20.- Magnum de Nesquik

En la Plaza de San Marcos, un remolino de turistas espera su turno para dar un paseo en góndola. Ven desiste de intentar convencerlos de la urgencia con la que necesita una embarcación: en esas ocasiones turista rima siempre con egoísta. Al fin consigue encontrar un veneciano nativo que le indica cómo llegar al Palazzo del Visconti. No está lejos. Cruza andando un par de puentes y tras dar un giro a la derecha y pasar una plaza, consigue llegar a su destino. El palacete parece cerrado desde hace siglos. Toca y espera. Nada. Sigue esperando. Vuelve a tocar. Espera un poco más y algo le dice que busque otra entrada. El edificio tiene un jardín cercano. Entra y la valla le frena el paso. Vuelve a rodear la mansión y comprende que no puede acceder a una de sus caras. La fachada, que da a un pequeño canal. Necesitaría una góndola para llegar a ella, pero el canal está tranquilo y vacío. Parece que los turistas han olvidado éste entre los cientos de canales de la ciudad. Parsimoniosa, aparece en la distancia una nave negra. Ven hace gestos desesperados. El gondolero se acerca. Ven explica que tiene que entrar como sea al palacete y salta al interior de la embarcación sin esperar respuesta. De pronto se da cuenta de que casi no cabe, un féretro ocupa todo el espacio. El gondolero ya no puede reaccionar y pierde el equilibrio. Ven trata de agarrarse, pero no encuentra a qué. En el agua verde azulada intenta recordar cómo flotar. Después de muchos pataleos se da cuenta de que hace pie en el canal. Ha perdido la maleta, pero la botella sigue en su mano. El gondolero le tiende la vara, pero Ven decide que ya no lo necesita y por su propio pie llega hasta los escalones de la puerta del palacete. Con el esfuerzo de un costalero sevillano consigue salir del agua. Empuja la puerta con los ojos cerrados. Está abierta. A cada paso arrastra una carga similar a cientos de kilos de ropa mojada. Aún así es sigiloso. Ni un solo ruido en la primera planta. La escalera de acceso a la segunda es endemoniada. Se detiene y cree escuchar una voz. Se acerca siguiendo un pasillo enrevesado hasta la puerta en la que se escucha la voz. De pronto, percibe que se acerca. Es familiar, pero no logra identificarla. Ven da marcha atrás, intenta mimetizarse con el hueco que queda entre el marco y la puerta, y contiene la respiración con la barriga todo lo recogida que puede. Lamenta no haber encontrado aún el momento de ponerse a dieta y correr por El Retiro. Se promete que en cuanto acabe este trabajo adelgazará. Ahora escucha un gemido. Alguien está siendo amordazado al otro lado y pide ayuda. A Ven le parece que es Lucy y sin pensarlo irrumpe en la habitación con la botella magnum en la mano.

Lo primero que ve es la silla sobre la que Lucy yace sin sentido con las manos atadas a la espalda. Lo siguiente, la silueta de un hombre recortada en la oscuridad por la luz que entra desde la ventana. Tiene el mentón apoyado sobre su puño del que se le escapa el dedo meñique. La figura se levanta y Ven puede ver su cara:

—¡Ramiro Pleita! —grita con la determinación de romperle la botella en la cabeza.

El otro levanta las manos, vacías.

—Tranquilo, por favor, sólo está dormida. Un poco de cloroformo no mata a nadie.

Ven baja la botella y se acerca.

—Así que usted es Sofriti. ¿No le da vergüenza a su edad esconderse tras un pseudónimo? Si todo el mundo sabía que usted era enemigo del Chef.

—Usted no sabe nada —dice Pleita sin agresividad.

—Algo sí que sé, señor Pleita. Sé que el Chef padecía de ageusia y había perdido el sentido del gusto por completo. Eso es terrible para cualquiera, pero aún más para el cocinero más importante del mundo. Si alguien lo descubría sería el hazmerreír de toda la profesión, ¿verdad? Intentó curarse en secreto administrándose Pilocarpina, al parecer sin resultados. Pero lo curioso es que compraba el medicamento usando una tarjeta de crédito a nombre de Vincent Sofriti. ¿Eran enemigos en público, pero en privado le prestaba la tarjeta? Eso suena muy raro, señor Pleita, ¿o prefiere que le llame Sofriti? Usted sabe que si revelo su doble vida ítalo-española, se acabó su carrera para siempre. Le conviene hablar.

Pleita suspira casi aliviado.

—Gracias por venir. Atraje a su amiga hasta aquí porque estaba haciendo demasiado ruido en Internet y alguien podía descubrir la conexión Sofriti. Ahora no sabía qué hacer con ella. Lo mío no es matar, sino cocinar. Veo que ya ha averiguado lo más importante y sólo le faltan los detalles, pregunte lo que quiera.

—¿Por qué?

—Por un amigo. Aunque le parezca descabellado, hace dos años, cuando el Chef me citó para contarme lo que le ocurría, comenzó a forjarse entre nosotros una amistad sincera. El pobre no quería soportar la vergüenza de que su situación se hiciera pública, pero ya no podía seguir fingiendo. Cada vez que su equipo le presentaba una innovación o que otro cocinero le invitaba a probar sus creaciones, tenía que representar un papel que odiaba, valorar los sabores con las palabras aprendidas sobre los sabores que ya había dejado de sentir para siempre. El mundo entero está pendiente de él para distinguir lo bueno de lo malo y para orientar las nuevas tendencias culinarias. Y a él todo le sabía a nada. Sólo le quedaba un camino para poder vivir de verdad.

—¿Morir de mentira?

Pleita asiente y se sobresalta con un ronquido de Lucy, que continúa profundamente dormida. Ven se hace cargo de la explicación:

—Corríjame si me equivoco: Desaparecer sin que nadie haga preguntas es muy caro. Primero intentó hacer acopio de dinero con el negocio de las bayas, pero eso falló. Supongo que fue sustrayendo cantidades del restaurante, con la tranquilidad de que, al cobrar el seguro por su muerte, Castel quedaría resarcido, pero necesitaban mucho más. Entonces inventaron lo de Sofriti, ¿verdad? Sus libros se han traducido a muchos idiomas y han vendido cientos de miles de ejemplares en todo el mundo… ¿cuánto le ha tocado a usted?

—Nada, aunque no lo crea. Es cierto que entré en esto por ambición, pero de otra clase. El Chef me ofreció ser su sucesor.

—¿Y cómo podía garantizarle eso después de «muerto»?

—Dentro de unos meses, entre sus papeles se encontrará el manuscrito de un libro que estaba escribiendo antes de morir. En él, el Chef pasa revista a sus aciertos y errores, admite que la experimentación ya ha tocado techo y declara que en el futuro debe apoyar a la tradicional. Y declara que yo, Ramiro Pleita, debería ser el nuevo líder de la cocina mundial. Y ya conoce usted toda la historia. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Denunciarnos? ¿Vender la primicia?

—Eso depende de una pregunta que sólo puede responder el Chef. Si me dice dónde está, se la hago y salimos todos de dudas.

—Créame que lo ignoro. Él quiso decirme dónde estaría, pero preferí no saberlo, así si cometo un error o un periodista avispado como su amiga descubre el engaño no podrán localizarlo por mi culpa.

Ven lo mira a los ojos y sabe que le está diciendo la verdad.

—Le creo, márchese antes de que ella despierte y los próximos libros fírmelos con su nombre.

Diez minutos después, cuando Lucy despierta, en la habitación sólo está Ven con la ropa empapada y una magnum de vino tinto en la mano.

• • •

Mucho más tarde, en el hotel de Lucy y después de repetir por quinta vez la historia de la huida de su atacante desconocido, Ven se queda profundamente dormido. Lucy lo observa como a un héroe. Un héroe que ronca. Y se tiende a su lado.

• • •

En el camino al aeropuerto, en la lancha-taxi, Ven luce traje nuevo de corte italiano. Recuerda el chapuzón en las aguas de la laguna veneciana y confía que su DNI esté mínimamente en buen estado. Lucy mira sus movimientos. Ven lo saca y suspira. El nuevo modelo de identificación parece que está hecho a prueba de agua, como los relojes. En un despiste, Lucy se lo arrebata. Ven se resiste, demasiado tarde.

—¿Venancio?

—Sí, Venancio.

—¡Y yo que pensé que eras americano!

—Casi lo fui.

Lucy ya no escucha estas últimas palabras. El ruido de la lancha se hace más intenso a medida que toma velocidad. Ella continúa escrutando el documento de la persona que tiene a su lado, a veces tan cerca, otras tan lejos.

—Ven, eres como un buen vino. Cuando se abre la botella, hay que esperar a que se oxigene para que dé lo máximo de sí —dice demasiado bajo para ser oída con el ruido del motor.

—¿Qué dices? —grita él, que esta vez no ha querido leer los labios.

Lucy mira la botella que sostiene Ven en la mano.

—¡Que me encanta la magnum!

—Sí, pero de chocolate —dice Ven volviendo a pensar en la Magnum como arma y no como botella.

—¿De veras? —ríe Lucy—. Nunca habría imaginado una botella de litro y medio de batido de chocolate en una lujosa botella. Estás hecho ya un crack gastronómico.

Ven se da cuenta de su confusión y sale al paso.

—Después del chapuzón de anoche en el canal, lo necesito yo es una magnum de Nesquik bien caliente.