Al bajar del avión, Ven se siente en una nube de frío. No se atreve ni a salir al exterior en busca de un taxi. Sigue las indicaciones del tren y se monta en el primer vagón. A su lado, una señora de más de sesenta años abre su bolso con parsimonia. De él saca una botellita de Aquavit, el destilado del norte de Europa. Parece agua, pero es más fuerte que el vodka. Da un sorbito, traga de una vez con la cabeza hacia atrás. La vuelve hacia adelante y se queda mirando a Ven con la sonrisa puesta en la cara. Tiene el pelo blanco atado en un moño y un gorro rojo colocado con gracia de colegiala sobre la cabeza. Guarda la botella y busca con cuidado en el fondo del bolso su cajetilla de cigarros. Enciende uno y sopla el humo hacia Ven. Él mira alrededor y recuerda que la flexibilidad es lo que marca a las potencias más desarrolladas. La señora fuma con gracia sin quitarle los ojos de encima. Le guiña un ojo. Él siente la provocación del postre de viagra con White Horse y le devuelve el guiño. Se pone de pie para que advierta su erección, se aleja por el pasillo y la espera en el baño. No será Lucy, pero en Dinamarca hace mucho frío.
Con cierta alarma, piensa que si la mujer no viene se sentirá más patético que nunca.
Se abre la puerta del baño y lo primero que ve es el gorro rojo.
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Lucy pasa la noche respondiendo a sus fans en Internet. Le han llegado docenas de mensajes con especulaciones sobre la verdadera identidad de Sofriti y su participación en la muerte del Chef, y en la Red, un clamor popular exige que el supuesto italiano se dé a conocer.
Mientras teclea la segunda entrega sobre la muerte del Chef, se dice que tendrá que contarle a Ven lo que está haciendo antes de que se entere por su cuenta. Es extraño lo que le ocurre con ese tipo tosco, pero tierno. En solo unos días se ha convertido en la persona más importante para ella. Incluso más que Linda. Lucy está harta de elegir siempre el amor equivocado, de ser la que espera, la que da. Nunca la que recibe. Hace unas horas, mientras hablaba con Ven de su incapacidad para los sabores, sintió ganas de llorar por él. ¿Compasión por un amigo o es algo más? ¿Y si…? Sacude la cabeza y decide que ya habrá tiempo para completar esa pregunta cuando todo esto acabe.
El tintineo de su correo electrónico le avisa que tiene un nuevo mensaje. Lo abre mecánicamente.
Es un texto corto, pero contundente.
Y está firmado por Vincent Sofriti.
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A la vuelta del baño, Ven ojea un periódico en inglés para disimular. Busca su parte favorita, pero no la encuentra. Es lo que peor lleva de los periódicos que pretenden ser serios: que prescindan del horóscopo. Si trabajara en un diario, a él le encantaría escribirlos. Aprendería a echar las cartas o cualquier cosa para poder hacerlo. A lo mejor, también es hora de que él cambie de profesión.
Levanta los ojos del periódico y la señora con el gorro rojo ha desaparecido. Su parada está cerca y siente que necesita un trago antes que un café. Baja en Viborg. El restaurante está al lado de una enorme granja experimental de vacas, según le dice un paisano en perfecto inglés. Tras un paseo agradable lo localiza sin esfuerzo. Cerca, otro pequeño bar, el lugar perfecto para hacer sus primeras indagaciones y pedir un whisky.
Los parroquianos toman copas de Aquavit y smorrebrod, un sándwich sin cerrar con el relleno de arenques, mostaza y pepinillos esparcido en el plato. Al fondo de la barra, con un pañuelo resplandeciendo en el bolsillo de la chaqueta, está Sabrosi, y junto a él, el crítico gastronómico al que un día le birló su taxi, Enrique Olvena. Hoy no habrá manera de evitarlo.
Olvena sigue con su impoluto traje blanco y Ven se pregunta cómo lo consigue dedicándose a la cocina. A él apenas le quedan un par de pantalones sin mancha gastronómica.
—Querido comisario —se apresura a saludar Sabrosi.
—Inspector jefe —responde Ven con sobriedad.
—Llega justo para la excursión preparada por el estupendo chef Kristof Kastrup para conectar con la naturaleza que le inspira y le proporciona la materia prima que utiliza en sus creaciones.
—Vaya, eso me suena a purismo —dice Ven, que ve cómo la cara de Olvena cambia.
—Desde luego, es lo que se impone tras la muerte del Chef —afirma el crítico—. Estoy a punto de publicar un artículo sobre ello.
Ven hace el sonido que le vale para aprobar, para dudar y para pensar:
—Hmm.
Acto seguido pide un whisky, que le sirven de inmediato. Lo tiene cada vez más claro, JP ha conseguido cambiar la tendencia de la moda en pocos días.
—Por cierto —le dice Olvena—, su cara me suena.
—La suya también —contesta.
Sabrosi nota la tensión y entra para evitar un duelo en el que inevitablemente le tocaría ser el padrino de uno de los dos. Cambia de tema con elegancia y efectividad, volviendo al asunto que les tiene allí:
—Estoy deseando ya que empiece este espectáculo de Kastrup. A ver qué nos tiene preparado para este año. Es una idea innovadora y desde luego, si alguien ha sido pionero en el purismo ha sido él.
—Es cierto —apunta Olvena—. Recuerdo su raíz de bosque en grasa de vaca de hace varios años. Era la tierra pura la que se expresaba en el plato.
Ven se estremece sólo con hacerse a la idea de lo que acaba de decir que ingirió. Confía en que hoy no le toque algo similar e incluso duda en pedirse un sándwich abierto de los que devoran los parroquianos.
Por la puerta del bar entran otras dos caras conocidas, pero no se acercan al grupo. Son Víctor y Muriel, de la compañía de seguros. Están algo alejados, pero Ven lee en sus labios:
—No te preocupes, Muriel, el nuevo Chef suscribirá el seguro y con él todos los demás. Kastrup también, ya nos lo ha gestionado JP.
—Esto se complica, Víctor. Tenemos que pagar a Castel y los investigadores no han cerrado el informe.
—Muriel, la idea de trabajar con esa agencia cutre fue tuya. ¿De qué te quejas ahora?
—Lo admito: me empecé a tirar a Amestoy para conseguir que el informe saliera rápido y la compañía pagara pronto; sabes que eso es vital para contratar el resto de las pólizas. Además, mantiene excelentes contactos de su época en el CESID, pero también me excita: Es tan bruto en la cama.
Ven casi se cae al suelo. Mira que se lo imaginaba, pero el Jeta con tres tías a la vez ya le parece ciencia ficción: su mujer, su secretaria y su principal cliente.
Muriel vuelve a la carga:
—¿No estarás celoso? Pensé que tu tipo era más el gordo casposo de bigote que trabaja con él…
—Búrlate todo lo que quieras, Muriel, pero esto no es un juego: sabes que estamos con el agua al cuello y el seguro para cocineros estrella es nuestra salvación. JP nos asegura que podremos contratar pólizas con al menos cuarenta cocineros más. Tu puesto y el mío garantizados en la central en Zúrich.
Las copas se acercan para un brindis.
Ven carraspea para llamar la atención de la pareja, que se siente pillada in fraganti y lo mira sorprendida. Él levanta su copa y brinda con ellos en la distancia.
Sabrosi toma alegremente a Ven por el hombro y no puede seguir «leyendo» lo que dicen.
—Comisario, usted me da buena suerte. Hoy es el día. Prepárese para el paseo.
Ven recibe con un escalofrío esa última palabra. Aún no ha cambiado de zapatos.
Sabrosi se le acerca al oído.
—Además, hoy la magnum es nuestra.
Lamenta estar desarmado. Un hielo le recorre la frente y se pone serio por primera vez frente a Sabrosi.
—¿Pero qué piensa hacer?
—Pues celebrar el triunfo con usted a la salud del pobre Chef, que para eso la cogí de su bodega.
Ven recuerda la botella de litro y medio y se propone reconsiderar el aprender algo del lenguaje gastronómico: magnum, además de ser una marca de revólveres, es también una botella de litro y medio de vino.
—Además, ahora, quién sabe lo que harán con la vinacoteca —continúa Sabrosi—. Con el Chef y el propietario acosado por las deudas y con unos fardos sospechosos de vaya a saber qué en la bodega…
—De bayas —le informa Ven.
—¿De qué?
—Son unas milagrosas bayas que vienen de China, pero que hasta hace poco eran un tesoro y ahora no valen nada en el mercado.
—Es lo que tiene la globalización —responde el argentino—, que nos está llevando a los costes mínimos. Por eso ya es imposible tener un restaurante de alta gastronomía sin combinarlo con otro negocio.
—¿Y qué otro negocio? —se interesa Ven.
—Yo ya he aconsejado a Kastrup que busque nuevas líneas.
—¿Por ejemplo? —pregunta Ven.
—Pues la producción agraria. Con la crisis económica, la alimentación se convierte en un valor firme de inversión.
—¿Agricultor además de cocinero?
—En cierto modo: hay que recuperar la línea purista de antaño y que se está poniendo de moda ahora.
—¿Y qué va a cultivar?
—Champiñones. Pero él no. Hace meses contacté con un agricultor cercano al restaurante para que se ocupe del cultivo de una nueva variedad que he descubierto.
—Ah, ¿es usted un experto, ingeniero agrónomo, tal vez?
—Experto, experto, no. Conocí a un tipo que vivía en la montaña, medio hippy, pero un sabio en estas cosas. Había desarrollado esta maravilla, aunque no tenía mi visión de negocio y… le compré el invento, ¿vio? En un rato los daremos a probar a todos.
Ven asiente con la cabeza y se queda pensando en el «nosotros» que utiliza Sabrosi y que, sin embargo, suena como un «yo».
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Lucy Belda lee el texto por enésima vez:
«Se equivoca conmigo y tengo pruebas que pueden demostrado. Pese a su persecución contra mi persona, no puedo menos que respetar su integridad profesional. Conozco toda la verdad sobre la muerte del Chef y compartiré con usted documentos irrefutables si me permite explicarle personalmente lo ocurrido. Estamos hablando de una bomba periodística de alcance mundial y sólo haré público lo que sé si es usted quien se encarga de contarlo al mundo. Si está dispuesta a que nos encontremos, conteste a este mensaje y le diré dónde y cuándo. Si en doce horas no recibo respuesta, entenderé que no está interesada y retiraré la oferta.
Vincent Sofriti».
Lucy lo consulta con su gata, que elude cualquier responsabilidad con un maullido. Debería llamar a Ven para hablarle de ese mensaje, pero eso supondría confesarle lo que ha estado haciendo a espaldas suyas en la Red. Además, puede tratarse de una broma, una tomadura de pelo de algún compañero de profesión que luego la ridiculizará durante años. O puede ser cierto.
Puede que Sofriti conozca la verdad sobre la muerte del Chef, la noticia que la consagraría de por vida.
Lucy enciende un cigarrillo, aspira profundamente el humo y contesta el mensaje.
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Ven no para de sudar, pese al frío y la humedad del bosque danés en Viborg. El grupo camina por un sendero. Los árboles forman una perspectiva perfecta y el camino parece diseñado por un ingeniero. Los afanados gastrónomos buscan raíces, bayas y setas para la creación de Kastrup.
JP se ha incorporado al grupo en el último momento, con sus zapatos de 300 euros y su teléfono en la mano por el que habla sin parar.
—No te preocupes por tu tercera estrella, ahora mismo lo arreglo. Le escribo una carta a Le Monde y listo.
Ven intenta descifrar el apellido que acaba de mencionar, hasta que cae que es el nombre del periódico francés. Luego fija su mirada en los zapatos del marqués intentando adivinar su número. Es posible que los dos lleven la misma talla. Después, se fija en su pelo. Hoy le nota algo distinto a JP. Juraría que ha cambiado de peinado. Le parece que sus canas han disminuido y que el flequillo se le mueve con más gracia que nunca hacia la derecha. «A lo mejor está empezando a cambiar su afición por los cocineros por la de los peluqueros», piensa Ven.
El crítico Enrique Olvena da palmadas, acaba de encontrar una raíz que enseña a todos como un trofeo. Se entretiene definiendo los sabores, la textura y los aromas. Un regalo de la naturaleza en una tierra fría como esa.
Sabrosi se acerca a Olvena y lo felicita por el hallazgo. Luego se dirige a todo el grupo y los invita a participar en la visita a una explotación de champiñones, el nuevo negocio del gran cocinero Kristof Kastrup.
Tras una verja verde hay un invernadero. El grupo entra con curiosidad. Algunos comienzan a sacar fotos, antes incluso de que se vea nada. Ven observa desde cierta distancia. Sabrosi se esfuerza en explicar el proceso de producción de los champiñones, la temperatura que necesitan y cómo se recurre a las nuevas tecnologías y al ahorro de energía para conseguirlo.
El grupo gastronómico pone cara de admiración. El argentino prosigue con la explicación, cada vez más suelto. Su capacidad de seducción a través del lenguaje los tiene a todos en el bote.
—Bueno, señores, ahora llega el momento de probar esta delicatessen. Tal cual, como nos la da la tierra.
Sabrosi corta alguno de los champiñones con una navaja suiza y rebana algunas lascas del sombrerito. Las reparte entre el grupo. Ven rechaza la suya, porque aunque nada le sepa a nada le da un profundo asco pensar que se mete en la boca un trozo de hongo que acaba de salir de la tierra, con la de gusanos y moscas que debe haber ahí.
Un crítico inglés se adelanta al resto para describir los sabores del trozo de hongo que Sabrosi les ha dado.
—Qué potente aroma avainillado, y en boca recuerda a frutos secos —asegura ante el asentimiento generalizado.
Ven reflexiona sobre el limitado vocabulario que utilizan los expertos para la descripción de sabores. Algunos se repiten, sin duda. La próxima vez utilizará él las mismas palabras, seguro que funciona. Ahora observa cómo el resto del grupo mastica otra ronda de láminas de sombreritos que ofrece Sabrosi, explicando que se exportarán en todo el mundo como los primeros champiñones gourmet que hacen soñar a cualquiera.
El grupo sale de la finca y continúa la marcha hacia la cocina improvisada por Kastrup al lado del río para esta celebración especial. De pronto, Enrique Olvena se quita la chaqueta y se sienta en el suelo con una risa incontrolable. Uno de los periodistas del grupo se le acerca. Olvena jura haber visto un gnomo con pantalón de pata de elefante, como de los años setenta, corriendo hacia el río.
El crítico inglés señala hacia un castillo y empieza a recitar Hamlet, mientras que JP se descalza y comienza a simular que habla con Sarkozy en francés, aunque sin teléfono.
Ven mira al grupo sorprendido por cómo desatan la imaginación los champiñones gourmet. A golpe de risas de las que hacen saltar las lágrimas, llega el grupo a la cocina improvisada donde espera el cocinero danés, Kristof Kastrup.
Reparte un caldo claro hecho al momento con raíces y algunas hierbas del bosque. El grupo gastronómico entra en alardes hacia el plato, pero sin parar de reír. El delicado Olvena asegura tener tanta hambre que se comería a la madre de Bambi y a Bambi, si no corre demasiado. Todos aplauden la idea.
Kastrup hace un gesto con la mano a Sabrosi, que lo sigue hasta detrás del tenderete. Ven va detrás y aguza la vista para leer los labios del danés, rogando que hable en inglés.
El cocinero agita los brazos. Ven no entiende sus labios hasta que escucha el argentino porteño y claro de Sabrosi. Cambia el registro y se da cuenta de que Kastrup también habla con acento de Buenos Aires.
—¿Pero qué hiciste, papá? ¿Me vas a seguir cagando la vida, acá también?
Ven se acerca para poder escuchar y leer los labios lo mejor posible.
—Hice lo mejor para vos, nene. Por algo soy tu papá y vos sos mi hijo, ¿no? —contesta Sabrosi—. Aunque te hagás pasar por un sueco de mierda…
—Danés papá. Medio danés, si querés; pero la mitad argentina te la regalo: total la heredé de vos y seguro que es robada.
—Danés, sueco, es lo mismo. Todos se cagan de frío. ¿Viste la cara de amarga que tiene acá la gente? Vos sos el mejor del mundo, nene, y ahora, con estos champiñones que vamos a vender con tu nombre, nos llenamos de guita, nos llenamos.
—Pará un poquito, papá: ¿que vamos a qué?
Ven entiende ahora esa primera persona del plural que tanto le chocó en el bar. Sigue leyendo los labios de Sabrosi entre el estruendo de risas, aplausos y gritos del grupo de la prensa gastronómica.
—Y…, son un poco alucinógenas, ¿viste? Pero ahí está la gracia, Cristóbal: hacen que vuele la imaginación y la gente necesita ser feliz. ¡Nos vamos a llenar de guita, nene!
—Estás completamente loco, papá. El tráfico de estupefacientes está penado por la Ley, también acá. Siempre supe que terminarías en la cárcel, pero no me vas a arrastrar con vos. Ahora mismo te denuncio a la policía, para que no pongas en peligro mi nombre y mi puesto como sucesor del Chef.
—Nene, si yo hice de todo para que tengás ese primer puesto. ¿Para eso le meé las ostras a Louis Moutarde en Arcachon, y el vino a Pablo Ras en Murcia? ¿Sabés todo lo que tuve que tomar para mear tanto? Eso sólo lo hace un padre…
—Papá, vos todo lo hacés igual: como el orto. Se acabó hablar en argentino y se acabó tener que aguantarte porque sos mi papá. Ya es hora de hacer lo me dijo la psicoanalista hace años…
Kastrup entra a la trastienda del tenderete y vuelve con un cuchillo de dimensiones considerables. Ven teme lo peor y se agacha para coger una piedra o un palo. No hay nada a mano, así que coge un puñado de tierra. El cocinero levanta el cuchillo gritando:
—¡Se acabó, hay que matar al padre, pero matarlo de verdad!
Ven le tira el puñado de tierra a los ojos y toma del brazo a Sabrosi. El tipo puede ser un mal padre y hasta un delincuente, pero le cae bien. Salen por el medio de la algarabía. JP está en calzoncillos en el suelo, e intenta de hacer la posición del loto imitando a una de las periodistas japonesas. En cuestión de segundos Ven se deshace de sus zapatos y se lleva al vuelo los del marqués. Milagrosamente, son de su talla, porque toca correr y lo mejor es hacerlo con unos mocasines de 300 euros.
Andan a toda prisa por el sendero para salir del bosque, hasta la parada de taxis. Al lado está el hotel, donde Ven recoge su bolso. Sabrosi le pide que lo espere un momento. Entra en el restaurante y sale con la botella magnum, una bolsa llena de champiñones y un fajo de billetes.
—Querido comisario, hoy el taxi lo pago yo.
• • •
El sonido del ordenador anuncia un nuevo mensaje, y Lucy lo abre con los ojos cerrados rogando que sea una nueva falsa alarma, otra oferta de vacaciones en el Caribe, de equipos informáticos que no podrá comprar, o de métodos infalibles para alargar el pene. Y al mismo tiempo, ruega que sea la contestación de Sofriti. Aún no ha llamado a Ven, y no sabe qué hará si el presunto italiano le propone un encuentro. La gata maúlla impaciente, reclamando su comida, o acaso que se decida de una vez.
Abre los ojos.
Lo primero que ve es el logo de una compañía aérea y no una low cost.
Lo segundo, el enrejado de un código de barras.
Lo tercero, su nombre en un billete de ida y vuelta a Venecia en primera clase.
Un nuevo tintineo. Otro mensaje. Es Sofriti, que le indica el hotel en el que tiene reservada y pagada una suite y la hora del encuentro en el Puente de Rialto. Y una frase: «Gracias por ayudarme a que la verdad salga a la luz».
Lucy comienza a preparar la maleta. Toda su ropa le parece inadecuada para la misión que va a emprender. Decide tirar del crédito de la tarjeta y comprar algo antes de ir al aeropuerto. Hay que estar a la altura: Vuelo en primera clase, suite en hotel de cinco estrellas… Sofriti juega en primera división, y está claro que la necesita. Y que la valora.
Si las cosas salen bien, se acabaron para siempre las estrecheces económicas y los ninguneos de sus jefes y colegas.
Antes de cerrar la puerta se pregunta: ¿Y si salen mal?
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Ven está en silencio dentro del taxi. Sabrosi hace rato que se quedó dormido. La bruma que les acompaña durante el recorrido le recuerda a la calima del paisaje de su infancia. Siente que sobrevuela el pueblo en el que nació. Casas blancas, rojas, naranjas, tejados y adoquines. Mar, mucho mar y un islote. Tiene dieciséis años y su padre aparece en una nebulosa. «Es lo mejor que puedo hacer por ti, enrolarte como voluntario en el Ejército. Allí harás carrera. No vuelvas nunca más. Quedarte en este pueblo sólo te dará problemas». Su madre está en la cocina. Tiene los ojos rojos, pero una sonrisa en la cara. «Sí, hijo. Come algo antes de marchar». Un plato de fabada, con poca carne, pero sabrosa, como sólo su madre, medio gallega, medio asturiana, sabía hacer en aquella isla olvidada del Archipiélago canario. Ese es el último sabor que recuerda.
Sabrosi se despierta con un sobresalto y estrecha con fuerza la bolsa con los champiñones.
—Señor comisario, ¿está seguro de que no va a querer unos cuántos?
—No gracias, pero… ¿adónde va con eso?
—A Copenhague, a venderlas. Los hippies de Christiania se van a volver locos, se van a volver…
—Creo que no es legal ir vendiendo champiñones alucinógenos por la ciudad.
—Estoy seguro de que leí que en Europa se podían consumir.
—Bueno, cada uno es libre de tomar lo que quiera. Ahora, que yo sepa, sólo en Holanda se pueden vender.
—¡Fenómeno! Las vendo allá y me vuelvo a la Argentina, que la piba me estará esperando —y le muestra la foto de una rubia veinteañera.
—¿Su hija?
—Nooo —contesta el argentino con sonrisa de lobo.
—Pues tiene edad para ser su hija —incordia Ven.
—Pero no es —contesta Sabrosi satisfecho.
El taxi se detiene. Acaban de llegar al aeropuerto de Copenhague. Sabrosi le da un abrazo. Y le entrega la magnum.
—Acá tiene, se la debía —le dice Sabrosi—. Disfrútela con su mujer.
—No tengo. Soy viudo.
—Entonces, con la mujer de otro. La cosa es disfrutar, Cabreira.
Nuevo abrazo. El argentino es de despedidas largas.
—Por cierto, comisario, ¿usted tiene hijos?
Ven piensa en su gato Ken, pero no cree que valga para la pregunta que le hace Sabrosi, así que responde con un lacónico:
—No.
—Se lo recomiendo, es maravilloso. Pero tenga cuidado porque nunca se sabe cómo le pueden salir. Mire mi nene.
Ven consigue evitar un tercer abrazo y se aleja hacia el mostrador de facturación sintiendo el peso de la magnum en la maleta.
Tiene hambre, pero pasa de largo ante cafeterías y restaurantes, porque duda que tengan en su carta lo único que podría comer en este momento: setas en calima.