DESDE LAS VIEJAS TUMBAS
Harper sintió que una especie de escalofrío le recorría toda la columna vertebral.
Era un hombre experimentado, le gustaban los horrores y tenía su casa llena de ellos, pero la verdad era que nunca se había encontrado en una situación así.
Con voz casi inaudible susurró.
—Repita eso.
—Digo —repitió Ferguson— que lo que tiene usted ante los ojos es el verdadero ataúd del Conde Drácula.
Harper tragó saliva.
—No lo creo.
—Esperaba esta reacción, aun viniendo de una persona tan experimentada como usted. Comprendo lo que le ofrezco no es para mostrárselo a cualquiera, pero estoy seguro de que en cuanto lo examine comprenderá que digo la verdad. Tenga la bondad de acercarse.
Harper, con cierta precaución, se acerco, y contemplo el ataúd fijándose ante todo en la placa de oro que había a los pies del mismo. En aquella placa, escrito con letras góticas, se leía sencillamente un nombre:
DRÁCULA
Era lo primero que Harper había visto al entrar. Pero ahora su sentido común de viejo buscador de minas se impuso a su fantasía y, moviendo la cabeza, gruño:
—Cualquiera puede haber puesto esa placa ahí. No significa nada.
—Pero usted entiende de oro y de grabados. Vea la letra y las marcas del metal. ¿Qué antigüedad le parece que tienen?
Harper, realmente, era un experto. Se acercó, extrajo una lupa, estuvo mirando la placa durante largos minutos y al fin tuvo que reconocer, en contra de su voluntad:
—Al menos tiene una antigüedad de cuatrocientos años.
—¿Y conoce usted la historia del conde Drácula?
—Sí.
—¿Qué antigüedad se le supone? ¿Lo recuerda?
—Hay quien afirma —susurro Harper, palideciendo— que el conde Drácula, al morir, tenia de cuatrocientos a quinientos años. Mejor dicho, llevaba todo ese tiempo en el ataúd, resucitando por las noches, sembrando el terror y causando víctimas. La Historia monstruosa de Drácula es una de las que más me han impresionado en toda mi vida.
—Pues aquí tiene algo que está estrechamente ligado con esa historia. Este ataúd contuvo el cuerpo del Conde Drácula, y de él partió todas las noches el horror.
—Pero esa es una historia olvidada —aseguró Harper, con un sentimiento de alivio—. Yo leo los periódicos europeos, y por uno de ellos me enteré de que el Conde Drácula había sido completamente destruido por un médico, en su castillo de Transilvania, hace tres años. Por tanto, creo que está usted en un completo error.
Ferguson hizo otra vez una mueca que quería ser una sonrisa.
—Puede que el cuerpo del Conde Drácula fuera destruido, pero nadie ha hablado de que también lo fuera su ataúd.
—Claro, es cierto —reconoció Harper, sintiendo que otra vez le envolvía aquel aire de pesadilla.
—Y yo le garantizo que éste es el auténtico ataúd. Examine también la madera y las piezas de metal. Compruebe su antigüedad y dese cuenta de que en la tapa no hay huella alguna de que haya existido jamás una cruz, pues como se sabe, el símbolo sagrado era mortal para los vampiros. Eso es una prueba más de su autenticidad.
—Ya me he estado fijando en todo eso —dijo Harper—. Técnicamente no puedo negar que sea verdad lo que usted dice, pero la historia me sigue pareciendo bastante extraña. ¿Cómo consiguió este ataúd?
—Un anticuario logró sacarlo del castillo de Transilvania, poco antes de que los aldeanos incendiaran todo aquello completamente. Lo tuvo un año e intentó venderlo varias veces, pero en Europa la leyenda del monstruo estaba todavía demasiado reciente, y no encontró comprador. Entonces decidió enviarlo al Nuevo Mundo y lo remitió a San Francisco asegurándolo antes en cien mil dólares.
Hizo una breve pausa y prosiguió.
—Esta es una maravillosa pieza de museo, pues, ha pasado por muy pocas manos. Se puede decir que ha venido directamente del castillo de Transilvania a este local. Como usted sabe, solo las antigüedades cuyo camino puede seguirse paso a paso, son las que ofrecen garantías de autenticidad.
Harper estaba ya plenamente convencido de que aquel ataúd era auténtico, es decir, la siniestra cama en que el Conde Drácula durmió durante cuatrocientos años. Por si lo que Ferguson le explicaba fuera poco, su ojo de coleccionista le decía que se hallaba ante un verdadero hallazgo, y que nadie en el mundo podía poseer una antigüedad como aquélla. Pero cuanto más se convencía de que el ataúd era auténtico, más sentía que el escalofrío iba subiendo y subiendo por su espalda.
—Comprendo que todo esto le haya impresionado —dijo Ferguson— y hasta es posible que ver ese ataúd le dé un poco de miedo, pero comprenda que si deja pasar esta oportunidad no volverá a tener ninguna otra.
—¿Está el ataúd vacío?
—Claro que sí, véalo. ¡Qué mas quisiera que poder vender el verdadero cuerpo del Conde Drácula!
Levantó la tapa, viendo la tapicería del interior, completamente carcomida por el tiempo. Aun así se apreciaba que había sido una tapicería lujosa y bien terminada. Los estragos que presentaba no habían sido causados artificialmente, sino por el paso de los años.
—¿Qué es eso que hay en el fondo? —pregunto Harper, extrañado.
—Tierra.
—¿Tierra? ¿De dónde?
—Del lugar donde nació Drácula. Usted sabe que los vampiros necesitan descansar sobre la tierra del lugar donde nacieron. Así estaba el ataúd cuando fue sacado del castillo de Transilvania, y así lo he conservado yo cuidadosamente.
—Parece como si todo estuviese preparado para que Drácula volviera… —murmuro Harper recelosamente—. Pero en fin… No puedo dejar perder esta pieza única en el mundo. ¿Cuánto pide por ella?
—Solo me desprendería de una maravilla así a cambio de cincuenta mil dólares al contado.
—Resulta caro —suspiró Harper—. Al fin y al cabo no es más que un ataúd.
—Pero es único en el mundo, no lo olvide. Tiene más valor que la espada de Napoleón.
—Está bien, me lo quedo —decidió Harper—. Le pagaré con un cheque contra el banco de San Francisco, de modo que podrá cobrarlo inmediatamente. Y también inmediatamente me llevaré él ataúd, puesto que cabe en mi carruaje.
—¿Lo instalará en su rancho del desierto?
—Desde luego.
—Muy bien. Mis empleados le ayudarán a transportarlo.
Dio una palmada y aparecieron dos empleados vestidos de negro y que parecían recién sacados de una funeraria. Mientras Harper extendía el cheque, el ataúd fue transportado cuidadosamente y situado en el carruaje de Harper, a la entrada del callejón.
Ferguson tomó el cheque y lo guardó amorosamente.
—Ahora que todo está terminado, míster Harper —dijo—, le confieso que me duele haberme desprendido de este ataúd. Con él esperaba que algún día, me fuera posible ver al Conde Drácula.
—¿Qué le fuera posible ver a quién…?
—Al Conde Drácula.
—¡Pero si fue destruido…!
—Se equivoca, amigo. He de darle una información, que será confirmada por el tiempo. El Conde Drácula vive.
—No me gaste bromas…
—Bueno, ya sé que no se puede llamar vida a lo suyo, puesto que es una supervivencia monstruosa para causar el terror. Pero usted me ha entendido. He querido decir que el Conde Drácula aún se halla en el mundo y viaja infatigablemente, siempre de noche, en busca de su ataúd.
Harper había palidecido y tenía los labios apretados, para no confesar a gritos que le estaba dominando el miedo.
—Entonces el que fue destruido en Transilvania…
—No era el Conde Drácula, sino una de sus víctimas. Como usted sabe, los que mueren a manos de un vampiro se convierten en vampiros a su vez. Hubo un error por parte de aquel médico, y cuando creyó haber terminado con el Conde Drácula resultó que no había hecho más que empezar su tarea.
—¿Cómo… cómo lo sabe?
—Yo también recibo los periódicos que llegan de Europa y leí en uno de ellos una desconsoladora confesión de ese médico.
—Oiga… ¿sabe que me parece que no voy a quedarme con ese ataúd?
—La operación ya es firme. Yo le he entregado lo mercancía y usted acaba de pagármela.
—No se preocupe por eso. Usted se queda los cincuenta mil dólares y yo le devuelvo su ataúd. Se lo queda y podrá venderlo otra vez. ¡Sacará al menos por él otra suma semejante!
Ferguson movió la cabeza con un gesto de severa dignidad.
—De ningún modo podría consentir una cosa así. Me sentiría deshonrado toda mi vida. Soy el anticuario mejor considerado de todo San Francisco, y si yo aceptara su proposición, resultaría que le habría estafado cincuenta mil dólares.
—¡Pero si yo se los doy! ¡Le juro que puede quedárselos!
—Una venta es una venta, señor Harper, y las sagradas leyes del comercio no pueden ser quebrantadas.
Harper hizo un gesto de abatimiento y se resignó al fin.
—Está bien; puesto que el ataúd es mío me lo quedaré, pero nadie podrá impedir que lo destruya prendiéndole fuego.
—Haría usted mal.
—¿Por qué? ¿No es de mi propiedad?
—En primer lugar, quemaría usted una joya valiosísima, única en el mundo. Y en segundo lugar atraería sobre usted y sus hijos la venganza de Drácula. Dice la historia que cuando se destruye algo suyo, éste lo siente en su sangre, y el instinto le guía hacia el lugar donde está el enemigo. Créame, más vale que guarde cuidadosamente el ataúd, como he hecho yo, y es muy posible que el Conde Drácula jamás lo encuentre. Hay una cosa cierta: estamos en América, y el Conde Drácula no puede atravesar el mar.
El razonamiento pareció a Harper de una indudable fuerza. ¡Ni siquiera un vampiro podía atravesar el mar y los desiertos así como así! De pronto se sintió tranquilizado por completo. Hasta, en cierto modo, sintió deseos de reír.
—Está bien —dijo—; así lo haré.
—Consérvelo como una antigüedad más, y no se preocupe de otra cosa.
—Gracias. Adiós, míster Ferguson. Estoy encantado de haber hecho este negocio con usted.
—Cuando tenga otra cosa que valga la pena ya le avisaré, míster Harper.
—No, no… ¡Ejem! Más valdrá que no me avise. De todos modos muy agradecido. Adiós.
El rico propietario volvió a tener otro momento de temor cuando vio el ataúd dentro de su carruaje, tan cerca de él que casi podía tocarlo. Pero se dijo que en cuanto lo instalara en el rancho ya no habría ningún peligro.
Se rodearía de pistoleros capaces de matar a su propia sombra. ¡Y ya se vería entonces si un vampiro podía con sus seis tiros calibre 45!