CAPÍTULO IV

EL HOMBRE DE LAS MANOS MUERTAS

«Rancho Diamond» estaba al otro lado del desierto, justo en el lugar donde éste terminaba y empezaban unas tierras donde la hierba crecía tímidamente y donde era posible mantener sin esfuerzo unas cuantas vacas.

La gente de aquella zona ya no era minera, sino que buscaba su fortuna en la agricultura y la ganadería. Era, por tanto, gente más estable y aparentemente más pacífica.

Sólo aparentemente.

Aquella zona era lugar de paso para todos los forajidos que se dirigían a Carson City, y el sheriff del condado solía vigilar día y noche en espera de cazar alguna cabeza reclamada por la Ley. Casi siempre sin resultado, esa es la verdad.

A veces, cuando la recompensa era crecida, los habitantes del lugar le ayudaban. En cierto modo los forajidos podían ser un buen negocio.

«Rancho Diamond» era uno de los tres o cuatro —no más— que había en la zona donde el desierto terminaba, casi en el limite de las arenas.

De bonito sólo tenía el nombre. Como dependía de las lluvias, había años catastróficos, y cuando el ganado moría de hambre no quedaba dinero ni para comprar clavos con que asegurar los tablones de la casa durante las noches de viento. Sobre «Rancho Diamond» se habían cernido ya tres años de sequía, y en este momento la fortuna de su dueño no debía ascender ni siquiera a veinticinco dólares.

Caso de saber que cinco hombres venían en su busca, no hubiera podido comprar balas para recibirlos.

Pero Colman y sus pistoleros no pensaban ir directamente a «Rancho Diamond». Antes tenían que pasar por el pequeño poblado de Little, en donde podrían aprovisionarse y descansar unas horas. Porque si es cierto que los desiertos no tienen caminos también es verdad que casi todos los que caminan por ellos acaban parándose en los mismos sitios.

Y Little Sun era parada obligatoria después de los días infernales pasados sobre la arena.

La población tenía una sola calle, y aun ésta de sólo unas cien yardas de longitud nada más. Era una de esas ciudades que cada nuevo año de sequía se van despoblando, hasta ir quedando poco a poco casi desiertas.

No había saloon sino únicamente una cantina donde los licores eran infectos. Las mujeres escaseaban mucho más que el agua. Cada vez que el sheriff del condado se veía obligado a pasar dos noches allí maldecía su estrella.

Y sin embargo, Colman y sus hombres iban a pasar por Little Sun porque necesitaban descansar un poco y aprovisionarse antes del tiroteo que se avecinaba en «Rancho Diamond».

Pero la noche en que iban a llegar, y poco antes de que la luna recortara sus figuras en el horizonte, ocurrió en Little Sun una cosa a la que sus habitantes no estaban acostumbrados.

Lo que ocurrió fue que uno de los hombres más reclamados de todo el Territorio, Larry Percival, se paseó tranquilamente a lo largo de la calle principal de la población, con las manos quietas sobre las riendas y sin mirar sus revólveres una sola vez.

Fue Kimpton, el sepulturero, quien primero lo vio.

Estaba en el porche, limpiando su pala, cuando Larry pasó frente a él. Inmediatamente Kimpton parpadeo un par de veces, dejó su herramienta y penetró disimuladamente en el almacén de Korney.

—Oye, ¿has visto a ese jinete que acaba de pasar?

—Lo acabó de ver, Korney —estaba blanco como un papel—. Y espero que no se le ocurra entrar a llevarse nada de mi tienda.

—¿Entonces no estoy equivocado? ¿Tú también lo has reconocido?

—Claro que sí. Es Larry Percival.

Inmediatamente entró Bud, un ganadero.

—¿He visto lo mismo que vosotros, muchachos? O al revés: ¿habéis visto lo mismo que yo?

—Creo que sí. Y más vale que no enseñes los revólveres, Bud. Larry puede disparar contra ti si te ve armado.

Bud hizo un gesto y se desprendió de su cinto con más rapidez que si fuese un anillo de fuego.

—¡Diantre! Lo he reconocido porque el sheriff nos mostró un retrato suyo hace una semana. Nos dijo que se pagaban cinco mil machacantes por él. ¡Y que ese tipo se pasee así, tan lentamente, por una calle donde sabe que todos somos sus enemigos!

—Su caballo va a paso de tortuga, ¿eh?

—Yo diría que se va exhibiendo.

—¿Exhibiendo para qué?

—Pues para atraer la atención, imbécil. Luego cualquier compinche suyo atracará la casa de Still el prestamista. Y se llevará todo lo que haya en ella, mientras nosotros estamos aquí, embobados mirando a su jefe.

—Si queréis que os diga la verdad —gruñó el del almacén— a mí no me importa nada que se lleve lo que hay en casa del prestamista. Y si además se quieren llevar a él arrastrando de una cuerda, mejor.

—Pero lo que me extraña es la actitud del tipo, a pesar de lo que decís. Sabe que si alguien dispara con un rifle desde la oscuridad, puede cobrar cinco mil dólares por su cabeza. ¿Por qué esta paseando de ese modo? ¿Por qué se exhibe tanto?

—Fíate de las exhibiciones y fíate de los rifles disparando desde la oscuridad, imbécil. Ese tipo, Larry Percival, tiene las manos más rápidas que se han conocido en Nevada. Si alguien se dispone a hacer algo contra él, seguro que antes de un segundo le habrán clavado una bala entre las cejas.

—Dicen que en Elko mató a tres hombres en un solo desafío.

—Y que en Denver escapó de un edificio ardiendo y que estaba rodeado por más de veinte individuos.

—A ese tipo no hay quien le cace, desengañaos. Por eso se pasea con tanta seguridad.

Los tres hombres estaban ahora en la puerta, viendo alejarse el caballo de Larry Percival que seguía caminando con paso cansino e indolente, como si a su dueño no le importara llegar a ninguna parte.

—Mirad: está llegando al extremo de la calle.

—Va a esfumarse…

El sepulturero corrió hasta el fondo de la tienda, donde sabía que su dueño guardaba el rifle, y regresó inmediatamente con él, montándolo con un movimiento instantáneo.

—A ese tipo lo cazo yo. Lleva cinco mil dólares colgados del cuello y no voy a dejar que se me escapen.

Apuntó a la espalda del jinete, pero estaba tan nervioso que el cañón del rifle se movía como una hoja acariciada por el viento.

—No le acertarás nunca. Y si fallas y se vuelve nos matará a los tres.

—¡Dejadme! ¡Ese tipo es mío! ¡Yo quiero ser el hombre que ha matado a Larry Percival!

Logró serenarse. Su pulso se inmovilizó y el rifle quedó quieto. Pero en ese momento, cuando iba a disparar, Larry se volvió lentamente sobre la silla de su caballo. Debía haber oído las palabras, y sus ojos grises miraron fijamente hacia el punto exacto donde estaban los tres hombres.

No hizo ningún gesto. Ni un solo dedo se movió para tocar un revólver. Parecía como si tuviera las manos muertas.

Pero había en aquellos ojos algo diabólico, algo tan obsesionante que los tres hombres quedaron quietos, igual que hipnotizados, sin fuerzas ni para mover los párpados.

A pesar que Larry estaba a unas quince yardas captaron con toda su fuerza la intensidad diabólica de aquella mirada.

El sepulturero dejó caer poco a poco el rifle.

—Ese tipo matará a todo el que quiera… —jadeó—. Ese condenado hipnotiza a sus víctimas…

Larry se volvió otra vez sobre la silla, recobrando la posición normal, y, sin excitar a su caballo ni rozar las armas un solo instante, se perdió entre las sombras que llenaban el extremo final de la calle.

Una vez allí, ya sumido en una espesa penumbra siguió avanzando durante medio minuto.

Luego una voz dijo:

—Ya ha terminado el paseo, héroe.

Larry Percival detuvo su montura con un suave movimiento de riendas, y miró con indiferencia hacia el lugar de donde había brotado la voz. Una silueta saltó entonces silenciosamente desde el tejado de la última casa de la calle y flexionó las piernas al tomar contacto con tierra, desviando un poco el rifle con el que le había estado apuntando hasta entonces.

Ese fue el momento que se dispuso a aprovechar Larry, llevando rápidamente la mano derecha a la funda del mismo costado.

Pero no llegó a tocar la culata. En ese mismo instante otra voz le previno:

—Le estoy apuntando también, Percival. Y mi rifle es un automático de los que no acostumbran a fallar.

Larry se encogió de hombros imperceptiblemente dejando caer la mano derecha sobre un costado. Acababa de perder esa fracción de segundo que separa la vida de la muerte. Ahora el hombre del tejado ya había recobrado por completo el equilibrio y se acercaba a él paso a paso, con prudencia de tigre, manteniendo recta la caña de su rifle.

Larry sonrió secamente, pero en la penumbra su sonrisa apenas fue visible.

Su enemigo dijo:

—¿Esperabas este momento, eh? Esperabas a que saltara desde el tejado al suelo porque sabías que perdería el equilibrio unos instantes…

—¿Para qué voy a negarlo? Esa era mi oportunidad y pensaba aprovecharla.

—Pero ¿tan tonto me considerabas, Larry? Al fin de la calle yo contaba con ayuda. Alguien nos esperaba con un rifle cargado. Y tú te has detenido instantáneamente al oír su voz, ¿eh?…

—Sí, pero no ha sido por lo que tú imaginas. Me he quedado quieto porque era una voz de mujer.

En aquel instante, como si las palabras hubieran sido una llamarada, la figura femenina apareció entre las sombras.

Larry volvió la cabeza hacia ella.

—Vale la pena haberse quedado quieto —musitó.

La mujer no iba vestida de amazona, sino con ropas típicamente femeninas. Un vestido de falda amplia, pero de busto apretado, hacía destacar poderosamente los relieves superiores de su cuerpo. Y las caderas también se insinuaban bajo la tela, potentes y amplias. La mujer tenía los cabellos de un color rubio oscuro, los ojos azules y los labios gruesos rojos. Larry calculó que acabaría de cumplir los veinte años.

—Nunca había visto un hada con un rifle —dijo Larry—. Hasta ahora me habían explicado siempre que llevaban una varita.

—¡Menos conversación y baja del caballo! —gruñó el hombre—. La comedia ha terminado.

Larry, con las manos ligeramente alzadas para que viesen que nada iba a intentar, descendió.

Inmediatamente el hombre y la mujer se aproximaron más, sin dejar de encañonarle.

—¿Vais a entregarme ahora al sheriff? —preguntó Larry.

—De ningún modo. Haremos que el sheriff venga a buscarte a nuestro rancho.

—¡Ah! Pero ¿tenéis un rancho y todo?

—Menos palabras, Larry. A partir de ahora el cinismo no va a servirte de nada.

—¿Cómo se llama el sitio a donde me vais a llevar? Al menos puedo saber eso, ¿no?

—Todo condenado tiene derecho a que le digan dónde va a estar su tumba —gruñó el hombre—. El sitio al que vamos a conducirte ahora se llama «Rancho Diamond».

—Bonito nombre.

—No te gustará tanto cuando veas allí al sheriff.

Hablaban en voz baja, de tal modo que ninguna de sus palabras debía ser percibida más allá de la zona cubierta por las sombras. Y a Larry no le interesaba ser oído, pero por lo visto al hombre y la mujer que le habían apresado les interesaba menos aún que a él.

—¿Y cómo vais a conducirme hasta allí? No veo que llevéis caballos.

—Nosotros dos montaremos en el tuyo, y tú irás atado detrás.

Larry se encogió de hombros, sin una palabra de protesta.

Al fin y al cabo le habían cazado.

¿De qué serviría protestar?

El hombre dejó el rifle en el suelo indicando a la mujer que no descuidara la vigilancia, y con la misma cuerda que colgaba de la silla de Larry ató sólidamente a éste, dejando, un margen de cinco yardas para que pudiera ir detrás del caballo. Hecho esto, y como una última precaución casi innecesaria, le despojó de sus dos revólveres y de su cuchillo Bowie.

Luego él montó de un ágil salto y ayudó a la muchacha a montar en la grupa emprendiendo silenciosamente el camino hacia el norte. Previamente había recogido su rifle, y un instante después todo quedó en silencio. Nadie hubiera podido adivinar que allí acababa de ser capturado uno de los hombres más buscados de Nevada entera.

Larry permaneció en absoluto silencio hasta qué dejaron atrás la población, perdiéndose en la llanura. Luego surgió la luna y lo alumbró todo con su fulgor plateado. Larry vio mejor los relieves rotundos de la mujer, su belleza casi insultante que una vez vista dejaba una sensación extraña, igual que si llenase el universo entero.

—¿Cómo te llamas tú, campeón? —preguntó al hombre.

—¿Y a ti qué te importa?

—Si todos tenemos derecho a saber dónde esta nuestra tumba, supongo que tenemos también derecho a saber quién será nuestro verdugo.

—No te tomas mal la cosa, por lo que veo.

—Yo nunca me las tomo mal.

—Me llamo Halloran, Peter Halloran.

—Encantado de saber tu nombre, Peter.

—¿Es que quieres hacerte el simpático? Nada vas a conseguir, Larry. Te llevaremos a «Rancho Diamond» y estarás en poder del sheriff antes de veinticuatro horas. Supongo que para ahorrarse los peligros de trasladarte, te matará allí mismo.

—Simpático el sheriff, ¿eh?

—Nunca ha perdonado a un tipo como tú.

—De todos modos vamos a hacer un viaje muy agradable, Peter. Lo único que ocurre es que lo siento por ti.

Peter Halloran se volvió un poco, mirando hacia atrás por un costado de la mujer, que seguía quieta.

—¿Y por qué diablos lo has de sentir por mí, si es que puede saberse?

—Porque será el último viaje que hagas. En cuanto lleguemos a tu rancho te mataré.

Aquellas palabras, dichas por un hombre atado y acorralado, hubieran podido tomarse a broma. Pero nada era broma saliendo de los labios de Larry Percival. Su voz tenía un algo de profético y estremecedor que por unos segundos paralizó hasta la respiración de Peter Halloran.

Pero en seguida éste reaccionó, lanzando una brusca carcajada.

—¿Y cómo vas a matarme, Larry? ¿Es que puedes disparar sin revólveres y con las manos atadas?

—Ya tendré una oportunidad. Yo siempre estoy atento, Halloran. Y a lo largo de veinticuatro horas tendré una oportunidad de diez segundos que tú no habrás sabido adivinar.

—¿Es que me consideras un novato?

—No. De sobra se nota que no lo eres. Y tienes sangre fría, por lo que se ve. Cuando desde lo alto de un tejado me has amenazado a la entrada de la población y me has dicho que siguiera sin intentar nada, porque tú me apuntarías hasta el final de la calle, a través de la línea de tejados que son todos iguales, me he dado cuenta de que no eras un novato. Pero ¿por qué tanta precaución? ¿Por qué has hecho eso?

—Porque no quiero que nadie en Little Sun sepa que te he cazado yo. Y por la misma razón no te entrego al sheriff inmediatamente. Él vendrá a buscarte a «Rancho Diamond», me pagará la recompensa y todo quedará entre nosotros.

—Eso me parece muy bien, pero lo que no adivino es el motivo de tantas precauciones.

—¿No lo adivinas? Pues es fácil. Soy un hombre solo y cuando te hayan ahorcado no quiero que los de tu banda sepan a quién han de matar para vengarte.

Larry sonrió en la oscuridad.

—Yo no tengo banda, siempre he trabajado solo.

—No me lo harás creer. Se ha dicho que mandabas un grupo de varios hombres. Y basta ya de charla. Hay todavía seis millas desde aquí hasta Rancho Diamond.

—No me gusta insistir —dijo Larry—, pero tampoco me gusta que se diga que tengo una banda, si lo que temes es eso, puedes ahorrarte trabajo y entregarme ahora al sheriff. Nadie se vengará.

—Pretendes engañarme —dijo Halloran, con voz que denotaba un principio de nerviosismo.

—No, no es eso. Parecerá raro, pero he engañado a menos gente de lo que se cree. Lo digo para no tener que matarte. Sentiría mucho dejarla viuda a ella.

Señalaba con el mentón a la muchacha, que entonces se volvió por primera vez y le envolvió durante unos segundos en la mirada llameante de sus ojos.

Peter Halloran se volvió también.

—No temas, no la dejaré viuda. No es mi mujer, sino mi hermana Lorna.

—Lorna Halloran… Bonito nombre. Encantado de conocerla.

—Cállese —musitó ella con desprecio, dejando de mirarle.

—Si me sigues irritando daremos un galope con el caballo —amenazó Peter— y veremos entonces qué tal le sientan las piedras del camino. Más vale no pongas dificultades.

—No las he puesto ni las pondré hasta que llegue el momento de matarte, Peter.

—¿Otra vez? ¿Es que crees que no tomo mis precauciones? Te he reconocido en la llanura y he llegado a la población antes que tú, teniéndolo todo preparado para la sorpresa. Te has paseado por todo Little Sun sin que yo dejara de tenerte apuntado ni un solo segundo. Lorna estaba a punto también. ¿Y aún me consideras un novato de los que dan oportunidades a su enemigo?

—No. Ya se ve que esto no lo haces por primera vez.

—En efecto, ya capturé a otro tipo como tú, y me pagaron cuatro mil dólares.

—Bonita suma. ¿Quién era?

—Se llamaba Colman.

—¿Se llamaba? ¿Es que ha muerto?

Peter Halloran suspiró:

—¿Colman? Seguro que sí. A estas horas ya deben haberlo ahorcado en la prisión de Carson City.

Justamente en aquel momento, cinco jinetes, cubiertos de polvo, entraban en Little Sun.