DIEZ REVÓLVERES
Lorna, que sujetaba el rifle por el cañón —acababa de dar con él un culatazo a Larry—, lo hizo girar instantáneamente entre sus manos y apuntó hacia la huerta con una rapidez que hubiese envidiado el mejor gun-man.
Pero los que estaban en la puerta no eran mancos, ni mucho menos, y tenían ya las armas a punto.
Un disparo pareció brotar de la derecha, del más cercano de ellos, y la caja del rifle con que Loma apuntaba saltó hecha pedazos.
Con un movimiento reflejo, la muchacha apretó aun el gatillo, pero su gesto no sirvió de nada. O mejor dicho, solo sirvió para provocar las carcajadas de los recién llegados.
Lorna los miró con ojos entrecerrados, sin dar crédito aún a lo que estaba viendo.
Eran cinco hombres. Diez revólveres.
Venían cubiertos de polvo, lo que indicaba un largo viaje a través del desierto. Llevaban barba de varios días, y sus sonrisas eran como muecas siniestras.
—Está visto que eres un tesoro —dijo el que acababa de disparar.
Lorna lo miró entonces solamente a él, con atención, y una mueca de espantoso estupor apareció en su rostro.
—¡Colman!
—No te parece posible, ¿verdad?
—A ti… tenían que haberte ahorcado.
—Claro que sí, gracias a vosotros. Pero a Colman no ha nacido todavía quien le mate. Pude escapar de la prisión y reunirme otra vez con mi banda. Tenia ganas de vivir, preciosa. ¿No adivinas para qué?
Lorna no se atrevía a hablar. Estaba vencida, quizá por primera vez en su existencia. El rifle, convertido en un trasto inútil, cayó de sus manos pesadamente.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Colman.
—Ha ido… a Little Sun.
—Puede que sea verdad, pero si nos engañas resultará peor para ti, porque nos entretendremos más contigo.
Con un gesto seco ordenó a sus hombres que entraran del todo. El último de ellos cerró por completo puerta, de un taconazo. Para Lorna fue como si hubiera cerrado la tapa de su propia tumba.
Pero lo que más parecía alterarla no era la presencia de la muerte, sino el que cinco hombres la hubiesen cazado de una manera tan tonta, sin que ella se hubiera dado cuenta de su presencia hasta el último minuto.
—No os he oído llegar… —musitó—. No lo comprendo.
—Hemos dejado nuestros caballos a distancia, acercándonos con mucha precaución, porque creíamos que habría tiroteo —explicó Colman—. Pero ha sido una bonita sorpresa poder llegar hasta la puerta sin que nadie nos hiciera caso. Estabas muy preocupada con ese. ¿No?
Señalaba con el cañón a Larry Percival, en cuyo rostro habían aparecido nuevas líneas de sangre.
—Quería escapar —dijo Lorna, con un hilo de voz—. Y mi hermano me había encargado que no se moviese.
Colman miró a Larry con más detención. Luego volvió sus ojos relampagueantes hacia Lorna.
—¿Y quién es ese?
Antes de que la muchacha pudiera contestar, uno de los pistoleros señaló al caído.
—¡Jefe, yo conozco a este tipo! Desde la frontera hasta aquí, he visto pasquines con su cara en todas partes. Se llama Larry Percival. Es un gun-man reclamado por tres asesinatos.
—¿Larry Percival?
El nombre trajo inmediatos recuerdos a la mente de Colman. Miró al caído con más atención.
—Lo he oído nombrar —dijo—. En Carson City hablaban de él. Aseguraban que es un fulano que en un solo desafío mató a tres hombres.
—Sí, jefe, pero no le buscan por eso.
—¿Por qué, entonces?
Larry, desde el suelo, bostezó ligeramente y dijo:
—Por sinvergüenza.
—No te hagas el gracioso. Me dijeron que ofrecían cinco mil pavos por tu cabeza. Es una suma importante, y forzosamente has tenido que hacer algo sonado. ¿Por qué te reclaman?
—¡Bah! Por poca cosa. Maté al sheriff de Denver y a dos de sus alguaciles.
Hubo un silencio después de estas palabras, y los cinco hombres se miraron a los ojos con una extraña expresión. Para ninguno de ellos era una cosa nueva matar a un sheriff y mucho menos a un alguacil. Pero dicho de aquella manera…
—¿Qué te había hecho el sheriff de Denver? —preguntó Colman, rompiendo el silencio.
—Había hecho ahorcar a mis padres.
Otra vez hubo un momento de tensión, roto nuevamente por la voz ronca de Colman:
—Alguna razón tendría, ¿no?
—Ellos habían ocultado a un hombre herido que era enemigo mortal del sheriff y de los caciques que lo apoyaban. No les fue perdonado un hecho así; los ahorcaron inmediatamente.
—¿Sabes que hablas de eso con mucha tranquilidad?
—Es que yo soy un tipo tranquilo.
—¿Hasta cuando peleas?
—Al sheriff de Denver lo maté con una mano mientras con la otra encendía un cigarrillo.
Todos los pistoleros, menos Colman, lanzaron una carcajada. A Colman no le gustaba, encontrar un pistolero que pudiera ser considerado más rápido que él.
Pero tampoco quería adoptar una actitud hostil hacia aquel hombre mientras no supiera si le iba a ser útil o no.
—¿Y ahora has dejado que te capturara una mujer? —preguntó lentamente.
Lorna intervino por primera vez en la conversación.
—No le he capturado yo, sino Peter.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Ofrecían cinco mil dólares por su cabeza.
—El mismo negocio que hicisteis conmigo, ¿no?
—El mismo. Pero esta iba a ser la última vez.
—¡Ah! ¿Os largabais?
—Sí. Al Este.
—Iban a celebrar mis funerales en Nuera York —dijo Larry, calmosamente—. Son buenos chicos.
En aquel momento Lorna, quien había creído que los pistoleros estaban distraídos, se puso en movimiento.
De un salto, empleando todo el impulso de su cuerpo joven y elástico, llegó hasta la mesa que se hallaba en el centro de la pieza. Tiró velozmente del cajón central y puso la mano sobre el revólver ya amartillado que siempre descansaba allí para casos de emergencia.
Todos sus movimientos, ágiles y calculados, fueron una maravilla de precisión.
Pero no pudo levantar del todo el revólver. Justo cuando iba a ponerlo en línea de tiro, Colman disparó negligentemente a través de la funda y lo hizo saltar en pedazos de la mano derecha de Lorna, dibujando entre los dedos de ésta una delgada línea de sangre.
Lorna se inclinó hacia adelante, a punto de caer mientras lanzaba un gemido de dolor.
—¿Pensabas matarnos a los cinco? —rió Colman—. No te falta imaginación, muchacha. Ni cuerpo…
Se aproximó a ella con un veloz movimiento cazándola brutalmente, casi al vuelo, cuando Lorna intentaba escapar. De un rodillazo la proyectó contra la pared, y una vez la tuvo acorralada allí, la retorció entre sus brazos y la besó en el cuello mientras ella gemía desesperadamente.
Todos sus pistoleros guardaron un ominoso silencio, mirando la escena. Todos tenían los cuellos tiesos y las gargantas secas, apreciando los movimientos de tigresa de aquella mujer.
Larry también lo miraba todo.
Pero su expresión era distinta: aquella luz que había en sus ojos grises era siniestra, casi mortal, como la luz que hace brillar los ojos de las fieras cuando éstas se disponen a la acometida.
Sin embargo, no se movió. Era imposible saber lo que pasaba por su cabeza en estos momentos. Ante el brutal abrazo de Colman a Lorna, él permaneció mudo y quieto como una estatua.
Aquello duró apenas un minuto. Sin duda hubiese durado más, pero en aquel instante, uno de los pistoleros gruñó:
—Alguien se acerca.
Colman soltó inmediatamente a la muchacha. De un salto se acercó a la ventana, situándose junto al hombre que acababa de dar la noticia. Escrutó la llanura bañada por la luz lunar.
—Son dos hombres —dijo—. Vienen a galope.
Lorna lanzó un gemido al pensar que su hermano había llegado muy pronto. ¡Demasiado pronto!
—Podemos acribillarlos —dijo suavemente uno de los pistoleros—. Ni se darán cuenta de que caen. En este momento no están ni siquiera a doscientas yardas de aquí.
—Si se trata de Hallaran, prefiero que me lo dejéis —dijo Larry desde el suelo—. Tengo un asunto pendiente con él.
—Yo también —gruñó Colman—. Y me parece poca cosa resolverlo con un solo balazo.
Lorna, en ese momento, intentó gritar.
El que estaba junto a ella se dio cuenta a tiempo y la acalló brutalmente, poniéndole una mano sobre la boca. Lorna se retorció, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Ningún aviso pudo llegar a los dos jinetes que ha aproximaban velozmente.
Cuando estaban a unas cincuenta yardas, la luna arrancó un destello al que venía a la izquierda.
—Ese lleva algo sobre el pecho —dijo Colman—. ¡Es el sheriff!
—Viene a por mí —dijo Larry, con la misma calma de siempre—. No comprendo, para pagar cinco mil dólares, por qué se ha dado tanta prisa.
—¿De modo que lleva cinco mil dólares encima?
—Probablemente.
Los ojos de Colman brillaban. Y brillaban también, sudorosas, las facciones de sus pistoleros.
—¿Disparamos? —preguntó uno de ellos, junto a la ventana—. No tendrán escapatoria.
—No. Dejad que entren.
Casi en el mismo instante los dos jinetes llegaron junto al porche del rancho. Descabalgaron, ataron sus monturas a la barra muy sumariamente y se dirigieron hacia la puerta de la casa a paso de carga.
Halloran la abrió de un golpe.
—Lorna, ya hemos podido ve…
Cuando terminó la frase ya estaba dentro. El sheriff le seguía a un paso. Se dieron cuenta demasiado tarde de que estaban rodeados de enemigos. Y de que uno de estos enemigos era Colman…
Fue él quien disparó. Y la víctima elegida no resultó Halloran, sino el sheriff. El disparo de Colman, hecho con sangre fría y a matar, le atravesó el corazón certeramente. Sin un gemido, con la boca todavía abierta a causa del asombro, el sheriff cayó muerto.
Halloran intentó «sacar», pero era ya demasiado tarde. Los pistoleros que había a sus costados le apresaron los brazos y se los retorcieron salvajemente ante de que pudiera tocar las culatas. Halloran gimió de rabia mientras era desarmado y derribado al suelo.
—¡Soltadle! —gritó Colman.
Y apenas Halloran estuvo libre, pero de rodillas ante él, lo derribó por completo de un salvaje puntapié al mentón que le hizo retorcerse sobre las tablas lanzando aullidos de dolor.
—¡Esto no es nada, Halloran! —gritó Colman—. ¡No hemos hecho más que empezar a divertirnos!
Y le propinó un puntapié a los riñones que le hizo dar dos vueltas completas sobre sí mismo. Lorna, liberada al fin de la mano que la amordazaba, lanzo también un grito de horror.
—¡Cochino chivato! —bramó Colman, con los ojos inyectados en sangre—. ¡He atravesado el desierto solo para que llegara este momento! ¡Te haré pedazos aquí mismo! ¡Nadie reconocerá tu cadáver!
Un odio fanático parecía dirigir sus movimientos.
Pero se detuvo de repente, como si volviera a la realidad, cuando se dio cuenta de que sus hombres parecían aturdidos y nerviosos. Con voz furiosa rugió:
—¿Qué os pasa? ¿Es que tenéis miedo a este tipo? ¿No os gusta ver cómo lo aplasto?
—Es por el sheriff, jefe.
—¿Qué ocurre con él? ¿No está bien muerto?
—Precisamente, Colman —dijo otro—. Es seguro que al menos un alguacil está en Little Sun, y vendrá a buscarlo antes del alba. Conviene que huyamos sin dejar rastro y así no se organizará ninguna batida por el desierto. No es exceso de prudencia; es que no me gusta complicarme la vida.
—A mí tampoco —dijo Colman.
Hasta en sus momentos de furia sabía ser un hombre reflexivo, astuto, que aprovechaba siempre los momentos más favorables y no se dejaba llevar por los nervios.
—Quiero dedicar a Halloran el tiempo que se merece —dijo—, y aquí va a ser imposible. A su hermanita también vale la pena hacerle los honores. Nos largaremos todos al desierto, y si no dejamos pistas, nadie nos perseguirá.
Separó las mandíbulas y aulló de pronto:
—¡Arreando…!
Sus hombres se pusieron en movimiento frenéticamente. Uno corrió en busca de los caballos. Otros dos arrastraron a Lorna al exterior, y el cuarto empezó a atar a Halloran. Fue este último el que preguntó:
—¿Qué haremos con Larry Percival? ¿Lo desatamos?
—No —gruñó Colman—. ¿Para qué nos va a hacer falta? Déjale que se entienda él solito con el agente del sheriff. Nosotros tenemos ya bastante trabajo en aquel rancho perdido que vimos en mitad del desierto. El del ataúd…