16.- Resina de almendro

Linda Meyer ha preparado diez pequeñas tapas y tres platos principales para una docena de mesas. Confirma que en una de ellas está Anthony Castel. El camarero le dice que ha pedido hablar con la cocinera.

Ella se arma de valor y va a la sala. Anthony Castel sonríe al verla acercarse.

—Te has superado, Linda. Siempre fuiste la más creativa.

—¿Y por qué no me dejaste a mí al frente del restaurante? ¿Es que temías que fuera mejor que el Chef?

—Esa cocina ya pasó. Ahora es el momento de la cocina purista.

—¿Cómo puedes decir eso, con todo lo que hemos trabajado en el restaurante que es conocido en todo el mundo por ser el mejor? ¿Vas a dejar que los otros usurpen lo que es nuestro?

—Mi restaurante seguirá siendo el mejor, pero ahora sin el Chef y sin ti.

—¿Vas a complicarme la vida hasta que acabe suicidándome, como hiciste con él?

—Perdona, pero la última que lo vio con vida fuiste tú. Sé que te viste con él allí. En todo caso, se habría suicidado por tu culpa. Pero sabemos que fue un accidente. Él necesitaba probarlo todo, experimentar por sí mismo.

Linda no cambia el gesto. Le encantaría cruzarle la cara con un cuchillo, pero ella es mucho más sutil. No le gusta la sangre.

—Tú di lo que quieras. Mi nuevo concepto triunfa y lo hará por encima del tuyo.

Linda regresa a la cocina. Se mueve con la agilidad de una bailarina de ballet rusa. Su triple salto, el postre. Y el ingrediente secreto, sólo para la mesa de la cara conocida, por si aún se quedó con hambre. Un gel amargo y seco con un final dulce y sutil. Linda mira por el ojo de buey. Anthony Castel aún está en su mesa y ella sabe que es incapaz de resistirse a un postre.

Mira con curiosidad su reacción. Huele el postre, mira a un lado y a otro. El resto de mesas tienen el mismo postre. Pide la cuenta. Paga. Castel se levanta sin probar el postre, pero cuando se pone la americana, lo vuelve a mirar y rápido toma una cucharada. Su cara es de placer. Se sienta nuevamente y toma otra cucharada. A la tercera, los ojos de Anthony Castel quieren salirse de sus órbitas. Un segundo más tarde, abre la boca por la que empieza a salir espuma.

Linda cierra el puño de la mano izquierda y en voz baja perjura:

—Tú fuiste el culpable de que él me dejara en Jeju, antes de matarse por tu causa. Quería que reventaras, cabrón, pero al menos te he dado el susto de tu vida.

Mira alrededor y sale por la puerta de atrás del restaurante, en el mismo momento en el que la cabeza de Anthony Castel se da de bruces con lo quedaba del postre, resina de almendro.

• • •

La entrada a la bodega le parece a Ven la de un refugio antinuclear horadado en la roca. Empieza a sudar, pero una vez en el interior, se abre el espacio a una arquitectura similar a la de una catedral repleta de estantes y botellas. La secretaria suelta la retahíla aprendida y él se deshace de ella en un paseo distraído. En uno de los pasillos, tres grandes toneles llaman su atención. Se adentra en la gruta guiado sólo por la luz de emergencia. La voz de la secretaria se escucha lejos. De fondo, el ruido del mar y la oscuridad. Ven se pone a la defensiva, aunque está desarmado. El corazón le late fuerte. La respiración, entrecortada.

—¡Señor comisario!

Sabrosi aparece frente a Ven con voz de borracho elegante:

—¡Qué bueno verlo por acá! Venga conmigo que quiero enseñarle algo. Anoche estuve escuchando, como buen inspector-jefe, al propietario y a otro tipo que se llama JP y los seguí. En muy buena hora me trajeron hasta acá, el templo del beber.

—¿Y qué estuvieron haciendo aquí?

—Ello se fueron a ver unos fardos, yo me dediqué a disfrutar del mejor parque de atracciones del mundo.

—¿Unos fardos? —pregunta Ven.

Sabrosi lo toma de la mano y zigzagueando lo lleva hacia la izquierda. El sonido del mar se hace más potente. Y la luz comienza a dibujar las formas de grandes montañas.

—Mire, son esos fardos, no creo que sean exquisitos caldos.

Ven echa un vistazo. Los fardos muestran algunas letras chinas pintadas a mano. Palpa con la mano. Sea lo que sea, contienen algo sólido.

—¿Y ha pasado toda la noche aquí, Sabrosi?

—No es mal sitio, me he tomado un Château de Yquem, un Château Margot y dos de Cristal Rosé para celebrarlo. Una maravilla. Ahora, yo que usted no intentaría probar la reserva especial del tonel de Burdeos, ni el de Borgoña.

Ven se muerde el bigote.

—En algún sitio habría que mear, y no veo peceras con ostras por aquí.

Sabrosi suelta una carcajada en la que se trasluce la borrachera de horas. Toma una botella de litro y medio que intenta esconder bajo la chaqueta.

—Señor comisario, voy a tener que dejarlo. Confío en que haya tenido la delicadeza de dejar la puerta abierta. Me espera un avión.

—A mí me espera otro.

—Marchémonos, pues. Nos vemos pronto. ¿En Dinamarca, quizás?

La salida de la bodega es bastante sencilla. La secretaria llama por otro pasillo al supuesto periodista de The New York Times. Una vez fuera toman la salida principal. Ven tiene que sostener a Sabrosi por el hombro. A la vuelta del parking, Manolo espera con el taxi.

—Aquí estoy, señor Cabreira. Imaginaba que después de esto ya terminaría su caso y claro, un cambio de profesión es lo que necesito.

Ven mete con todo el cuidado que puede a Sabrosi en el taxi, saca su carnet de comisario Michelin y se lo tiende al taxista. Tendrá que pedirle al Ciego que le haga otro. Esta vez aprovechará para que sea por lo menos coronel.

—Manolo, al aeropuerto, que no tengo tiempo de estar entre trenes.

—Hecho, al aeropuerto de San Javier.

A Sabrosi ni le pregunta si le viene bien. Sus ronquidos indican un sueño profundo y adelantan la resaca inconmensurable que tendrá que soportar cuando despierte.

• • •

Lucy Belda hace tres llamadas. No obtiene respuesta a ninguna. Navega un buen rato en Internet. La chef en huida es el trending topic en Twitter. Anthony Castel ha sufrido una intoxicación alimentaria grave tras ingerir un postre. La policía busca a la cocinera y el propietario del que fue el mejor restaurante del mundo se debate entre la vida y la muerte en un hospital.

Acaban de llamarla con diez minutos de diferencia los dos periódicos más importantes del país para que ella, quien descubrió al mundo en la Red a la cocinera itinerante, escriba la crónica. Ahora se siente por fin apreciada como periodista, pero por un tema que le provoca un hueco en el estómago tan profundo que el ombligo casi puede tocar su columna vertical. Linda no contesta a sus llamadas. En la Red no paran de pedirle información y de dar su nombre. También se ha interesado por ella un tal comisario Koski, que la ha llamado al móvil para averiguar la identidad de Linda. Sonaba pedante y remilgado, pero joven. La habrán localizado a través de Comer Menos. Ella aseguró no saber el nombre de la chef en huida, que ahora hacía honor a su alias.

Lucy pasea de un lado a otro por su pequeño apartamento intentando no pisar a la gata. Se le ocurre una idea:

—Si quieren espectáculo, lo tendrán.

Se sienta al ordenador y comienza a escribir un post para su blog. Lo titula: «Las sospechas sobre la muerte del Chef». En un artículo reproduce la conversación que tuvo con Ven al principio de su investigación, cuando se encontraron en la coctelería, pero sólo apunta a un culpable, el único al que no se le conoce la cara: Vincent Sofriti. Total, aunque no sea así, no cree que el supuesto italiano salga del anonimato para querellarse contra ella.

• • •

Nada más aterrizar en Madrid, Ven enciende su flamante móvil. Llama a Lucy.

—¿Dónde está Linda?

—Eso quisiera saber yo, Ven.

—Paso a recogerte.

—¿Sabes lo de la intoxicación de Anthony Castel?

—No. Sólo sé que Linda estuvo en Corea con el Chef antes de su muerte.

—Mierda.

Lo que Lucy había comenzado a presentir ahora es realidad. La huida de Linda, sus llantos sin consuelo ni razón aparente. Y una pregunta que retumba en su cabeza: «¿Por qué siempre me enamoro de la persona menos adecuada?»

Cuarenta minutos después, Ven ya está tocando el timbre de la casa de Lucy. Ella lleva el pelo atado en un moño y una camisa amplia que deja ver no sólo su escote sino también sus hombros. Le brillan los ojos. Ven siente un estremecimiento y permite que esta vez ella se abrace a él. Lucy entiende que él la comprende y usa toda la fuerza de sus brazos para rodear la amplia espalda mientras cierra los ojos y suspira.

No se hubiera despegado de ella en la vida, pero hay que hacer algo antes de mantener una situación incómoda en la que la entrepierna pueda manchar el expediente. La gata intenta interponerse entre los dos y el abrazo se deshace.

Ven pregunta, serio:

—¿Sabes algo de Linda?

—La llamo y no me contesta.

—¿Y Castel?

—En un hospital, aunque no sé en cuál.

—¿Sabes dónde está el restaurante?

—Sí.

Tres autobuses y un tramo de metro después, llegan al polígono industrial donde está el restaurante. Lucy evita contarle a Ven lo que está provocando en la Red con un artículo que seguro que él entendería como una traición. Repasa su iPhone para ver la repercusión. La entrada de su blog se reproduce por todo el mundo a través de los retweets de la red social Twitter. En Facebook las menciones se multiplican y la entrada es compartida por muchos perfiles. En la lista de solicitud de amistad se agolpan decenas de usuarios que quieren ser su «amigo», aunque ella ni siquiera los conozca.

Ven observa los gestos de Lucy mientras consulta su teléfono.

—¿Pasa algo?

Ella disimula y cruza los dedos para que su amigo en el mundo real siga viviendo al margen del mundo on-line y las redes sociales.

—Estoy mirando si se dice algo sobre Linda o Castel, pero no hay nada nuevo.

Los dos andan apresurados por una de las calles del polígono. En la puerta del restaurante se encuentran a Koski, tan peinado y correcto como la primera vez que Ven lo vio.

—Señor Cabreira, ¿qué hace usted por aquí?

—Curiosear con una amiga periodista.

Koski lo mira desaprobando la compañía y que no haya hecho caso a su advertencia de «nada con la prensa». Después se fija en la chica y le parece que no es de los periodistas que incomodan. Es guapa y, para andar con un tipo como Ven, debe ser un poco tonta. Koski comenta lo que hay hasta el momento:

—Por ahora no hay nada interesante. Hemos tenido que sancionar al restaurante por tener una cocinera sin asegurar.

—¿Y la chica? —pregunta Ven.

—No hay ni rastro de ella.

—¿Y Castel?

—En el Hospital de la Fe.

Ven hace a Lucy un gesto para salir de allí.

—Espera, Ven. Necesito saber cuál fue su último menú.

Koski clava sus ojos en los hombros de Lucy y deja resbalar una mirada lasciva por su escote. Ven lo escruta y piensa que por muy reformado que esté el cuerpo de policía, siempre peca de lo mismo.

—Soy periodista gastronómica y me gustaría ver cómo diseñó el menú —le dice con ojos de gata que suplica, mientras Ven piensa en que el cuerpo de las féminas también sigue pecando de lo mismo.

—Espere, le diré a un agente que le traiga una copia.

Uno de sus hombres se acerca con la minuta de menú y Koski se la tiende a Lucy junto con una de sus tarjetas:

—Aquí tiene y si cree que hay algo que pueda servir para la investigación, confío en que me llame. Siempre está bien tener una asesora gastronómica.

Ella guarda el papel y la tarjeta en el amplio bolso sin mirarlos y se gira en busca de la calle. Le tiemblan las piernas, pero disimula. Koski. Sólo puede haber uno. Es el policía que la llamó y como le pregunte su nombre tendrá problemas.

Koski reacciona en ese momento:

—Por cierto, ¿la conocía?

Lucy ya está demasiado lejos y hace que no lo oye. Ven, a unos pasos de ella, se despide con un giro de cabeza y se reafirma en sus pensamientos: Por mucho que el Cuerpo vista mejor y vaya al gimnasio, sigue la tónica de siempre, la ineficacia.

Un tramo de metro y tres autobuses después, llegan al centro de la ciudad. Ni una sola palabra en todo el trayecto. Ella leyó el menú, el último de Linda y, tal vez, también el de Anthony Castel.

—Ven, ¿vienes conmigo a una presentación de productos italianos? Por lo menos nos podemos tomar una copa gratis, que a mí me hace falta.

Él asiente con la cabeza. También necesita un White Horse para aclarar las ideas. El envenenamiento de Castel no se lo esperaba. Lo confunde todo.

Lucy y Ven caminan en silencio por las calles ruidosas de Madrid, donde los bocinazos son más fuertes a las diez de la noche que a las once de la mañana. Entran al Hotel Urban. En la planta sótano, tras bajar unas escaleras, hay varias mesitas con productos expuestos. Lucy va directamente por dos copas de vino. Con Ven se pasea ante una de las mesas frente a la que se detiene. El aroma de una trufa blanca del Piamonte consigue hacer levitar a Lucy, que susurra:

—Tierra, humedad y el metano, casi alucinógeno.

Ven sólo ve una especie de cerebro irregular de un blanco algo sucio que no le parece más que una broma. Lucy aspira y cierra los ojos pensando en la maravilla que sería una lámina fina sobre un huevo cocido a baja temperatura y un puré de patatas. Ven se lo empieza a creer: debe ser algo alucinógeno. En un momento hasta se convence: «a lo mejor esto me aclara más las ideas que el White Horse».

El tipo que está detrás de la mesa, vestido con traje y pelo engominado se acerca con la trufa en la mano para hablarle de las bondades del producto, el de mayor sabor del mundo. Sin pensarlo más, Ven coge la trufa de cuatrocientos gramos de peso y se la acerca a la boca entreabierta. El mordisco es directo, seco, limpio y muy doloroso para el tipo a juzgar por cómo cierra los ojos y dibuja una mueca en su cara. Lucy mira sobresaltada sin decir nada. Ven mastica tranquilo y le devuelve lo que quedó de la trufa al engominado.

—Muy buena, sí señor.

—¿Pero qué haces, Ven? —le grita Lucy tan escandalizada como el propietario de la trufa, que levanta el brazo en señal de darle un puñetazo al que le ha dado un mordisco a su «oro blanco».

Lucy le salva el pescuezo tirando de él por el brazo. El italiano perjura en su idioma con el puño en el aire. Lucy lleva a Ven hacia la escalera. Él mueve el bigote y estudia los aspavientos del engominado. No entiende por qué se pone así por una mordida. «Se supone que en una exposición gastronómica se viene a comer», piensa Ven.

Lucy se mueve con agilidad hacia la salida del hotel. Él la sigue.

—Vamos a otro lugar aunque haya que pagar la copa. Siempre será mucho mejor que tener que pagar el estropicio que acabas de hacer.

Ven sigue sin entender nada, pero le responde rápido.

—No te preocupes, para un whisky siempre hay dinero. Invito yo.

Juntos toman la calle de atrás del hotel, bajan a la derecha y luego a la izquierda. Ven dirige sus pasos hacia el «Begin the begin», el bar que nunca falla en la peor noche.

—Buenas, Toni.

—Hombre, Ven, mucho tiempo.

—Sí, mucho.

—¿Tú, whisky?

—Sí.

—¿Y para la chica?

Lucy le dice que lo mismo. Por un día necesita un alcohol malo, que le impida casi despertar a la mañana siguiente. La primera copa desaparece en un santiamén de los dos vasos. La segunda se hace esperar algo más y la tercera se condimenta de risas.

—¿Pero has visto la cara del italiano? ¡Ven, le has dado un mordisco a milquinientospavos!

—Pues tampoco era para tanto —se justifica Ven recordando la pinta extraña de aquel tubérculo.

Lucy no sabe si enfadarse o reír. Opta por lo segundo. Ven es un amigo, el tipo que en los últimos días ha aparecido para salvarla de la desesperación o el aburrimiento. Y ahora lo importante es encontrar a Linda.

—¿Dónde crees que estará Linda? —pregunta Lucy.

—Primero hay que saber por qué lo mató y con qué —responde él.

Ella se pone a la defensiva:

—Aún no sabemos si lo ha matado. Está en el hospital.

—Tienes razón. Lee el menú, a ver si nos da alguna pista.

Lucy lee en voz alta todos los platos. Ven los piensa uno a uno. De cocina no sabe nada, pero de veneno, algo, que para eso hizo un cursillo en Nueva York y muchas veces pensó en aplicar esos conocimientos en los perritos que servía a los cabrones de los agentes yanquis.

Abre la boca para compartir la broma con Lucy, pero se estremece al oír el nombre del postre.

Así llamaban al veneno de la cobra en Vietnam: resina de almendro.