ser montados se oyó también.
Tom no podía elegir. Tenía que ocultarse y dejar las explicaciones para más tarde o aquella sería la última noche de su vida. Los pistoleros que vigilaban aquello dispararían como locos en cuanto le viesen aunque él ignoraba todavía la razón.
Saltó nuevamente al interior, por la misma ventana, y se lanzó a tierra cuando la puerta se abría para dar paso al centinela del pasillo, al que ya había visto antes.
Este pasó junto a él, casi rozándole, sin verle, y se asomó por la abierta ventana.
—¿Qué ocurre?
Otros dos hombres, al menos, se habían acercado ya.
—No sabemos. Es Sam.
—¿Está herido?
—No lo parece. Yo diría que se ha desmayado.
—Pero ¿desmayado por qué? ¡Menudo grito!
—Ni que hubiese visto al diablo en persona.
—Esperad. Le echaré un poco de agua.
El que estaba en el interior llenó un recipiente y lo tendió a los de fuera, que lo derramaron de un golpe sobre el rostro de Sam. Pero ni aun así recobró este el sentido.
—Llevadlo adentro. Habrá que reanimarlo con unas gotas de ron.
—Vamos, levantadlo.
Nadie se preocupaba ya de vigilar, y ese fue el momento que aprovechó Tom Donald para deslizarse desde la cocina al pasillo, en busca de un escondite hasta que pudiera hablar con Harper. Nadie se dio cuenta de su rápida maniobra.
Pero en toda la casa se oían ruidos. El grito de Sam había sembrado la alarma, y estaría perdido si no actuaba pronto.
La primera habitación que abrió correspondía a un armero donde había rifles de todas clases. «Esto será lo primero que buscarán», pensó Tom. Y cerró puerta.
Al lado había otra habitación.
La abrió. Y la luz del pasillo le permitió ver que era una pieza de paredes desnudas, sin ventanas, en cuyo centro había… ¡un ataúd!
Por fin había encontrado Tom lo que buscaba. Nadie le encontraría allí. Suspirando con alivio entró en la habitación, dejando la puerta entornada para que se filtrase un poco de luz, levantó sin esfuerzo la tapa del ataúd y se introdujo en él tranquilamente porque parecía hecho a su medida.
Tom Donald, reventado por el interminable viaje a través del desierto, se sintió la mar de a gusto allí ¡Ni que estuviera en una cama!
Minutos después se había quedado profundamente dormido.