EL FUGITIVO DE CARSON CITY
Tom Donald acabó de vestirse el traje lúgubremente negro y luego se puso la capa sobre los hombros.
Sus tres «amigos» le contemplaron con admiración.
—Oye, nunca lo hubiéramos creído…
—Estás fenomenal.
—Eres el autentico Conde Drácula.
Tom Donald se contempló en el alto espejo de la habitación y tuvo qué reconocer que, desde luego, entre un vampiro y él debía haber muy poca diferencia.
Y no era por su cara, que seguía siendo dulce, inexpresiva y un poco bobalicona, esas caras propias de los hombres que se lo creen todo y, por tanto, están condenados a ser víctimas de las bromas más feroces.
Pero ocurría que Tom era alto, un poco encorvado, y aquellas ropas negras y la capa le daban un aspecto innegablemente siniestro. Sus amigos le habían dibujado, además, con un tinte especial, varios mechones de canas en las sienes, para que pareciera más viejo. Y hasta una leve cicatriz junto al labio, que deformaba ligeramente su boca.
Desolado, Tom Donald contemplo todo aquello en el espejo.
—Tengo un aspecto muy raro —dijo—. Yo no pienso ir así.
—Pero ¿por qué no, muchacho?
—Yo mismo me doy miedo.
—¡Caramba, vaya tontería! ¡Pero si estás hecho un auténtico caballero! ¡Un gentleman, como se dice por ahí!
—Me parezco demasiado al Conde Drácula.
—¿Y tú qué sabes cómo era el Conde Drácula?
—Me imagino que así. Vi unos dibujos hace años en un periódico. Decía que había causado numerosas víctimas en los Cárpatos, unas montañas que hay en Europa, y que tenía aterrorizada a toda la comarca. Y el dibujo presentaba un tipo exactamente igual que el que tengo yo ahora.
—Mejor. Eso indica que el disfraz era perfecto.
—Pero da miedo.
—¡Vaya tontería! ¿Y tú eres un hombre? ¿Es que Tom Donald va a tener miedo de Tom Donald? ¡No me hagas reír!
Y los tres, Doyle principalmente, se pusieron a hacer grandes aspavientos como si acabaran de oír una barbaridad.
Pero Tom no estaba convencido.
—No se trata de mí, sino de Gladys —dijo—. ¿Y si se pone a gritar en cuanto me vea?
—No digas tonterías.
—Es que realmente, mi aspecto es poco tranquilizador.
—Aquí sí, porque la habitación está a media luz; pero en la fiesta de los Harper habrá docenas y docenas de lámparas por todas partes. ¿No te das cuenta? La sensación de que eres el Conde Drácula desaparecerá en seguida. ¡Sólo se advertirá lo maravilloso que es tu disfraz y el gran actor que hay en ti, Tom Donald!
—Sí, pero…
Doyle, viéndole vacilar aún, dijo como argumento decisivo:
—Además, Gladys lo ha querido así.
—¿De veras?
—¿Por qué te crees que me he molestado en sacar esa ropa del almacén de mi padre? ¡Por hacerte un favor, a ver si de una vez se formalizan vuestras relaciones! ¿Gano yo algo en eso? ¡Lo único que quiero es que le gustes a Gladys, porque soy el mejor amigo que tienes!
Tom Donald, completamente convencido, con los ojos húmedos de emoción a causa de la generosidad de sus compañeros, se apartó del espejo y se cubrió mejor con la capa, lo que terminó de darle el aspecto más siniestro que hubiese podido imaginar jamás.
—Está bien, muchachos. Sois de lo mejor que hay en Carson City. Voy a la fiesta.
—Nosotros te acompañaremos.
—¡Oh, qué amables!
Salieron del probador, situado al fondo del almacén de ropas de Doyle, y una vez en la calle se dirigieron por los porches más oscuros hacia el magnífico edificio que en la ciudad ocupaban los Harper.
Cuando Donald llegó a verlo, suspiró con desaliento:
—No está iluminado…
—Es que seguramente llegamos demasiado pronto.
—Entonces lo más correcto será volverse y aguardar a que la fiesta empiece. No quiero ser una persona de mala educación.
—Pero ¿vas a perder esta magnífica oportunidad de estar a solas un rato con Gladys?
—¿Qué queréis decir?
—Pues que todo el mundo anda ocupado con los preparativos, hombre, y nadie os va a vigilar. Si eres listo puedes estar besuqueando a Gladys al menos durante media hora.
—¿Con este disfraz?
—A ella le gustará.
—Está bien. En tal caso… ¡Vamos!
Se acercaron a la puerta, y Tom llamó.
—Cuando te abran ríe un poco siniestramente —aconsejó Doyle—. Una carcajada gutural. ¡Será una entrada apoteósica!
—Piensa —aconsejó otro— que esta noche todo se hace en broma.
—Está bien —dijo Tom Donald.
Se oyeron unos pasos tras la puerta, ésta se abrió y el rostro, un poco asustado, de una sirvienta negra apareció por el hueco.
Sólo estuvo allí unos segundos.
Lo que tardó Donald en abrir la boca, mostrando los dientes como un auténtico vampiro, y en lanzar una carcajada siniestra que le salió mucho mejor de lo que esperaba.
Los tres bromistas se habían esfumado hacia un costado del porche, por lo cual la sirvienta negra sólo vio en la puerta aquella figura espantosa a la que no reconoció.
Lanzó un chillido desgarrador, que hizo estremecer la noche, y corrió hacia el interior de la casa tropezando con todas las sillas y gritando:
—¡El Conde Drácula! ¡El Conde Drácula!
Tom Donald, estupefacto, se quedó inmóvil en la puerta, un poco asustado de su propio éxito. Porque él seguía considerando aquello como un éxito que le convertiría en el rey de la fiesta. Hasta que las carcajadas estruendosas de sus «amigos» le sacaron del terrible error.
Se volvió, mirándolos.
Doyle y los otros dos se retorcían materialmente de risa, a punto de caer sobre las tablas del porche porque las carcajadas les hacían temblar las piernas. A cada nuevo chillido de la sirvienta dentro de la casa, sus risotadas aumentaban más y más.
Tom sólo acertó a decir:
—¡Dios mío!…
Igual que un ácido corrosivo, gota a gota, penetraba en su cerebro la certidumbre de que todo aquello había sido una broma monstruosa. Él, que nunca había engañado a nadie, se daba cuenta con estupor que tres hombres se habían confabulado para engañarle a él. La idea de que una maldad tan inútil pudiera existir, le hizo más daño que una docena de latigazos en la espalda.
Dos gruesas lágrimas resbalaron por sus ojos.
—¡Has estado genial! —gritó Doyle, riendo más y más—. ¡Genial, amigo mío! ¡El susto que se ha llevado esa pobre mujer no se le quita en diez años! ¡Hasta el pobre Conde Drácula se moriría de horror al verte!
Tom sólo pudo repetir:
—Dios mío…
Vio que varias personas, atraídas por los gritos, se acercaban viniendo de los saloons cercanos. Se dio cuenta de que toda aquella parte de la ciudad se estaba poniendo en movimiento, y de que el centro de atracción era él.
Un ansia loca y desesperada de huir le acometió de repente.
—¡Te vamos a pasear por la población! —gritó Doyle—. ¡Un espantajo así vale la pena lucirlo en todas partes! ¡Anímate, Tom! ¡Todas las chicas se van a enamorar de ti!
Tom inició un movimiento de huida, replegándose hacia el fondo del porche. Doyle hizo entonces un gesto a sus compañeros, que se abrieron en abanico para cercarle.
—¡A por él, muchachos!
—¡Que no escape!
Tom Donald lanzó un gemido. Se dio cuenta de no tenía salvación, de que iban a pasearle por todo Carson City con aquel disfraz, y de que incluso le obligarían a beber en los saloons más concurridos. Después de aquello él tendría que marcharse avergonzado de la ciudad, y Gladys no volvería a mirarle a la cara.
Este solo pensamiento le dejó sin respiración.
¡Tenía que huir! ¡Huir de allí como fuese!
Vio que sus tres «amigos» iban a acorralarle, y comprendió que no tenía la menor posibilidad de defenderse contra su ataque conjunto. La única posibilidad que le quedaba era llegar hasta un amarradero que estaba a unas quince yardas y apoderarse de alguno de los caballos sujetos.
Varios vaqueros se acercaban ya, entre alarmados y divertidos. Los gritos seguían resonando dentro de la casa.
Doyle atacó primero.
Se lanzó en tromba y pretendió sujetarle por la cintura, pero Tom era más ágil que él. Fintó hábilmente y esquivó la acometida de Doyle, que a causa de su propio impulso rodó sobre las tablas del porche.
A continuación Tom Donald corrió como un gamo hacia el amarradero de los caballos.
Doyle, furioso, sacó un revólver de su funda sobaquera.
—¡Maldito, perro! ¡Todo lo que Doyle manda se tiene que hacer! ¡Vuelve o te clavo una bala en las piernas!
Tom estaba ya desamarrando un caballo. En aquel momento un vaquero llegaba ya corriendo por el centro de la calle.
—¡Eh! ¡Ese animal es mío! ¡Si lo toca le abraso!
Los gritos, en lugar de hacer reflexionar a Tom, aumentaron su terror. Era ya como un pobre perseguido y al que toda la chiquillería acosa. No sabía ya dónde estaba el bien ni dónde estaba el mal. No se daba cuenta de que estaba robando un caballo y de que eso podía significar la horca en determinados casos, según qué clase de jurado se reuniera para juzgarle. Sólo pensaba en huir, huir.
De un salto montó sobre el caballo, cuando este estuvo libre. Se produjeron dos disparos, uno viniendo de Doyle y otro, del vaquero. Las balas silbaron junto a las orejas del animal, que se enloqueció también lanzándose a un rabioso galope.
Doyle, rabioso al ver que fallaba su disparo, creyó que estaba en ridículo por no saber detener a un hombre que huía. El orgullo, que siempre le había dominado, llegó a convertirle en una especie de loco furioso.
—¡Te mataré! —gritó mientras Donald huía—. ¡Te mataré aunque tenga que perseguirte hasta el fondo del desierto!
El vaquero, junto a él aulló:
—¡Ese caballo te costará ir a la horca!
Las frases llegaron con absoluta perfección a oídos de Tom Donald, aumentando su pánico. La idea de huir llegó a convertirse en la más obsesionante de su vida.
Huir al desierto, enterrarse en cualquier lugar.
El vaquero a quien había robado el caballo tenía ganas de iniciar una persecución. Estaba seguro de que el fugitivo, llevando la dirección que llevaba, no podría ir muy lejos.
Pero Doyle sí que quería perseguirlo. Doyle estaba ciego de ira por lo que consideraba un fracaso, y se apresuró a correr hacia la más cercana cuadra pública para que le dieran un caballo.
—¡Llegaré hasta donde sea! —gritó—. ¡Le destrozaré con mis puños!
Corría por el centro de la calle. De pronto una especie de mole se interpuso ante el.
—¿A quién vas a destrozar, muchacho?
Doyle alzó la cabeza. Sudoroso, jadeante y lleno de rabia, su primer impulso fue dar un empujón al intruso y seguir adelante, pero al fijarse bien en el tipo que le cortaba el paso tuvo que desistir.
Aquella mole humana correspondía a un tipo alto, muy grueso, pomposamente vestido y con una gran cadena de oro cruzándole el voluminoso abdomen.
Doyle le conocía bien.
Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, uno de los más respetados dé Carson City, y se llamaba Orson.
—¿A quién vas a destrozar? —repitió.
—A un maldito renegado, un fulano que se cree que se puede desobedecer impunemente a Doyle.
—¿Desobedecerte? Tú no eres ninguna autoridad, muchacho.
—Para ese tipo, sí.
—Ya lo he visto. Se trataba de Tom Donald. Un buena fe, un hombre del que todos se aprovechan.
—¡Basta de charla y déjeme pasar!
—Calma, calma, pequeño. Cuando Orson pregunta hay que contestarle. ¿De quién ha partido la idea de la broma?
Doyle rechinó los dientes.
Con gusto hubiera pegado un par de directos al estómago de aquel tipo, pero no podía. Orson era socio de Harper, y estaba considerado como uno de los hombres más ricos de la ciudad. Además, prestaba dinero de vez en cuando, y Doyle, joven vicioso y que nunca tenía bastante, le adeudaba más de once mil dólares.
Le convenía, por tanto, estar a bien con él, por que si Orson exigía la deuda y el padre de Doyle se enteraba, lo menos que haría sería desheredarle y enviarle a trabajar a un rancho.
Por eso Doyle improvisó una forzada sonrisa de conejo y dijo con amabilidad:
—Ese tipo se me va a escapar. Le ruego que me deje libre el paso.
—¿Has sido tú el inventor de esa broma?
—Sí.
Orson apretó los labios.
—Pues eres un miserable.
—¡Oiga…!
Orson le sujetó por las solapas y sin aparentar esfuerzo lo elevó dos pies sobre el suelo.
—¿Algún comentario, amiguito?
¡Diablos! Doyle nunca hubiera sospechado que Orson tuviera tanta fuerza. ¡Aquel tipo era un demonio!
—No… —balbució—. Asunto resuelto.
—Debería darte vergüenza abusar de la buena fe de ese muchacho.
—Ha sido una broma inocente.
—Te he visto disparar con tu revólver, y esas cosas nunca son inocentes, amigo.
—Está bien; espero que no informe usted a mi padre.
—Tu padre lo sabrá todo cuando regrese de su viaje a Sacramento, pero no será por mí. Los comentarios de la gente le advertirán.
—¡Pues entonces ese condenado Tom Donald lo pagará con la vida!
—Y a ti te costará once mil dólares al contado.
—Después de liquidar a ese imbécil le pagaré mi deuda con mucho gusto.
—Puede que te obligue a pagarla antes, Doyle. He tenido mucha paciencia ya contigo, y veo que esto va a terminar en una interesante conversación entre tu padre y yo. Ahora lárgate. Pero recuerda que lo único que mereces por tu conducta es un salivazo en plena cara.
Doyle se desasió.
—¿Ahora puedo largarme? Cuando ese tipo me ha tomado ya demasiada ventaja, ¿verdad?
—Si eres tan buen jinete aún le alcanzarás.
—Lo único que Tom sabe hacer es montar a caballo. En terreno liso y de noche no habrá quien dé con él, pero eso es lo de menos. ¡Ya le alcanzaré! ¡Tendrá que volver a Carson City o iré yo a buscarle al fondo del desierto si antes no se lo han comido los buitres!
Orson hizo una mueca de desprecio, apartó a Doyle como quien aparta a un perro y siguió su camino, ocupando él solo el centro de la calle, igual que un rey.
Doyle lanzó una imprecación en voz baja y se dirigió a donde le aguardaban sus dos amigos.
—Esto no quedará así —masculló.
—No te preocupes. Él mismo, al huir, se ha condenado. Habrá una denuncia contra él por cuatrero, pero además… ¿a dónde va a ir con esas ropas y sin comida? Lo más fácil es que el desierto lo devore y dentro de unos meses encontremos sus huesos afilados por el pico de los buitres.
* * *
Tom Donald se dio cuenta al amanecer, cuando concedió un largo descanso a su caballo: no tenía armas ni víveres, no conocía apenas el desierto y no podía volver a Carson City. En otras palabras: era un condenado que está ya al pie de la horca.
El hambre le atormentaba, y decidió entonces registrar bien la pequeña bolsa que colgaba de la silla del caballo. Confiaba encontrar allí algún arma que le permitiera cazar, aunque el desierto solo era sobrevolado por unos cuantos pajarracos. Pero lo que encontró fue mucho más satisfactorio.
El vaquero dueño del caballo tenía en aquella bolsa un poco de pan y unos arenques, restos tal vez de un desayuno. Tom los consumió y se sintió más confortado, aunque pronto empezó a atormentarle la sed. Y en el desierto era imposible encontrar una gota de agua…
Recordó entonces lo que le habían dicho acerca del rancho comprado por Harper en mitad de la espantosa llanura. Si lograse llegar hasta él… Allí había agua y contaría con la protección de unos buenos amigos. Sólo con que le dejasen explicarles lo sucedido ya habría bastante.
Comprendiendo que el caballo moriría si continuaba con él, puesto que no podía contar con hierba ni con agua, le dio una palmada y el animal regresó cansinamente a Carson City. De este modo, al verlo llegar, creerían todos que él había muerto y dejarían de perseguirle.
Se puso a caminar a pie, siempre en la dirección aproximada en que calculaba encontrar el rancho de Harper.
Durante veinticuatro horas anduvo sin descanso, guiado por la desesperación hasta que al amanecer cayó extenuado en el fondo de una vaguada, oyendo ya a lo lejos el siniestro aletear de los buitres que empezaban a trazar círculos sobre él.
No supo cuánto tiempo había estado sin conocimiento, si un día o una sola hora.
Cuando recuperó la noción de sí mismo, el sol ya estaba en declive, y entonces se dio cuenta del mucho tiempo que había permanecido allí. Reunió sus fuerzas e intentó salir.
Pero el rumor de un grupo de caballos que se acercaban le hizo ponerse instantáneamente en guardia, hundiéndose otra vez en el fondo de la vaguada.
Desde allí, espió.
Los que se acercaban eran seis caballos, en uno de los cuales montaban dos personas: un hombre y una mujer. Esta iba montada delante y se estremecía a intervalos, cada vez que el hombre intentaba acariciarla.
Cuando estuvieron más cerca, Tom Donald reconoció al tipo que llevaba prisionera a la chica.
Era Colman, un pistolero sin entrañas a quien habían estado a punto de colgar en Carson City, logrando huir casi en el último momento.
Y los otros, sin duda, formaban su banda.
Todos menos uno, que iba atado a la silla y se estremecía cada vez que Colman hacía un movimiento hacia la muchacha.
Sus voces, en la calma absoluta del desierto, llegaron hasta Tom con nitidez.
—Si vuelves a mover la mano, te mataré. ¡Juro que te mataré! —decía el hombre atado a la silla.
—¡Ah! Pero ¿todavía tienes agallas?
—Mientras yo conserve la mano derecha tu vida corre peligro, Colman. ¡Sólo necesitare un revolver y una décima de segundo para enviarte al infierno!
—¿Y crees que vas a conservar la mano derecha durante mucho tiempo?
—El suficiente para matarte.
La voz de la muchacha imploró:
—Déjalo, Peter; no te comprometas más por mí. No provoques más a esta fiera sanguinaria.
—Sí que tienes buena opinión de mí, nena —rio Colman.
—Basta mirarte a los ojos para saber lo que eres.
—Y a ti basta mirarte a la cara para saberlo también, preciosa… ¡un angelito!
Peter Halloran iba a gritar algo cuando uno de los pistoleros gruñó:
—No hacemos más que dar vueltas y vueltas, jefe. Los caballos están reventados y parece que no vamos a ninguna parte.
—Pues vamos a una.
—¿Sí? No lo parece.
—¿Es que quieres dejar huellas que lleven directamente a un sitio, imbécil? Es posible que alguna patrulla nos siga desde Little Sun, y hay que desorientarla completamente. Por eso hemos estado jugando a dar vueltas sobre la arena, descansando de día y avanzando de noche. Nadie nos ha seguido, ¿verdad? ¡Pues es ahora cuando podemos considerarnos completamente libres!
El pistolero que había hablado se mordió el labio inferior.
—¿Y cuándo vamos a ir a aquel rancho, jefe? —preguntó después de un breve silencio.
—Ahora.
—Pues no estamos lejos. Llegaremos al amanecer.
—Quiero acampar a cierta distancia, para que no nos vean. Detrás de las rocas donde nos ocultamos la otra vez, por ejemplo. Y cuando la oscuridad comience iniciaremos el ataque. No habrá luna, y durante el día habremos tenido oportunidad de estudiar el terreno.
—¡Magnífico! ¡Allí vamos a encontrar oro para ser ricos durante toda nuestra vida!
—Y una vez liquidados los guardianes, será aquel un lugar tranquilo para gozar del amor de este angelito.
Al hablar, Colman miraba cínicamente a Lorna. Esta hundió la cabeza sobre el pecho y se puso a llorar, impotente para moverse. Su hermano Peter Halloran lanzó un verdadero rugido.
—¡No te arriesgues a tocarle un pelo, cerdo! ¡Porque mientras yo conserve la mano derecha tu vida correrá peligro!
Colman se volvió para mirarle con rabia.
—¡Ya me estoy cansando de oírte hablar de tu mano derecha! ¡Maldita seas! ¡No volverás a manejarla más!
Arrojó a Lorna a tierra, como el que tira un fardo, y ya con las manos libres desenfundó su cuchillo «Bowie».
Lorna, desde el suelo, estremecida de dolor, suplicó:
—¡No!… ¡Haré lo que quieras!… ¡No toques a Peter…! ¡Nooo!
Pero Colman acercó su caballo, rechinando dientes. Sus ojos tenían una mirada demoniaca.
Peter Halloran no pestañeaba.
—¡Nooo…! —gritó Lorna.
Colman movió el Cuchillo.
El grito desgarrador de Lorna vino a unirse al aullido de Peter Halloran, que perdió el sentido mientras la arena del desierto empezaba a mojarse con gotas de sangre…