EL HOMBRE DE CARSON CITY
Mientras Colman y sus pistoleros se disponían a regresar al que ellos llamaban «El rancho del ataúd», llevando consigo a Peter Halloran y a su hermana Lorna, en la lejana ciudad de Carson City, al otro lado del desierto, se preparaba un acontecimiento que al parecer no tenía importancia, pero que iba a estar estrechamente ligado con los acontecimientos.
Sucedía sencillamente que tres hombres aburridos estaban bebiendo en un saloon.
Llevaban varias horas allí, y el calor pegajoso que hacía aquella tarde les había ido alterando los nervios. En el saloon, a aquella hora, zumbaban centenares de moscas. No actuaban bailarinas y nadie hacía funcionar la pianola. Era un verdadero asco.
Aquello parecía el cuarto donde se vela a un muerto, en lugar de una casa de bebidas.
Hasta el licor sabía mal aquella tarde.
Y los tres hombres estaban aburridos, no deseando abandonar su mesa porque ésta se hallaba colocada muy cerca del escenario, y aquella noche iba a actuar una artista nueva que, según aseguraban, tenía las piernas más bonitas del Oeste.
Los tres hombres tenían gran interés en averiguar si eso era verdad, y ya se sabe que esas cosas sólo pueden comprobarse si uno está muy cerca.
Tal era la causa de que no abandonaran la mesa, por la cual habría puñetazos aquella misma noche.
Pero las horas se hacían insoportables, y aún parecía faltar una eternidad para que comenzase el espectáculo.
Uno dijo:
—Si esto sigue así, voy a tener que entretenerme contando las moscas.
—Más te valdría contar las pulgas que llevas en la camisa.
—Oye, tú…
—Nada, hombre, ya sabemos que eres un tipo elegante y limpio.
En realidad, los tres lo eran. De lo más elegante limpio que corría por Carson City.
Rondarían por los veinticinco años, y no habían trabajado en toda su vida. Hijos de prósperos comerciantes de la localidad, consideraban horrible encallecerse las manos en cualquier clase de labor, y lo único que sabían hacer era vestir bien, hablar de las piernas de las mujeres y manejar el revólver.
Normalmente, siempre estaban deseando gastar bromas, y su vida era de lo más divertido que se puede soñar.
Pero esta tarde estaban aburridos, y habían empezado ya a maldecir en voz alta.
Por fin uno de ellos encontró un tema de conversación agradable.
—¿Sabéis que Harper se ha largado de la ciudad?
—¿Harper? Sí, ya me ha llamado la atención no verlo últimamente. ¿Por qué se ha ido?
—No lo sé con exactitud, pero supongo que se debe a otra manía de las suyas.
—¿Algo de sus colecciones?
—Seguro.
Otro intervino:
—¿Es verdad que ha comprado un rancho aislado en el interior del desierto, un rancho que apenas tiene agua para lavarse la cara, y que piensa guardar allí parte de sus colecciones?
—No lo sé, porque con ese loco nunca se sabe nada con certeza. Pero lo que si es seguro es que los objetos raros de las colecciones ya no le cabían en casa.
—¿Y su hija? ¿Ha marchado con él?
—¡Qué remedio!
—Imagino que la pobre muchacha lo habrá sentido. Estaba bastante interesada por ese imbécil de Tom Donald.
—Y él por ella. Anda loco. Si le dicen que se coma un revólver por darle gusto, lo hace.
—Pero estoy convencido de que es la única persona en Carson City que aún no se ha enterado de la marcha de Gladys.
—Siempre es el último en enterarse de todo. No he visto un tipo igual. Es ideal para gastarle bromas.
Y en ese momento, como si aquellas palabras fueran un conjuro, alguien más apareció en la puerta del semidesierto saloon.
Uno de los tres que estaban sentados a la mesa advirtió a los otros:
—¡Eh, mirad!
Tres pares de ojos se volvieron hacia los batientes.
—¡Es Tom Donald!
—¡Diablos!
—¡Hazle señas para que se acerque!
Pero el recién llegado ya les había visto, y se acercaba a ellos sonriendo con una sonrisa cándida.
Era un hombre joven, aunque un poco más que los tres que estaban ya sentados. Debía tener unos veinticuatro años.
Alto y un poco cargado de espaldas, su figura debía resultar poco tranquilizadora por la noche, si no se le veía la cara. Pero su rostro simpático, franco y hasta un poco bobalicón, bastaba para disipar todos los recelos.
Iba muy bien vestido, como correspondía a un joven de posición acomodada, aunque éste, a diferencia de los otros, trabajaba un poco.
Su padre era dueño de la mejor funeraria de la ciudad, y Tom Donald visitaba a los familiares de difuntos antes del entierro para hacerles propaganda de tal o cual ataúd, o de tal o cual formula de embalsamiento. Pero él jamás había puesto las manos sobre un cadáver porque le daban horror.
Su extraño oficio y sus continuos despistes —a veces había un muerto en una casa y él iba a hacer la visita a otra, con su catálogo de ataúdes—, eran motivo de incesantes bromas por parte de todos los que lo conocían.
Esta fue la causa de que ahora los tres hombres que estaban sentados a la mesa se las prometieran muy felices al verle avanzar hacia ellos.
—¿Qué hay, Tom?
—¿Cómo van los negocios?
—¡Alegra esa cara, hombre!
Tom Donald susurro:
—Es que para presentarse en las casas donde hay un difunto hace falta tener una cara así.
—¿Te lo aconseja tu padre?
—Mi padre siempre tiene razón.
—Claro, hombre, claro… ¿Y qué dice él de tu próxima boda con Gladys Harper?
Los ojos de Tom brillaron ilusionados.
—¿Es que hay algo decidido? ¿Sabéis alguna cosa?
—Eso tendrías que saberlo tú, hombre, no nosotros. ¡Vaya novio que estás hecho, diablos!
—Anda, siéntate.
—Con vuestro permiso.
—¿Qué quieres tomar?
—Ya sabéis que nunca bebo.
—Es que te conviene estar preparado para lo de esta noche. Tienes que estar un poquito alegre.
—¿Y qué pasa esta noche? —preguntó Tom Donald con los ojos ingenuamente abiertos.
Doyle, el que acababa de hablar, dio un suave golpecito con el pie, por debajo de la mesa, a las piernas de sus compañeros.
—Casi nada —continuó—. Pero ¿qué estoy diciendo? No me digas que no lo sabes ya.
—No lo sé, Doyle, no lo sé. ¡Habla!
—Te estás burlando de nosotros.
—¿Burlarme yo? —preguntó Donald, llevándose la mano al pecho, como si le hubieran acusado de un crimen.
—Jura que no sabes nada.
—Lo juro.
—Está bien, habrá que creerte. Resulta que Harper da esta noche una gran fiesta, a la cual asistirá, como es natural, su hija. Una fiesta de disfraces, un baile… ¡En el cual, según ha anunciado, habrá grandes sorpresas!
—Por ejemplo, el permiso para vuestras relaciones —dijo otro, intencionadamente.
—¿De verdad creéis eso? ¿Dónde lo habéis oído decir?
—En la ciudad no se habla de otra cosa.
—Pues en las visitas que he hecho no me han dicho nada…
—¡A ti qué te van a decir, si vas con un catálogo de ataúdes debajo del brazo! ¡Estarías perdido si no tuvieses amigos de verdad!
—Sí… De verdad que sí, chicos. Os lo agradezco.
El que había hablado primero, es decir Doyle, se repantigó en la silla.
—Pues organizan un gran baile de disfraces —continuó—. Seguramente habrás visto la casa cerrada, pero es que no quieren que nadie moleste mientras la decoran por dentro. Será algo grandioso, algo inolvidable.
—¡Y yo sin saber nada!
—Precisamente teníamos que darte el recado nosotros.
—¿Qué recado?
—El que nos dio Gladys para ti. Nos dijo que su padre no quería dar el brazo a torcer fácilmente y que no te invitaría de una forma oficial, pero que están deseando veros juntos. Que quería veros juntos para de este modo hacer ver que se resignaba ante lo inevitable, pero en realidad loco de alegría por haber cedido. Ya sabes cómo son esos viejos maniáticos. Quieren refunfuñar hasta el fin sólo por guardar las apariencias. En resumen: que tienes que ir.
—¡Pues claro que iré! ¡Oh, gracias, Doyle, gracias! ¡Sería capaz de cualquier cosa por ti! Si alguna vez… ¡si alguna vez necesitas un ataúd, te prometo hacerte rebaja!
—Bueno, hombre, no hace falta que me demuestres la gratitud de ese modo. Lo interesante es que vayas y te busques antes un buen disfraz. La fiesta empieza a las once, de modo que no tienes demasiado tiempo para perderlo. Hay que tener en cuenta muchos detalles.
Tom Donald se llevó un dedo a los labios, preocupado.
—Un disfraz, un disfraz… ¿Y de qué me disfrazo yo? Nunca he tenido imaginación para esas cosas.
—Precisamente por ello, Gladys me pidió que transmitiera lo que ella desea. Pretende ayudarte, pobre muchacha, y evitarte complicaciones. Ya me ha dicho qué clase de disfraz ha de ser el tuyo.
—¿Sí?
—Sí.
—¡Qué buena es!
—No lo sabes tú bien. Un cielo.
—Haría cualquier cosa por ella y por su amor. ¿De qué quiere que vaya disfrazado?
Doyle miró a los otros dos, guardó un instante de espectacular silencio y luego tragó aire para decir:
—De conde Drácula.
—¿De conde qué…?
—De conde Drácula, hombre. ¿No lo has oído nombrar?
—Creo que sí, pero no tengo idea de cómo podía ir vestido.
—Eso no es complicado. Yo lo sé bien, y la misma Gladys me hizo un boceto que recuerdo perfectamente. Verás, voy a dibujártelo. Y luego, en el mismo almacén de mi padre, compraremos las ropas.
—Pero ¿de veras podré tenerlo todo listo para las once?
—Claro que sí. Tú no te preocupes. Nosotros nos encargaremos de todo, y a las once de esta noche, cuando empiece el gran baile de gala en casa de los Harper, tú podrás presentarte allí y causar sensación, convertido en un auténtico conde Drácula.