CAPÍTULO III

VIAJEROS EN EL DESIERTO

El hombre, desde lo alto de la pequeña loma, contempló la llanura que se extendía a sus pies y dijo sencillamente:

—¡Qué asco!

Escupió de costado, con desprecio, y se volvió hacia sus hombres, que se inclinaban cansados sobre sus caballos cubiertos de polvo.

Eran cinco individuos en total, todos bien armados con revólveres y rifles y luciendo en sus costados cuchillos «Bowie» recién afilados.

Tenían aspecto de llevar muchos días viajando y estaban tan cubiertos de polvo como sus monturas, pero en sus ojos latía como una especie de maligna fiebre.

El jefe repitió:

—¡Qué asco! ¡Maldita tierra! ¿Y esto es Nevada?

—La riqueza de Nevada no está encima, sino debajo de la superficie, Colman —dijo sentenciosamente uno de sus hombres.

Colman se volvió.

—Pero nosotros no somos mineros, sino hombres de gatillo. Tengo ganas de volver a Kansas. ¡Aquella es buena tierra!

—Muy bien, Colman, pero de un modo u otro hemos de continuar. No encontraremos ya ninguna casa ni ningún pozo de agua hasta haber atravesado completamente el desierto. Más vale que no perdamos mucho tiempo aquí. La arena quema.

—Está bien; sigamos.

Excitaron a sus cansadas monturas y reemprendieron el camino. Durante una hora el sol fue todavía soportable, pero luego se convirtió en una tortura que castigaba sus espaldas y no les dejaba respirar. A mediodía, cuando tropezaron con otra pequeña cadena de colinas, ya no podían más. Les abrumaba además, la certidumbre de que no encontrarían ningún edificio habitado en muchas millas a la redonda.

Por eso, cuando treparon a la colina más alta Colman se llevó una mano a los ojos y gruñó:

—¿Qué es esto? ¿Una alucinación?

Los otros jinetes le siguieron, hasta situarse en el mismo punto desde donde el observaba.

—No lo entendemos. Parece increíble…

—Yo creo que se trata de un espejismo.

—No. Es un rancho…

—¿Un rancho aquí? Nos habían dicho en Carson City que no encontraríamos ningún lugar habitado después de dos horas de viajar por el desierto.

—Quizá esto se encontraba abandonado hasta hace poco, y alguien lo ha arreglado ahora.

—Debe ser eso. Porque es un rancho en el que aprecian magníficas reformas.

Desde lo alto de la colina donde se encontraban ahora se divisaba, efectivamente, un edificio levantado en mitad de la llanura desierta. Era un edificio de gran riqueza. Parecía un lugar a donde hubiese querido ir a vivir un loco pero desde luego un loco millonario.

Lo primero que se le ocurrió a Colman fue que aquella situación resultaba muy satisfactoria para él y para sus hombres.

—Aquí podremos apoderarnos del dinero y de más provisiones —dijo—. No nos costará ningún esfuerzo.

Los cuatro hombres que iban tras él se pasaron la lengua por los labios resecos.

—¡Quién iba a pensar que el desierto nos depararía esta oportunidad! —dijo uno de ellos con voz ronca—. Y a lo mejor hasta encontramos ahí una chica bonita.

—Si encontramos alguna no será para ti —dijo bruscamente Colman.

Se habían distraído un momento, hablando por anticipado del botín. De pronto uno de los jinetes dijo:

—No será para nadie, jefe.

—¿Por qué?

—Mire.

Varios hombres salían en este momento del rancho. Aunque estaban a gran distancia se adivinaba por sus movimientos que no eran viejos ni mucho menos. Además llevaba cada uno un rifle colgando del brazo derecho.

—Esto está muy bien protegido —dijo Colman apretando los puños—. No lo esperaba.

—Son ocho hombres, jefe. Y armados con rifles. En esta llanura pelada nos cazarían como a liebres en cuanto nos viesen avanzar.

—¡No necesito que me expliques lo que nos sucedería!

—Está bien, jefe; no he querido molestarle.

—¿Por qué habrán salido todos de repente? —preguntó Colman después de un momento de silencio—. No es fácil que nos hayan visto, y además no se dirigen hacia aquí sino hacia el sur.

—Parece como si hubieran salido a recibir a alguien. Pero ¿a quién, en esta maldita zona pelada?

De pronto uno de los jinetes señaló un punto en el horizonte.

—¡Mirad! ¡Allí!

Todos clavaron los ojos en aquel punto, que era un gran carruaje tirado por cuatro caballos, según pudieron ver instantes después. El vehículo avanzaba hacia el rancho a gran velocidad, y los ocho tipos de los rifles se aprestaban sin duda a recibirlo.

—¿No traerá oro? —gruñó Colman—. ¿No habrán querido esconder una fortuna precisamente aquí?

—Ocho tipos bien armados así parecen asegurarlo, jefe. Uno no contrata ocho gatillos para jugar con ellos al póker.

—Vamos a descabalgar y a colocarnos al abrigo de aquellas rocas. No nos han visto aún porque estaban distraídos con el carruaje, pero pueden vernos de un momento a otro. Y hay que observarlos.

Se cobijaron tras unas rocas, que quemaban como plomo derretido, en el momento en que el vehículo se detenía ante el rancho.

Los ocho guardianes lo rodearon, y uno de ellos abrió la portezuela de la derecha.

Del carruaje descendieron un hombre grueso, que a Colman le pareció ya bastante mayor, y una mujer que aun a aquella distancia le pareció joven y bonita.

—Un vehículo demasiado grande para dos viajeros solos —masculló entre dientes—. Esos transportan algo.

Pareció confirmar su suposición el hecho de que todos, menos la muchacha, rodearan el carruaje para abrir la portezuela posterior de éste, que sin duda daba a un departamento donde estaban los equipajes.

—¡Ahora veréis sacar cajas de oro! —gritó Colman excitado—. ¡Seguro que ahora veréis sacar cajas de oro!

Y en efecto, del vehículo fue sacada una caja.

Pero Colman y sus hombres, al verla se quedaron blancos y sin facultad para decir una sola palabra.

Porque aquella caja era ni más ni menos que un ataúd.

Entre los pistoleros hubo un largo minuto de silencio. Todos se miraron incrédulos, con las manos pegadas a las rocas que los ocultaban. Los dedos les quemaron de repente y solo entonces tuvieron la sensación de que volvían a la realidad.

Había sido como una pesadilla.

Colman gruño:

—Muy ingeniosos. No puedo negar que son muy ingeniosos…

—¿Por qué, jefe?

—Eso de guardar oro y joyas en un ataúd era algo que no había visto todavía.

—¿Por qué habían de guardar riquezas ahí?

—¿Qué otra cosa van a llevar en el ataúd? ¿Un muerto? ¡Es ridículo sólo pensarlo! Dando el rodeo que han tenido que dar para llegar por esa parte han tardado por lo menos dos días desde Carson City. Y con este calor un muerto se deshace en dos días de modo que es imposible permanecer junto a él. No llevarían a una mujer joven para un viaje tan largo en estas circunstancias.

Uno de los pistoleros opinó:

—Sentiría quitarte las ilusiones, Colman, pero esa no me parece una razón suficiente. Puede tratarse del cadáver de un familiar al que tengan interés enterrar en esta parte del desierto.

—¡No! —rió Colman, enseñando dos hileras de dientes fuertes y crueles—. ¿Es que sois idiotas todos? Supongamos que esa gente estuviera dispuesta a resistir el hedor. Pero el hedor se notaría a pesar de todo, ¿no?

—¡Naturalmente!

—Y los buitres se sentirían atraídos por él, ¿verdad?

Los cuatro hombres escrutaron entonces el cielo silenciosamente, mientras en sus ojos brillaba una chispita de comprensión.

No se veía un solo buitre. Ni un puntito en el cielo limpio como un espejo. Y era seguro que los buitres hambrientos de las Rocosas habrían seguido implacables el carruaje si éste hubiese despedido el más mínimo hedor de muerte.

Los pistoleros miraron a su jefe con expresión decidida y acariciando las culatas de sus rifles.

—Tienes razón Colman —susurró uno de ellos—. En ese ataúd hay algo. ¿Por qué no atacamos enseguida? Ellos son más, pero nosotros contamos con el factor sorpresa. Si galopamos a toda velocidad y entramos pronto en zona de tiro, habremos matado a tres o cuatro antes de que se parapeten.

Colman movió la cabeza negativamente.

—No, no lo haremos. Tenemos trabajo al otro lado del desierto, y sería una estupidez exponernos a que nos dejasen sin la piel ahora. Podemos permitirnos el lujo de tener paciencia, puesto que si han traído ese ataúd hasta aquí no será para llevárselo mañana ni pasado mañana. Cuando regresemos de Rancho Diamond habrá llegado el momento de ver cuánto oro nos corresponde a cada uno.

Volvió a sonreír, mostrando sus dientes demasiado agudos, parecidos a lo de un animal carnicero…

—Entonces elegiremos el momento de atacar y no dejaremos nada a la improvisación. Porque dentro de una semana, cuando estemos de regreso, no habrá lucha. Y no creo que sea tan difícil aproximarse a ese edificio en una noche oscura y sorprender a los guardianes. Lo hemos hecho otras veces. ¿Os acordáis de la cárcel de Denver?

Todos lanzaron una carcajada.

—Aquella fue una jugada maestra, Colman. ¡Y pensar que había once hombres vigilando las celdas!

—Pues si aquello salió bien, mucho más fácil nos será atacar ese rancho aislado.

Se puso en pie y ordenó:

—Montemos. Habrá que ir bordeando las colinas, para que no nos vean. Pero eso no hará que nos retrasemos demasiado.

Al montar en los caballos, uno de ellos relinchó. Colman lanzó una salvaje maldición.

—¡Si nos descubren ahora va a estropearse todo! ¡Soy capaz de reventar a ese animal cuando estemos más al fondo del desierto!

Desde su lugar en la llanura, Harper creyó oír aquel relincho. Se volvió lentamente.

—¿No habéis oído?

El aire quieto del desierto transportaba desde muy lejos los más suaves rumores, pero nadie parecía haber oído aquel relincho excepto él.

—¿Qué sucede? —musitó Gladys, su hija.

—Juraría haber oído el relincho de un caballo.

—Yo no he oído nada, papá.

Harper se secó el sudor de la frente.

—Bueno, han debido ser figuraciones mías…

—¡Dios mío, es ese horrible ataúd! —gimió Gladys—. Desde que lo tienes en tu poder no has hecho más que sufrir alucinaciones, temores. Es como si hubieras introducido el horror en nuestra casa, papá. ¡Es como si nos hubieras convertido en cadáveres que están llamando a los buitres!

—No es necesario que te pongas así, Gladys —dijo Harper con voz nerviosa—. Ahora encerraremos ese ataúd en la habitación más oculta del rancho y ni volverás a verlo. ¿Verdad, muchachos?

Los tipos que habían salido a su encuentro —viejos pistoleros de toda confianza, ya experimentados en la protección de las minas de Harper— movieron la cabeza afirmativamente.

Burton, el jefe de todos ellos, preguntó:

—¿Qué es lo que le había parecido oír, míster Harper? ¿El relincho de un caballo?

—Eso es. ¿Lo has oído tú?

—No me atrevería a jurarlo, pero me parece que no. El desierto está lleno de rumores, aunque parezca mentira. Pero eso le ha puesto nervioso, míster Harper. No hay razón…

Harper, desviando la mirada, supo que se sentiría mas descansado si decía lo que estaba sintiendo.

—Es que por un momento he creído que el Conde Drácula se acercaba hacia aquí —confesó.

Los ocho pistoleros, como un solo hombre, lanzaron una carcajada.

—¿Y ha pensado que se acercaba a caballo?

—Comprendo que es una tontería, pero así es.

—Nosotros conocemos muy pocas cosas acerca de esa historia —dijo al fin Burton, conteniendo a duras penas su hilaridad—, e incluso algunos de los chicos no saben leer. Pero todos estamos convencidos de que el Conde Drácula nunca viajó a caballo. ¡Y menos con este sol que lo achicharra todo, diantre! ¡Los vampiros sólo pueden moverse de noche, porque la luz del sol los destruye!

—Es verdad —reconoció Harper—. Parece mentira que yo que entiendo de esas cosas, me haya dejado impresionar. En fin, meted el ataúd en la habitación del fondo y cerradla bien. Por el momento no quiero verlo, hasta que traiga otros objetos de mis colecciones.

—Nos hizo mucha gracia su carta pidiendo que viniéramos aquí —dijo Burton—. No porque tuviéramos ganas de cambiar de ambiente, sino por lo decía acerca de que iba a traer el verdadero ataúd del Conde Drácula.

—Y no dije ninguna mentira. Este es.

—¿Este? ¡Pues vaya antigualla! En Nevada cuando uno la diña, sabe que tendrá al menos un ataúd nuevo.

—El Conde Drácula no está hecho de vuestra misma pasta.

—¡Peor para él!

Y todos volvieron a lanzar al unísono una nueva carcajada.

—No me gustan esas risas —dijo temerosamente Harper—. Tengo la sensación de que el Conde Drácula las oye.

—¡Pues entonces que venga a reírse con nosotros también!

—Por favor, no habléis de esa manera.

—Como usted quiera, patrón —dijo Burton—, a nosotros nos paga por obedecerle y en paz. Pero ¿qué cuerno tenemos que hacer una vez ese ataúd este en la habitación del fondo?

—Vigilar.

—¿Vigilar qué?

—Que nadie sé acerque a él. Podréis descansar, tranquilamente durante el día, pero en cambio exijo que se monte turno de guardia riguroso, durante la noche, hasta que salga el sol. Todos vosotros iréis armados de rifles y además llevaréis cada uno una barra de hierro con la punta afilada como una lanza.

—¿Y para qué?

Drácula es vulnerable solamente a la punta de una barra de hierro clavada en su corazón.

—¿Y las balas? ¿Es que para él son confites? —rió Burton.

—Nada se ha comprobado sobre eso. Parece ser que contra el Conde Drácula nadie disparó jamás. Pero por si las balas no le hacen efecto, ya os he dicho que tengáis preparados los rifles.

Uno de los pistoleros, llamado Joe, se adelantó.

—¿Debemos entender que usted tiene miedo de que venga por aquí el mismísimo Conde Drácula, patrón? —fue su pregunta.

—No es miedo exactamente, pero pienso que su llegada está dentro de lo posible —contestó evasivamente Harper.

—Muy bien. ¿Y qué tal «saca» ese Conde Drácula? ¿Cuántas muescas lleva en su revólver?

Otra vez los pistoleros rieron hasta destornillarse[1], saltándoseles las lágrimas después de cada carcajada. Tuvieron que llevarse las manos a la cintura y hasta hicieron esfuerzos para no caer al suelo en el ataque de hilaridad. Sólo se fueron serenando, poco a poco al ver que Harper estaba espantosamente serio.

—¡He dicho antes que no os riáis! —pidió nerviosamente.

—Esta bien, patrón, no volverá a oír una carcajada. ¡Pero es que la cosa tenía gracia, cuerno!

Burton mismo se cargó bien un extremo del ataúd, poniéndolo sobre sus hombros.

—Bueno, muchachos, adentro con él. Y si en el interior va el Conde Drácula invitadle a whisky y luego le ponéis un revólver en los riñones. ¡Veréis como lo devuelve todo!

Joe y los demás pistoleros hicieron inauditos esfuerzos para no reír, mientras llevaban su fúnebre carga al interior del rancho.

Cinco minutos después salían frotándose las manos.

—Ya está bien instalado, patrón. Lo hemos puesto en la habitación más recóndita del rancho, y además hemos cerrado la puerta. ¿Qué hay que hacer ahora? ¿Organizar los turnos de vigilancia para la noche?

—Sí, y los centinelas tendrán que estar tan atentos como si hubiera un enemigo acampado a media milla de distancia.

—Descuide, todos nosotros hemos vigilado sus minas contra la peor gentuza de Nevada, y jamás hemos tenido un descuido. Y ahora, cambiando de conversación: ¿qué van a hacer ustedes? ¿Quedarse aquí? A propósito, hice traer una criada mejicana, para que se lo tuviera todo a punto.

—Yo no pienso estar aquí un instante más —decidió Gladys—. Y no comprendo, papá, por qué hemos tenido que venir personalmente a traer eso.

—Porque es la pieza más valiosa de mi colección, Gladys, y ya sabes que de todo cuido yo mismo. Pero no temas, no estaremos mucho tiempo aquí. Sólo el necesario para que te restablezcas un poco.

—El médico me recomendó aire seco, pero no necesariamente aire del desierto —dijo nerviosamente Gladys—. No estoy cansada del viaje y puedo volver enseguida.

—Ten paciencia, una semana y te encontrarás mucho mejor —susurró cariñosamente Harper—. Una sola semana, hija mía. Esa pequeña afección en la garganta se te quitará con el aire del desierto. Hace milagros, de tan puro y seco como es. Luego podremos volver a Carson City, y hasta si quieres pasaremos una temporada en San Francisco.

—Y el agua también es buena, señorita, aunque parezca mentira —intervino Burton—. Tenemos un pozo que da a un manantial subterráneo de primera calidad, y hasta podrá bañarse si quiere. Joe hacía tres años que no lo probaba, y el otro día le encontró tan a gusto al agua que por poco se ahoga.

—Te sentirás bien, Gladys —insistió Harper—. Puedes creer que si compré este rancho en el desierto fue para guardar mis colecciones, pero fue también por ti. Nunca te ha sentado bien el clima de Carson City, tan polvoriento y tan impuro. Aquí, en una sola semana, vas a sentirte como no te has sentido nunca.

Gladys le miró recelosamente.

—¿Por qué no eres sincero, papá? ¿Por qué no confiesas de una vez que lo que pretendes es separarme de Tom?

—Tom, ese idiota…

—Quieres que no esté en Carson City cuando él vuelva, y así creerá que lo he olvidado. Sabes que va a regresar un día de estos y por eso me has traído al desierto. ¿Tan difícil te es admitir que nos queremos? ¿O es que piensas conservarme siempre a tu lado como si fuera una pieza más de tus colecciones?

Harper guardó un momento de silencio, como si reflexionara ante las palabras de su hija. Los pistoleros, dándose cuenta de que aquel era un asunto privado, se retiraron discretamente. Por fin el millonario susurró:

—Date cuenta, Gladys, de que eres mi única hija y de que soy viudo hace muchos años. Puede decirse que no tengo más familia que tú en el mundo. ¿Parece extraño que desee para ti lo mejor?

—¿Y Tom no es lo mejor?

—No lo es.

—¡Porque a ti te ha entrado por el ojo izquierdo!

—¡Porque es idiota, sencillamente! ¡Jamás visto un tipo igual! ¡Cree todo lo que le dicen!

—¿Es que en este mundo no se puede tener buena fe? Tom es la persona más honrada que he conocido. Por eso, en el ambiente de granujas en que nos movemos, parece a veces que no es listo. Pero sabe lo que se hace y me quiere. Eso, para mí, es lo principal.

—¡Sí, muy listo! —gruñó Harper—. ¡Si a Tom le dijesen que las Montañas Rocosas se han convertido en oro puro, sería capaz de tragárselo!

—¡Papá, te prohíbo que hables así de él!

Padre e hija se miraron un instante al fondo los ojos, casi con ira. Luego Harper, para quien Gladys lo era todo, cedió poco a poco. Le dio un cariñoso cachetito en la mejilla y susurró:

—Por una semana aquí no va a perderse nada, pequeña; al contrario, tú vas a sentirte mucho mejor. Te ruego que me complazcas.

—Está bien, papá, pero una semana solamente. Si-ete días na-da más.

En aquel momento ninguno de los dos se acordaba ya del ataúd del Conde Drácula.

Fue Burton el que, sin darse cuenta, les volvió a la realidad diciendo:

—Siete días y siete noches, señorita.

—¡Siete noches sabiendo que está ahí ese horrible ataúd, bajo nuestro mismo techo!

—No te excites, Gladys. No lo veras.

—¡Pero sé que existe!

La muchacha parecía a punto de sufrir una crisis de nervios. Fue una suerte que en ese momento apareciese la criada mejicana.

—Si los señores lo desean, tienen habitaciones preparadas. Y les serviré inmediatamente una suculenta comida con cerveza puesta a enfriar en el fondo del pozo.

—Esta es Rita —dijo Burton, presentándola—. Si ella dice que la comida es suculenta, pueden jurar que es verdad.

—Pues entonces entremos.

—Yo tomaré antes un baño —dijo Gladys, resignadamente.

Antes de entrar en la casa, Harper, que se había quedado el último, dirigió una mirada circular por el desierto. Era pavoroso, sobrecogedor, el silencio que allí lo rodeaba todo. Diríase que uno había llegado hasta la última frontera del mundo, que ningún enemigo podía seguirle hasta aquel lugar. Y sin embargo, Harper, cuanto mayor era el silencio más inseguro se sentía.

Poco podía imaginar que a tres millas escasas de allí, cinco jinetes bordeaban las colinas.

Los cinco habían perdido de vista el rancho, lo tenían retratado en los ojos.

—Dentro de unos seis días volveremos a estar aquí —dijo Colman como si hablara consigo mismo—. Seis días tan sólo para ser fabulosamente ricos. No está mal.

Y levantando las manos se contempló ambas muñecas, donde los hierros de unos grilletes habían dejado su siniestra huella.

—Antes tenemos trabajo —musitó—. Un trabajo muy fácil y que será muy agradable de hacer. Llegar a «Rancho Diamond», a un par de días de macha de aquí. Y una vez hayamos llegado… ¡nuestro trabajo consistirá en matar!