17.- Viagra al whisky

—Siempre llevo una Viagra en el bolsillo. Me da confianza. Eso, y una copa de ron.

Ven asiente, pero sin expresión. Espera en una sala del Hospital de la Fe y un paciente no para de darle la vara. Castel finalmente parece que no ha muerto, según le ha dicho Lucy a primera hora, sino que ha desaparecido después de recibir tratamiento.

Lucy le contó que parece que Castel se recuperó de pronto cuando estaba casi al borde de la muerte. Ven lo piensa: no fue la dosis completa, por eso no murió y sólo tuvo que soportar una vergonzante diarrea monumental.

Para Ven es significativo que Castel saliera corriendo en cuanto pudo, incluso antes de recuperarse. No quería denunciar a Linda y no quería exponerse a preguntas que le harían más daño que beneficio.

El médico que atendió a Castel pasa consulta en el Hospital y Ven quiere interrogarlo. Mientras aguarda, el paciente que está en la sala de espera con él no deja de hablarle.

—El amor es un delirio necesario, sabe usted —continúa diciéndole el tipo que parece más idóneo para una consulta de psiquiatra que de alergología.

El bigote se mueve. Si es difícil soportar a un compañero inesperado de viaje en un tren o en un avión, en una consulta médica es insufrible. No paran de explicar los males que les aquejan, de sacar miedos, de contar mentiras para ver si ellos mismos se las creen. Insufrible. Ven intenta cortarlo.

—¿Está usted seguro de que tiene alergia? —pregunta al paciente.

—Eso creo. El gato de la chica con la que salgo me crea una reacción extraña.

—¿Asma?

—No, mucho peor.

El hombre, de unos cincuenta años, acerca su boca a la oreja de Ven.

—Me impide correrme.

Ven no puede evitar a curiosidad:

—¿Y eso?

—Se pone en el medio —contesta el paciente que le enseña los brazos llenos de arañazos—, y me araña repetidas veces y, claro, termino con una alergia insoportable.

En ese momento, el médico con bata blanca y aire solemne se aleja de la consulta con el teléfono móvil en la mano. Ven se levanta y le sigue sutilmente. Detrás le sigue el de la alergia a los arañazos.

—¿Adónde va? —le pregunta Ven.

—Espere, que no he terminado.

—¿No ve que tengo que hablar con el doctor?

—Bueno, bueno, pero tome esto por si acaso le pasa a usted lo mismo, a mí es lo que más me ayuda.

Ven toma en su mano una pastilla azul que mete directamente en el bolsillo.

El doctor cuelga el teléfono. Ven acelera el paso para acercarse.

—Doctor, necesito hacerle una pregunta.

—Espere su turno.

—Se trata de Anthony Castel.

—Ya he hablado con la policía.

—Soy comisario de la Guía Michelin —dice Ven buscando su carnet, que no encuentra, y murmura—: ¡Mierda, se lo di a Manolo!

—¿Cómo dice? —pregunta el médico sorprendido—, pensé que los inspectores de Michelin sólo servían para poner o quitar estrellas.

—Doctor, la cosa está muy mal y ahora nos toca hacer de todo. Hasta investigar casos de cocineros que desaparecen o mueren.

—Caramba, pues si que está mal la cosa, y ¿no ha probado con pasarse a Repsol?

Ven se queda callado y apunta cerebralmente el nombre. Tendrá que preguntarle a Lucy cómo es eso de que además de las marcas de neumáticos las gasolineras también se dediquen a algo tan fino como la gastronomía.

—Doctor —enfatiza Ven sabiendo que llamarlos así les colma su soberbia—, sólo quería que me confirmara si es cierto que Castel está vivo.

—Pues considerando que se ha escapado de su habitación, intuyo que el momento del óbito no ha tenido lugar.

—¿Pero sufrió una intoxicación alimentaria o un envenenamiento?

—Ambas cosas vienen a ser una, pero en cualquier caso el efecto que le produjo lo que fuera que ingirió fue más bien sedante. No he podido profundizar mucho más.

Ven lo tiene cada vez más claro.

—Ingirió veneno de cobra. Se llama resina de almendro y en una pequeña dosis sólo consigue hacer una reacción sedante. No llega a matar.

—¿Y usted cómo sabe eso? —pregunta el médico.

—Soy comisario de la Guía Michelin, ya se lo he dicho.

—Caramba. ¿Y qué estudios les exigen?

—Tercero de medicina y un doctorado sobre Filosofía o Historia.

—Caramba —insiste el médico—, gracias por la información. Llevo tiempo pensando en cambiar de profesión y esta puede ser una buena opción, además me encanta comer.

—Pues qué suerte. Tiene usted casi todo lo que hay que tener.

—¿Y adónde tengo que llamar para eso?

Ven se inventa un número que el médico toma en su teléfono.

—Insista varias veces porque el comisario jefe siempre está ocupado organizando a la cuadrilla.

—Gracias —le dice el médico.

• • •

Ven empieza a darle vueltas a todo mientras toma el autobús a su centro de operaciones de esta misión: el bar del Gallego, equidistante de su casa, la oficina del jeta, el apartamento de Lucy y el puesto diario del Ciego. Entre parada y parada del autobús, va perfilando una estrategia.

En el bar del Gallego no le hace falta pedir, la ventaja de estar en familia.

—Hombre, Ven. ¡Qué pronto te vuelvo a ver! —le dice mientras le sirve su White Horse acostumbrado.

—Hoy nada de pulpo ni de almendras, Gallego.

—Y que te piensas que te voy a poner almendras, con lo caras que cuestan. Hoy, de tapa, ensaladilla.

Ven la mira con desconfianza, pero no ha comido en todo el día. Al segundo trago, aclara las ideas. Tiene que hacer un viaje, aunque no le apetezca separarse de Lucy. Además, no puede fallarle a un tipo como Sabrosi. Tiene que ir a Dinamarca a conocer a Kristof Kastrup. Saca el móvil para llamar a Lucy. El Gallego silba.

—¡Pero bueno!

—Es un Smartphone, lo prefiero a los teléfonos de moda.

—Déjame verlo.

—Ni hablar —contesta Ven dando el último trago a su whisky. Se irá directamente a la casa de Lucy, mejor se lo cuenta en persona.

• • •

La curiosidad sobre la cocinera fugitiva ha pasado a un segundo puesto de interés en Internet ante la repercusión de su artículo sobre la muerte del Chef. Al parecer, el misterioso Sofriti no le caía bien a nadie y le llueven críticas en la Red, nuevas sospechas y ofrecimientos para desvelar de una vez quién se esconde tras ese pseudónimo. Lucy no para de recibir correos electrónicos con propuestas de colaboración e invitaciones a actos, presentaciones, conferencias de prensa. Pero, de momento, sigue teniendo que escribir sobre comida para poder comer. Acaba de aceptar un encargo de una web gastronómica para escribir sobre la nueva moda de las bayas de Goji. Un producto prohibitivo en cuanto a precio y que hace tan sólo unas semanas puede estar en la casa de cualquiera que quiera cuidarse. Empieza por el titular: «El milagro rojo».

«Las bayas de Goji han inundado el mercado. De venta en pocos lugares y a un precio desorbitado que superaba los 100 euros el kilo han pasado a encontrarse en todos los supermercados, tiendas de frutos secos y herbolarios, por unos diez euros el kilo. El boca a boca ha aumentado la demanda de una baya pequeña de color rojo encendido y con un sabor dulzón similar al de las uvas pasas a la que se le adjudican multitud de cualidades: alarga la vida, ayuda a mantener una presión sanguínea saludable, reduce el riesgo de cáncer, reduce el colesterol, ayuda a mantener los niveles de azúcar en sangre, ayuda a perder peso, alivia los dolores de cabeza, combate el insomnio, mejora la visión, fortalece el corazón, mejora la memoria y combate el estrés. Además se les confiere cualidades antihistamínicas y propiedades para preservar la salud del hígado y de los riñones, así como para fortalecer los músculos y huesos, mejorar el ánimo y facilitar la digestión. Incluso se la considera un potente afrodisíaco».

Lucy escribe de carrerilla. Suena el timbre y abre la puerta mecánicamente. En voz alta, se le escapa: «Vaya baya». Ven está al otro lado.

—¿Has sabido algo de Linda?

—Nada —contesta ella y se siente culpable. La repentina fama en el oficio le había hecho olvidar a su amante en desgracia.

—Te invito a comer. Elige el restaurante que quieras.

—Tengo trabajo. Estoy acabando un artículo sobre las milagrosas bayas de Goji y hasta que no lo envíe no puedo salir.

Lucy sigue a lo suyo y se sienta al ordenador. No hace ni caso a Ven, quien mira desde atrás y lee el texto que teclea.

—Qué cosa más curiosa —exclama él, que pensaba que después del bálsamo de Fierabrás del Quijote para curarlo todo ya se había dejado de creer en productos milagrosos.

—Esta semana se han comenzado a comercializar en toda España por un precio de risa comparado con el que tenían antes, cuando se cotizaban casi tanto como la trufa blanca.

—¿Y tienen el mismo aspecto? —pregunta Ven con la cara arrugada recordando su episodio con ese tubérculo.

Lucy ríe.

—No hombre, son pequeñas y rojas, aunque lo más importante es que puede ser un potente anticancerígeno.

—¿Y vienen de China?

—Sí.

—¿En fardos?

—Probablemente.

Ven tiene la imagen de los fardos de la bodega del Chef en la cabeza y recuerda la gestión de JP en Italia para colocar en Italia el producto que tanto preocupaba a Castel.

—¿Cuánto tardarás en acabar el artículo?

—Una hora —contesta ella.

—Vengo a buscarte en dos horas y te da tiempo a ponerte guapa… si es que se puede serlo aún más.

Lucy se siente culpable por no hacerle caso y de un salto se cuelga de su cuello y le besa en la mejilla, antes de volver al ordenador.

Ven sale apresurado para que no note que su cara debe tener el mismo color que una baya de Goji y se marcha escaleras abajo fingiendo una agilidad que no va a recuperar ni con unos zapatos nuevos.

En dirección a la oficina del Jeta, recuerda a Lupe. Siente que le está fallando, aunque a lo mejor es el momento de cambiar de idea, como ya le recomendó el Jeta. El único problema es que sospecha que la cría morena de rizos con escote pecoso y unos pechos redondos y blancos está enamorada de otra igual de guapa que ella. Gira la vista, las prostitutas le saludan como siempre, pero hoy el bigote de Ven sonríe. Ha decidido comprar una nueva Barbie cuando todo acabe. Será la mejor forma de reconciliarse con Lupe y consigo mismo. Entra en el despacho del Jeta sin reparar en su secretaria siquiera.

—Buenas, Jeta.

—Ven, no me llames así, ¿cuántas veces te lo digo? Por cierto, te estaba esperando, hay que escribir ya el informe.

—Nos va a costar muy poco tiempo.

—¿Y eso?

—Sólo me falta comprobar un último detalle, pero en principio puedo corroborar la versión oficial, fue un accidente.

—Así parecía desde un principio, pero tenemos que contrastar todo, ese es nuestro trabajo.

—Sí, aquí lo único complicado es entender qué te traes tú entre manos con Muriel la del seguro y el tal HB.

—Ven —dice el Jeta intentando acallarlo para que la secretaria no les oiga—. Es muy sencillo, ella me pidió consejo sobre el producto. La nueva imagen del seguro será este joven cocinero y me invitó a comer con ella mientras le contaba cómo mejorar la póliza.

—¿Y?

—Estamos de enhorabuena. Nos ha contratado como compañía oficial para cotejar los casos que surjan y, por supuesto, tú serás nuestro hombre en las cocinas, como siempre.

Ven se muerde el bigote y piensa en qué ha hecho él para que siempre le toque estar en las cocinas. Esta vez, lo bueno es que estará cerca de Lucy y que además podrá desviar algo del sobre para más de una Barbie.

—Vale, Jeta, cuando tengas un nuevo caso de asfixia por pulpo me llamas —y saca su móvil del bolsillo.

—¡No puedo creerlo, al fin te has comprado un móvil! —exclama el Jeta, que se fija en el modelo para terminar de decir—: ¡Pero no es un iPhone!

Ven contesta, orgulloso:

—No, es un Smartphone. No me gusta llevar teléfonos de moda y, por cierto, dame otro sobre, que tengo que hacer un viaje para descartar al último sospechoso.

El Jeta resopla, saca un fajo de billetes de su bolsillo y le da uno de quinientos.

—Dame otros dos.

—¿Pero se puede saber adónde vas?

—A Dinamarca.

—¿A descartar a un sospechoso?

—Exacto, las cosas hay que hacerlas bien, y más si vamos a trabajar ahora para esa importante compañía de seguros y la no menos importante Muriel —dice con retintín.

El Jeta se queda sin palabras y Ven saca de nuevo su flamante móvil, que él cree que le da un aire más juvenil. Sólo le falta cambiar de zapatos.

Ven sale calle abajo silbando. Ya tiene ganas de encontrarse con Sabrosi en Dinamarca, pese a que el programa del restaurante de una excursión por el bosque en plan supervivencia no le atrae demasiado. Está casi seguro de que el argentino no tiene nada que ver con el caso del Chef, pero algo trama.

Se detiene ante una tienda de telefonía. Necesita un cargador para su teléfono y se asombra cuando la empleada lo localiza de inmediato entre las docenas de modelos que ocupan toda una pared. Una vez que ha pagado, recuerda que le falta algo más:

—¿Y cómo puedo seguir llamando…? —pregunta mostrando el teléfono.

—¿Es de prepago? —pregunta la chica y al ver que Ven no entiende, aclara—. ¿De saldo?

—¡Eso! Quiero ponerle saldo. ¿Usted podría…?

—Por supuesto, señor. ¿Qué operador tiene? —la cara de susto de Ven la conmueve y le pide el teléfono para comprobarlo ella misma—. ¿Cuánto saldo quiere cargarle?

—¿Trescientos euros estará bien?

—Está más que bien, señor —la chica hace la operación, recibe los billetes y le acompaña hasta la puerta.

—Vuelva cuando quiera, señor, estaremos encantados de atenderle.

Ven se marcha pensando que esto de la telefonía móvil le está gustando más de lo que pensaba.

• • •

Al llegar al portal de Lucy, una sorpresa. Apoyado en el umbral divisa un cuaderno azul tan idéntico al que lleva en el bolsillo, que debe palparlo para asegurarse de que aún lo tiene. Sin hacer ruido lo levanta del suelo, lo abre y en la primera página, cubriendo sus iniciales y rayas horizontales, la letra redonda, femenina y calculadora de Linda:

«Volveré a por ti. Te quiero». Arruga el ceño y lo cambia por el que tiene en el bolsillo. Toca el timbre. Cuando Lucy abre la puerta, el cuaderno cae a sus pies y se agacha a recogerlo.

—¿Qué es eso? —pregunta Ven, sintiendo que miente fatal.

Ella, emocionada, no responde. Está en cuclillas en el suelo hojeando el cuaderno. Desde arriba Ven tiene una perspectiva inmejorable: unos pechos redondos y unos pezones erguidos que la camiseta blanca dejan ver. Ven siente que el pantalón no da más de sí. Sin viagra y sin bayas, con la fuerza que no sentía hace años.

—¿Te has cruzado con alguien al subir?

—Con una chica, creo —responde Ven.

Ella le da el cuaderno y baja a toda prisa por las escaleras. Ven confirma sus sospechas: está enamorada de otra.

Oye a Lucy desistir de su carrera y volver escalones arriba. Ven se muerde el labio superior, mientras la ve llegar, vencida. Le tiende el cuaderno y ella se va al sofá con el tesoro entre sus brazos.

—Ha sido ella, Ven. Este es su recetario, me lo deja para que yo se lo guarde. Es un símbolo.

Ven se queda en silencio subiendo ahora el bigote hasta la nariz. «Desde luego a las mujeres de ahora se las conquista con cualquier cosa», piensa.

Lucy sale de la ensoñación y le pregunta:

—¿Y esa maleta?

—Me voy a Dinamarca a comer en el bosque.

—¿A lo de Kastrup? ¡Llévame!

—¿Pero no tenías trabajo?

Lucy se pone seria: es cierto. No puede irse ahora, cuando la Red arde de impaciencia esperando la segunda entrega sobre la muerte del Chef. Y además, Linda puede volver en cualquier momento.

—Antes de que te marches, nos da tiempo de cenar algo —sugiere.

Ven mueve el bigote en señal de asentimiento. Lucy le lleva a su restaurante refugio en Madrid, uno de cocina de Nueva Orleans.

De entrante y para compartir, tomates verdes fritos, de primero un gumbo y para cerrar un atún ennegrecido para ella y un solomillo para él, crujiente por fuera pero sangrante por dentro. Comienza el juego con una margarita con el borde de la copa glaseada.

—¿Qué te parece, Ven?

—¿El cóctel? Bueno, prefiero whisky.

—Es un obsequio del dueño. Nos conocemos desde hace tiempo. Espero que no te importe que el borde esté repleto de sal. Siempre lo pido así.

—Me da lo mismo —dice con sinceridad, porque aunque ella no lo sepa, a él nada le sabe a nada.

Con la sopa espesa del gumbo, Ven sopla y disfruta por lo caliente que está. Lucy vuelve a comentar.

—Está bueno, aunque, ¿no te parece que picante sería mejor?

—Humm, sí, supongo.

Lucy deja que siga marchando la comanda hasta que ya no puede aguantar más. Mira fijamente a los ojos de Ven.

—Ven, tú no tienes gusto.

—Ya sé que no soy el tío más fino del mundo, pero…

Ella apoya su mano sobre la de él:

—Hablo en serio: No tienes sentido del gusto. Por eso ni te inmutaste con el sabor de la trufa. Hace un rato, cuando fui a saludar al cocinero le pedí que tu copa la glaseara con azúcar en lugar de con sal y que al gumbo le pusiera el punto más picante que pudiera y tú no te diste cuenta. ¿Desde cuándo padeces ageusia?

—¿Y eso qué es?

—Un trastorno quimiosensorial que supone la disminución o pérdida total del sentido del gusto. Se presenta a causa de lesiones, infecciones, exposición a insecticidas o a ciertos medicamentos. También hay un número de personas, muy reducido, que nace así. ¿Ese es tu caso?

Ven baja la cabeza.

—No, lo mío es otra cosa. Dicen los médicos que es psicológico. Menuda chorrada.

Ella presiente que el asunto es doloroso para su amigo y cambia de tema. La cena acaba sin postre ni café ni copa. Cuando se despiden, antes de que Ven suba al taxi, ella le da un beso en la boca, que a él le dura todo el trayecto hasta el aeropuerto y quema todavía cuando se sienta a esperar en la puerta de salida de su avión a Copenhague.

Busca en el bolsillo un chicle para distraer su boca y toca algo que no identifica. Es una pastilla alargada, azul. La Viagra del tipo del Hospital de la Fe, casi lo había olvidado. No sabe qué hacer con ella, así que se la traga. Para pasar el mal trago se va al bar a pedir un whisky.

Recuerda el cuaderno de tapas azules. Lo abre con cuidado. Allí siguen sus iniciales y las líneas horizontales. En medio, las anotaciones con la letra grande y redonda femenina de Linda, la misma que la del recetario. Las iniciales A. C. de Anthony Castel están tachadas dentro del doble círculo que él trazó. Abajo, una letra «C» subrayada. Dos flechas salen de ella. Una se dirige hacia una frase que pone: «por su culpa el Chef me dejó en Jeju» y la otra «por su culpa el Chef se suicidó».

Ven no tiene duda de la «C» misteriosa: Culpable.

Ahora entiende el nombre del plato que le llamó la atención cuando estudió su recetario. «Lágrima de Jeju». Habrá sido el plato de la ruptura. «Seguro que es amargo», se aventura Ven, que ya disfruta con su papel gastronómico.

De pronto recuerda otro plato sugestivo del recetario: «Felices en Yangshuo» y decide que ese inauguró el menú del amor. Evoca a la bella muchacha rubia que vio en la coctelería y no puede evitar imaginarla desnuda, haciendo el amor con el Chef, mientras se filtraba la luz del atardecer en el sur de China, que por algún motivo imagina azul.

Ven siente un rígida tensión en la entrepierna y se promete que, además de cambiar de zapatos, nunca más tomará de postre, antes de subir a un avión, una viagra al whisky.