CAPÍTULO VIII

TRAS LAS HUELLAS

Por la ventana se filtraba la primera luz incierta del amanecer. Era una luz tristona y gris, como la que uno piensa que debe entrar por las rendijas de las tumbas.

Larry, desde su lugar junto a la puerta, vio llegar aquel resplandor con una leve expresión de angustia.

Llevaba horas intentando librarse de sus ligaduras. Y a él mismo le parecía increíble no haberlo conseguido aún.

Desde que Colman y sus hombres marcharon, llevándose con ellos a Lorna y a su hermano Peter Halloran, Larry había estado intentando librarse de sus ligaduras, sabiendo que de ello dependía su propia vida.

Al principio todo le había parecido muy sencillo.

Ponerse en pie, cosa nada complicada, puesto que tenía los pies libres. Acercarse a la sierra que colgaba de una puerta y que ya antes había visto cuando intentó saltar sobre Lorna. Y luego ir aserrando poco a poco las ligaduras con los dientes de la herramienta.

Pero éstos estaban de tal modo torcidos y abollados que resultaba imposible cortar los bien trenzados nudos. Ni con diez horas de trabajo lo hubiese conseguido. Y el agente del sheriff, el que había estado esperando en Little Sun, podía llegar de un momento a otro…

Buscó entonces un cuchillo en la pequeña cocina del rancho, pero el armario donde sin duda se encontraban éstos se hallaba cerrado con llave, y las llaves no aparecían por parte alguna.

Todo estaba tan ordenado, tan limpio, que no aparecía ningún objeto dejado por descuido fuera de su sitio. Y mucho menos un cuchillo.

Maldiciendo en voz baja, Larry tuvo que descerrajar el armario, cosa nada fácil llevando las manos atadas a la espalda. En esto consumió un tiempo precioso, pensando que lo tenía todo perdido cada vez que creía oír el galope de un caballo en la lejanía.

Al fin logró descerrajar el armario, y entonces, a tientas, buscó un cuchillo de filo bien cortante.

Tampoco resultó sencillo manejarlo de forma que pudiera cortar las ligaduras, porque los nudos estaban trenzados con una perfección diabólica. Pero al fin lo consiguió. Y estaba a punto de librarse del todo junto a la puerta de la casa, cuando empezó a amanecer y oyó con perfecta claridad el galope de aquel caballo.

Era uno solo.

Los ojos de Larry escrutaron la lechosa claridad, buscando distinguir a su nuevo enemigo.

Lo vio al fin a unas doscientas yardas, galopando hacia el rancho.

Usaba sombrero blanco, algo le brillaba en el pecho y llevaba un rifle cruzado sobre la silla.

¡El agente del sheriff, el que ya se había cansado después de tanto esperar en Little Sun!

¡Un tipo que dispararía sin preguntar en cuanto viese el cadáver de su jefe!

Larry contempló, casi a sus pies, el cuerpo caído del sheriff. Una gran mancha de sangre pegajosa se había ya extendido alrededor suyo. Varias moscas gordas como arañas gozaban con el repulsivo festín, posándose golosas en los bordes de la herida.

El agente estaba ya sólo a unas cien yardas. A cincuenta…

Veía brillar claramente su chapa a la luz incierta del amanecer.

Ahora Larry ya no podía salir sin ser visto, y mucho menos huir, porque no disponía de armas ni de caballo.

¡Necesitaba cortar las ligaduras inmediatamente o moriría atado como una res!

Pero la perfección de los nudos era diabólica. Cortaba uno y surgía otro detrás, como si aquellas ligaduras no terminasen nunca. Hizo al fin un violento esfuerzo, segando cuerdas y piel, y al fin sus muñecas quedaron libres mientras de ellas brotaba un chorro de sangre.

Era hora.

El alguacil estaba ya apeándose frente al porche de la casa. Olfateó el aire con suspicacia, como si oliera a muerte, y dejó el rifle en el arzón para desenfundar su revólver. Larry vio sus ojos negros a través de la ventana y comprendió que aquel hombre estaba asustado y que tiraría a matar.

La puerta fue abierta de un puntapié.

Lo primero que el alguacil vio fue el cadáver sheriff. Estuvo a punto de tropezar y caer sobre el, tan cerca se encontraba de la puerta. Lanzó un grito y amartilló su revólver con un movimiento instantáneo.

Larry saltó sobre él, surgiendo de las sombra.

Sus dos manos volaron hacia el revólver que sujetaron como dos garfios de hierro. Inmediatamente el alguacil sintió que le doblaban el brazo, gritó de dolor y fue volteado espectacularmente, por encima de la cabeza de Larry.

Pudo disparar, pero la bala se perdió en el vacío. Inmediatamente después, cayó rodando por el suelo sin soltar el arma. Larry le puso un pie sobre muñeca y apretó salvajemente.

Lanzando un grito de dolor, el alguacil tuvo que soltar el «Colt», aunque intentó recuperarlo en seguida dando una vuelta completa sobre sí mismo.

Larry lo alejó de un puntapié, enviándolo casi sin sentido hasta el otro lado de la habitación.

Antes de que el alguacil se recuperara, sujetó el revólver por el cañón y le propinó dos culatazos en la nuca, dejándolo sin sentido.

Un minuto después lo había atado concienzudamente, empleando las mismas cuerdas de las que acababa de librarse, aunque a causa de los cortes los nudos no pudieron ser tan perfectos.

Hecho esto se limpio las muñecas con agua extraída con la bomba y esperó unos minutos a que la sangre volviera a circular normalmente.

En esto el alguacil volvió en sí.

Lo primero que hizo fue lanzar una imprecación al verse vencido y con las manos atadas.

Sus ojos cargados de fiebre miraron a Larry.

—Tú eres Larry Percival —jadeó—. Te he reconocido. ¡Tú eres Larry Percival y no tendrás escapatoria ni aunque te escondas en el mismo infierno!

—Creo que te equivocas, amigo.

—¿Cómo vas a evitar que te denuncie? ¿Vas a matarme?

El «Colt» rebrillaba en la mano derecha de Percival.

Los ojos del agente brillaron con una luz nueva, una luz de miedo. De pronto se dio cuenta de que Larry sólo necesitaba una fracción de segundo para apretar el gatillo. Y de que saldría ganando con ello, puesto que en cierto modo garantizaba así su impunidad.

—Tú has matado al sheriff —jadeó el alguacil desde el suelo—. No te importa demasiado matarme a mí.

—Yo no he disparado contra tu jefe.

—¿No? Tiene gracia… ¿Es que pretendes dártelas de buen chico antes de cerrarme la boca con un balazo?

—No pretendo nada, pero no me gusta cargar con el mochuelo de otros. Cuando mataron a tu jefe, tenía las manos atadas.

El agente sólo necesitó mirar las muñecas sangrantes de Larry para convencerse de que éste decía la verdad. Pero aun así la situación no cambiaba demasiado.

—Todo sigue igual —dijo el alguacil con rencor—. Un sheriff más o menos en tu cuenta no importa puesto que ya mataste a uno. Igualmente serás ahorcado en cuanto te echen la mano encima.

—Pero pueden no echármela.

—¿Olvidas que yo puedo organizar una patrulla en cuanto salga de aquí, y buscarte con ella hasta el mismo infierno?

—¿Y olvidas que yo puedo matarte y que después de eso nadie podrá seguir mi pista?

El agente no lo había olvidado. Sabía que lógicamente, aquella situación tenía que terminar con una bala entre sus cejas. No había otra alternativa para Larry.

Pero este no hizo el disparo.

—Está bien —dijo, al cabo de unos instantes reflexión—. Me llevare tu caballo y tus armas, será todo.

—¿Y crees que vas a poder llegar muy lejos?

—¿Sabes que eres muy valiente? —gruñó Larry—. Pareces querer recordarme que sólo me salvaré si te clavo una bala entre las cejas.

—Eso no necesito recordártelo. Lo sabes mejor que yo.

Larry entornó los párpados. Claro que lo sabía. Enviar a aquel hombre al diablo y huir sería lo más sencillo del mundo. Le habían visto en Little Sun, cierto, pero nadie sabía que además había estado en «Rancho Diamond». O mejor dicho, lo sabían Lorna y Peter Halloran, pero esos no contaban, así como tampoco los de la banda de Colman. Nadie podría acusarle de aquel crimen ni explicar en qué dirección había huido, que era lo fundamental.

Larry apretó los labios.

—Yo no mato a hombres que tienen las manos atadas —dijo al fin.

—Haces mal, Larry Percival. Porque yo te mataré a ti.

—Bueno es para un hombre saber quién va a ser su verdugo. ¿Cómo te llamas, polizonte?

—Buchanan.

—Muy bien, Buchanan; de momento te quedas sin caballo y sin armas. Espero que para compensarlo te nombren sheriff del condado algún día.

—Seguro que voy a ser el sustituto, o mejor dicho, el sucesor de Whitmore —señaló al muerto con el mentón—, en cuanto se descubra que éste es ya un cadáver. Y puede que te importe saber que te perseguiré como se persigue a un perro rabioso. Y que no tendré en cuenta que hoy no has querido matarme cuando nos volvamos a encontrar.

—Entonces date prisa, Buchanan.

Larry se ciñó las propias fundas del sheriff muerto, revisó las armas y se las guardó, arrojando a continuación el revólver de Buchanan dentro de un cubo de agua. Hecho esto, se dirigió hacia la puerta.

—Buena suerte —dijo.

—Tú vas a necesitarla mucho más que yo, perro.

—Guau, guau… —hizo Larry.

Y salió al porche, junto al cual caracoleaba impaciente el caballo. Lo tranquilizó con unas caricias en el cuello y pudo montarlo al fin, encaminándose hacia el Este, para desorientar al alguacil Buchanan.

Pero sabía de sobra que no iba a conseguirlo.

Buchanan conocía bien el terreno, hacia el Este no se encontraban más que millas y millas de llanura sin ninguna ciudad importante. Todo eran villorrios donde un fugitivo tenía que llamar la atención por fuerza. Y en cambio hacia el Oeste estaba la importante Carson City, en la que cualquiera podía ocultarse.

Pero antes, mucho antes de llegar a Carson City, se encontraba el desierto.

Larry sabía bien que una patrulla enviada en su busca podía dar con él y acorralarle. Y bastaría que Buchanan reuniera a cuatro hombres para no tener escapatoria.

«No creo que junte a más de cuatro o cinco individuos —pensó Larry—, pero ya serán suficientes».

Y entonces comprendió que no tenía más que una solución.

Si se agregaba al grupo de Colman, al menos hasta llegar a Carson City, Buchanan y los voluntarios que pudiera reunir no se atreverían a atacarles. Serían demasiados para ellos solos, sobre todo en el desierto, donde no cabe la sorpresa. Y tendría que morderse los puños de rabia viendo cómo se le escapaba la presa.

Larry Percival resolvió, pues, ir en busca del grupo de Colman, que le llevaba unas horas de ventaja.

El recuerdo de Lorna jugó también mucho en esta decisión, pero Larry no quiso confesárselo.

Encontró las huellas de los pistoleros de Colman y al cabo de una hora había empezado a seguirlas con la astucia y la paciencia de un guerrero comanche.