14.- Mochi de fresa

Nunca nadie lo echaba de menos. Podían pasar tres días o cuatro años. Sin embargo, era lo más cercano a su idea de familia. Todos le saludaban y se comportaban como siempre, incluido él. Era el bar de Sito, con los de siempre y tomando lo de siempre, su café americano, una costumbre ya difícil de suprimir, como otras.

Hoy, sin embargo, antes de leer el periódico, abre el cuaderno de tapas azules que encontró anoche en el sofá de Lucy.

Nunca ha sido capaz de leer un recetario, y este no va a ser una excepción. Repasa en diagonal las letras. Lee lugares y emociones. Es más un diario que un recetario. Piel de regaliz suiza, Nube de leche, Marshmallow parisino, Labios de jardinero, Centeno vasco y wasabi japonés, Guisantes baby. Hasta ahora sólo ve los líos de una tía en Suiza, París, el País Vasco o Japón. Ven rectifica, será en Japón, porque lo que es en el País Vasco no se liga ni haciendo pasteles. Sigue leyendo y encuentra una receta que le llama la atención: «Felices en Yangshuo». Ven sitúa Yangshuo en el Sur de la China, y busca saber con quién fue feliz Linda en ese sitio tan lejano y exótico. Escruta lo escrito. Encuentra unas iniciales: Ch.

Unas páginas más adelante está la última receta: «Lágrima de Yeyu». En ella vuelve a aparecer las mismas letras: Ch, pero tachada. Ven imagina que se puede referir al Chef. En la receta no aparece para nada el pulpo, pero está claro que una letra tachada significa que se acabó. Linda estuvo con él en Corea antes de su muerte.

Se cansa de darle vueltas a este diario en forma de recetas y abre el periódico. Como siempre, lee a hurtadillas la parte más interesante:

«Disfrutarás de una excelente jornada laboral. Alégrate de tus éxitos laborales y plantéate ya nuevos proyectos futuros, pero sin fantasear. Los viajes relacionados con tu trabajo serán muy importantes. En el ámbito sentimental, encontrarás la armonía que necesitas. ¡Enhorabuena!»

Ven se siente optimista. Continúa leyendo el periódico. En un breve de la sección de «Sociedad» le salta a los ojos la palabra «Arcachon». Se detiene. Louis Moutarde, el cocinero francés, el que podría llegar a ser el mejor del mundo, ha tenido que cerrar su restaurante por una intoxicación masiva. Más de 50 comensales sufren una diarrea crítica. Tres de ellos están en cuidados intensivos. Ven se palpa instintivamente la barriga. Todo va normal.

—Coño, Sito, ¿has visto esto del restaurante francés?

—Una cosa así le pasa a cualquiera.

Pepe el mecánico salta a la primera.

—Sí, todavía recuerdo la noche que me dio tu ensaladilla.

Sito se pone a la defensiva.

—La mía no fue. A saber lo que comiste por ahí.

Juan el carnicero entra en la conversación.

—Eso tiene mala fe. El chico ese iba a ser el mejor del mundo, ¿qué te juegas a que llegó otro a joderlo y le vendió una partida de cualquier cosa podrida?

Ven mueve el bigote.

—Ni hablar —sentencia Sito—, de eso nada, que cuando algo esta malo se ve a la legua.

—Bueno, yo por si acaso no iría a ese sitio ni que me pagaran —dice Juan el carnicero.

—A Ven, no hace falta ni preguntarle —ríe Sito—. A él lo quitas de su fabada y de sus chistorras y ya nada le gusta.

—Donde haya una buena fabada con todos sus compangos —dice Juan el carnicero mientras hace soñar a todos con un plato a rebosar de judías con su chorizo, su morcilla y su tocino.

—Las de lata tampoco están mal —dice Ven, que después de terminar el último trago de café acude al baño a lo propio. Hay cosas que no fallan, y una de ellas es el café de mezcla de natural y torrefacto de Sito.

Ya en la calle recuerda que hoy es la apertura del restaurante del Chef, sin el Chef. Se va a la estación del AVE y toma rumbo a Murcia, previo intercambio de tren en Albacete.

• • •

Lucy se despierta con una llamada telefónica. Es Linda. Está en un restaurante del cinturón industrial. Le da el nombre y la dirección.

—Hoy es mi estreno.

—¡Qué fuerte!

—Otras cosas lo son más.

Lucy se sonroja y agradece al infinito que todavía no se popularice la videollamada. Aprovecha para esconder el cuaderno de tapas azules entre las rendijas del sofá.

—Ah, por cierto, creo que me dejé mi recetario en tu casa. Es muy importante.

—¿Qué recetario? —disimula Lucy.

—Es un cuaderno de tapas azules. Por favor, si lo encuentras, confío en que no lo leas, es muy personal.

Lucy se vuelve a sonrojar y recupera el cuadernillo que permanece sobre el sofá. Contesta después de dejar pasar un tiempo.

—Estoy mirando por aquí. Ah, creo que está bajo la cama.

—Te espero, y no olvides traérmelo.

—Allí estaré.

Lucy se siente tentada de volver a abrirlo, pero esta vez prefiere respetar a Linda. Guarda el cuaderno en el bolso sin ver que realmente es el de Ven, en el que sólo hay iniciales y rayas horizontales.

• • •

En la estación del tren, en Murcia, Ven avista a un impoluto señor vestido de blanco. Lo observa a distancia. Un jovencito de gafas oscuras sostiene un cartel en las manos con el nombre de «Enrique Olvena». Ven sigue observando. El de blanco le suena del funeral del Chef. Seguro que es un crítico gastronómico.

Ven aprovecha un despiste del crítico y se acerca al chaval que sostiene el cartel.

—Disculpe, voy al restaurante del Chef.

—Ah, es usted la persona a la que vengo a buscar —y extiende la mano presentándose—. Soy Manolo.

El altivo señor vestido de blanco impoluto contempla estupefacto la escena, juraría que el taxista sostenía un cartel con su nombre y no entiende que hace ese señor llevándose su taxi.

Ven desaparece por el hall junto con el taxista echando una mirada de soslayo al hombre de blanco. El tal Enrique Olvena será crítico gastronómico, pero él, Ven, Ven Cabreira, es comisario de la Guía Michelin. Así, que si es por clases, la suya, primero. Sonríe al pensar que ya está hasta disfrutando con el papel.

El taxista, en un ejercicio de típico de empatía con el cliente, comienza a hablar de fútbol. «Es un taxista de raza», piensa Ven, que hace sus cábalas: «Seguro que es del Real Madrid».

—¡Qué buena temporada está haciendo el Madrid! —le suelta el taxista a Ven, quien sube el bigote y confirma sus sospechas.

Él nunca suele decir cuál es su equipo, pero hoy es cuestión de orgullo, su Atleti ha ganado la Copa. El taxista se alegra de que sea del Atleti.

—Lo que no soporto es a la gente del Barça. Da gusto ir con personas correctas como usted. Por un momento pensé que tenía que traer al tipo ese estirado que iba de blanco —comenta el taxista haciendo un gesto de asco.

Ven se muerde el labio superior y por no reírse, emite el sonido universal del consentimiento:

—Hmm.

Y mientras lo emite, llega una vez más a la conclusión de que la sociedad está determinada a no entenderse, porque unos siempre se sienten superiores y hacen creer al resto que ellos no lo son, sin darse cuenta de que en un pequeño plazo de tiempo empezarán a babear y a mearse encima y que entonces los demás les mirarán con el mismo gesto de desprecio empleado por ellos durante años. De pronto piensa que a él también le puede ocurrir lo mismo, pero le tranquiliza convencerse que morirá antes de que esto ocurra. Eso es lo que pensaba cuando estaba de misión en misión, más o menos peligrosa, pero moviéndose, al fin y al cabo.

• • •

Metro, autobús y varios kilómetros arriba y abajo. Por fin, el restaurante del polígono industrial. Lucy entra en un mundo desconocido. La ciudad también es eso. Camioneros, coches de lujo, industria, descampado, colas y restaurantes repletos con mesas de manteles de papel que se quitan tres o cuatro veces. Menús de doce euros y vino tinto con casera, aunque hoy, por veinte euros, el que se atreva puede probar un trozo del alma de Linda.

Lucy se planta en la barra. Todo está lleno. Entra el dueño de una imprenta cercana, a juzgar por la conversación de la que no pierde palabra. El camarero le habla de unas jornadas especiales y de un cocinero de prestigio. El impresor pica.

El primer plato es una crema de espárragos verdes con crujiente de sésamo. El segundo, un carpaccio de mango con aire de lima y un pétalo de clavel. El tercero, un huevo cocido a baja temperatura cuya yema al contacto con el tenedor se derrama en la cama blanca de un puré de raíz de apio. Al cuarto plato, los comensales quieren probar lo que está llevando al éxtasis al impresor. No hay nada como que a uno le sorprendan. «Cocina sutil en un restaurante de batalla, igual que el arte callejero, lo ha clavado», se dice Lucy, quien se da cuenta de que la versión del graffiti en la gastronomía era lo que le faltaba al ensayo con el que quiere dar una explicación novedosa, atrevida y definitiva de por qué la cocina es arte.

Lucy pide el menú en la barra. Una primera cucharada la hace volar. De la terraza de la noche a la cama y de allí al huerto de Aranjuez de su niñez. Toma algunas fotos. Linda aparece. Lucy deja la cámara a un lado y aunque le encantaría sacarle una foto, sabe que su objetivo es no ser reconocida, así que desiste. Mete la mano en su bolso y saca el cuaderno de tapas azules. Linda le da las gracias y desaparece en huida hacia la cocina. Lucy empieza a perfilar de memoria el texto que va a escribir sobre esta experiencia de Resistencia Gastronómica, lo titulará «Chef en huida».

• • •

El camino hasta el restaurante del Chef es ligero para Ven. El taxi se desliza por una carretera casi solitaria. Hace rato que ha vuelto a su estado natural, el silencio. Deja que las imágenes de la ventanilla fluyan ante sus ojos y que su cabeza retenga alguna, que como entra, se va. Le sorprende que el supuesto mejor restaurante del mundo esté en el final del mundo. A un lado una pequeña colina, más allá una serie de tiendas de campaña. ¿Serán para los fieles que buscan su hueco en una de las mesas más disputadas del panorama gastronómico? Ven rompe el silencio, la curiosidad le puede y pregunta:

—¿Y eso?

—Son las tiendas para criar gorrinos. Están de moda otra vez, en los ochenta fueron la novedad para engordar más cerdos por menos dinero.

Ven siente que se ha perdido algo en sus idas y venidas a España y se queda con lo de las modas. Las modas van y vuelven, como las de las corbatas o las Barbies.

—Ya hemos llegado —le dice el taxista con una amplia sonrisa a través del retrovisor.

Nada de vegetación alrededor. Sólo piedras y arena roja. Están en lo alto de un acantilado que a Ven le da vértigo. El restaurante parece un balcón desde el pequeño acantilado hacia el mar. Algo más adentro se ve un pequeño chalet. El camino está decorado con unos arbustos, macetas y otras plantas de jardín.

—Efectivamente, parece el fin del mundo —dice en alto Ven, aunque lo quería decir para sus adentros.

—Claro, es como un templo, siempre están al final del camino —le contesta el taxista.

—Muy inteligente observación —le contesta Ven.

—Bueno, que disfrute, aunque, claro, ya sin el Chef no será lo mismo.

—Veremos.

—Bueno, el segundo no debe ser malo tampoco, pero no le puedo decir. Yo todo de oídas. Siempre traigo y llevo gente. Nunca entro. A ver si un día puedo.

—Hombre, pues entre hoy, así ya no tendré que buscar taxi para marcharme.

El taxista se queda serio. Recapacita. Le gustaría entrar, pero:

—No estoy invitado y tampoco tengo el dinero para pagarlo. El sueldo no me da para eso.

—No se preocupe, usted es mi asistente. Lo nombro ahora mismo, que buena falta me hacen observaciones tan inteligentes. Por supuesto, está usted invitado, igual que yo.

El taxista piensa unos minutos. Es un momento histórico en su vida.

—Bueno, una cervecita me tomo.

—Claro que sí.

Ven avanza con paso decidido por las escaleras. Otros comensales ya van entrando al restaurante. Tres pasos más allá ve el perfecto traje y la flor en el bolsillo de Sabrosi, quien dispara palabras a cuatro personas a su alrededor, lo que no le impide ver a Ven.

—Señor comisario, ¿cómo está?

—Con el estómago en perfectas condiciones.

—La verdad es que es de agradecer. Últimamente hay que tener mucho cuidado hasta en los sitios de buena reputación.

—Incluso si son franceses —añade Ven.

—Con esos más aún. Menos mal que tomamos las ostras antes de que un desaprensivo meara en ellas mientras buscaba el baño.

Ven recuerda ahora la escapada de Sabrosi al servicio mientras evitaban al joven de la Michelin y el bigote se transforma en sonrisa. Gira rápidamente hacia Manolo el taxista y lo presenta con la misma ceremonia con la que lo haría un embajador.

—Le presento a mi asistente Manolo, inspector Sabrosi.

—Vaya, no sabía que eran policías… —dice el taxista extendiendo la mano con timidez—. ¿Y han venido a investigar algo aquí?

—La calidad de la nueva cocina del Chef sin él —apunta Sabrosi.

—Vaya —repite el taxista como la mejor expresión para su asombro y admiración.

En la terraza comienzan a servir un cóctel. Un gin-fizz frío-caliente en honor a una de las primeras innovaciones del Chef, anuncia el camarero. A Ven se le tuerce el bigote.

—Vaya, está tibio —enjuicia por decir algo Manolo el taxista tras probarlo.

Ven empieza a moverse entre los grupos de gente. Son similares a los que vio en el funeral. El segundo de cocina se pasea triunfante y se deja sacar fotos. Algunos fotógrafos de prensa buscan la instantánea de la lágrima, pero no llega. El propietario, Anthony Castel, anda nervioso sin dejar de fumar. Se acerca a un grupo de periodistas. Uno de ellos le pregunta por Linda. Ven aguza el oído.

—Se marchó. No sé adónde habrá ido. La pobre, no pudo superar trabajar sin el Chef.

—Pues es toda una falta de respeto que en el momento que más se le necesita, cuando ya el Chef no está, desaparezca, así sin más —apostilla una periodista entrada en kilos.

—Desde luego, qué poco saber estar —asiente su compañera de grupo con el pelo canoso y cara de haber tomado más de tres gin-fizz ni fríos ni calientes.

Anthony Castel abandona sigiloso la conversación. Las dos continúan ahora a sus anchas. Ven lee los labios.

—Seguro que tenía algo con el Chef.

—¿Tú crees?

—Seguro…

Ven continúa recorriendo la terraza, un camarero se le acerca con un cóctel. Ven le dice que prefiere un White Horse. El camarero hace un gesto de incomprensión.

—Disculpe, ¿qué desea el señor?

—Un whisky White Horse.

—Espere que voy a preguntar dentro.

Ven se mueve algo más allá en la terraza sobre el mar. Ahora se detiene a observar un grupo que habla del restaurante del francés y de cómo un pequeño fallo, probablemente con las ostras, lo puede derrocar frente al danés. Sabrosi aparece de repente y apoya el juicio. Como el restaurante danés será difícil encontrar otro. Ven sube el bigote y comprueba que Sabrosi le mira cómplice.

JP hace su aparición en la terraza. Habla continuamente por su teléfono móvil, como la primera vez que Ven lo vio.

—Silvio, no te preocupes, eso está hecho —dice JP mientras se acerca a Anthony Castel y le hace un gesto de asentimiento con la cabeza—. Anthony, ya está resuelto, en pocos días te llamarán para que puedas colocar la mercancía en Italia.

Castel cambia la cara.

—¿De verdad? No sé cómo agradecértelo.

—Ya sabes cómo —dice JP mientras mira hacia la puerta. Acaba de entrar Heriberto Barrios.

Ven aguza más la vista para leer los labios de Castel.

—A partir de la semana que viene será nuestro cocinero. La comida de hoy está siendo un fracaso y Pablo Ras no ha dado la talla. Y mira que me avisaste, JP: un segundo siempre es un segundo. Va a ser verdad, a Chef muerto, Chef puesto.

—El restaurante tendrá más clientes y más beneficios que nunca cuando todo termine de encajar —le tranquiliza JP.

Para Ven está claro que Castel está más preocupado por mantener a flote el restaurante que por conocer los motivos de la muerte del Chef. Es un títere en manos del marqués. Un hombre pequeño en un negocio demasiado grande. Ven piensa que hizo bien al eliminarlo como sospechoso trazando un doble círculo en torno a sus iniciales en el cuaderno azul. ¿Qué pensará Lucy cuando descubra que se lo cambió por el recetario gastronómico-sexual de Linda?

JP le dice algo al oído a Castel y el otro se sobresalta:

—¿Dónde dices que está?

Ven se acerca, la lectura de labios ya no le vale. Tiene que aguzar el oído. Se mueve con una croqueta líquida en la mano que acaba de tomar de una de las bandejas que se pasean entre los invitados. Por la puerta del fondo aparece el tal Enrique Olvena, una hora más tarde de lo previsto. Ven hace un giro de 180 grados y le da la espalda al crítico y sigue a lo suyo, atento a la conversación entre JP y Castel. Alcanza a leer la palabra «Linda».

—Ha puesto en marcha una idea absolutamente loca, algo así como una Resistencia Gastronómica. Está en un restaurante de un polígono industrial de Madrid —informa el marqués.

—¿Estás seguro de que es ella? —pregunta Castel subiendo el tono de voz tanto que Ven lo escucha sin ningún esfuerzo.

—Estoy seguro casi al noventa y uno coma treinta y ocho por ciento —contesta J P—. Ya sabes que me gusta ser muy preciso.

—Mañana lo confirmo —afirma Castel.

—Átala en corto, no quiero que nada perjudique el plan —lee Ven en los labios de JP.

—Descuida —le tranquiliza Castel—. De todas formas no puedo decirle nada. Es demasiado temperamental y me temo lo peor.

Ven aprieta la mano sin recordar que sostenía una croqueta líquida. Todo el contenido va a parar a su pantalón. Alza la vista y se encuentra con la risa de placer del tal Enrique Olvena. Un camarero viene corriendo con una servilleta a limpiarle la entrepierna. Ven da un respingo.

—Señor, tome usted la servilleta. En un momento le traigo el spray limpiador.

Se intenta limpiar, pero esparce aún más la mancha. En su cabeza va convirtiendo las líneas horizontales en un triangulo: JP, Castel y HB. Como siempre, las revoluciones se hacen así, desde arriba y cambiando un símbolo por otro. Una cuestión de modas, como las tiendas de campaña para los cerdos en las colinas. Ya no será el Chef, sino HB, la apuesta de los grandes. «De la vanguardia culinaria al purismo de los guisantes», dice Ven como si fuera un titular de la propia Lucy. Queda la duda de por qué.

El camarero apunta con el spray a Ven, que da un sobresalto.

—Señor, ¿le doy?

—Ni se le ocurra.

El camarero se retira. Ven, con la adrenalina al máximo, deja de esperar por su White Horse y se va a la barra:

—Sírvame un whisky cualquiera, pero con urgencia.

—¿Le va un bien un malta?

—Le digo que un whisky, pero si no hay me tomo la cerveza esa que me dice —contesta Ven desesperado.

—Me refería a un whisky típico escocés hecho con cebada malteada, señor —explica con ceremonia el barman—. Creo que mejor le pondré un blended, es decir, uno de mezcla de destilado de trigo y un poco de whisky de cebada malteada para dar sabor y olor.

Ven corta al camarero:

—Mire, póngame un DYC, que ya me está entrando complejo de alienígena.

—Como desee.

Desde lejos, Ven, con varios sorbos largos de whisky, vuelve a mirar a JP. Ahora el cerebro le funciona mucho mejor. Ya lo tiene. Sabía que sus iniciales le sonaban. Fue uno de los objetos de escuchas en los ochenta en el CESID. El supuesto amigo del presidente del Gobierno aficionado a los jovencitos. Por lo que aprecia, sus gustos no han cambiado mucho.

Anthony Castel es ahora quien coge del brazo a JP y desaparecen por el camino desde la terraza hacia el edificio de oficinas. Sabrosi los sigue, distraído, a cierta distancia. Ven los mira. La noche avanza con veinte pequeños platos y la misma conversación en todos los grupos, la que iniciaron hace horas. El tiempo pasa con palabras de más y tapas de menos. Ven casi ya tiene resuelto el caso y un lamparón en la entrepierna que le hace pensar que toda la cocina de vanguardia, para él, termina en el mismo sitio.

• • •

Lucy acaba de dar al intro para colgar su artículo sobre la Resistencia Gastronómica: «Chef en huida». El título parece que llama la atención. En menos de diez minutos ya se ha propagado a través de las redes sociales. Muchos le preguntan el lugar, ella da las coordenadas del restaurante del polígono industrial donde mañana previsiblemente se repetirá esta experiencia culinaria. Algunos le piden el nombre de la cocinera, ella se siente tentada de dar alguna pista, pero se resiste. Comienzan las conjeturas de algunos blogueros: «Esos platos parecen hechos por la mano del Chef».

Suena el teléfono. Es Linda. Está cerca de su casa. A Lucy le palpita el corazón. Abre la puerta. Linda baja los ojos. Lucy la abraza. Recorre su cintura. Linda aprieta sus senos a los de Lucy. Choque de volcanes. Aún con la puerta abierta se comienzan a desnudar. Se reconocen con el tacto de las palmas y los dorsos de sus manos. Juegan en el aire. Una patada cierra la puerta y un empujón las lleva hasta el sofá. Linda baja la lengua desde el cuello por el medio del pecho. Se detiene en los pezones y siente cómo se atiesan. Continúa lenta hasta el ombligo y desde allí a las ingles. Lucy cierra los ojos y en la luz blanca de la nada siente que todo su cuerpo se abre desde el clítoris hasta la garganta. Todo su cuerpo, una contracción. Su clítoris, un mochi dulce y sedoso relleno de jalea de jengibre y cardamomo del que sobresale una fresa.

Después de la tormenta llega la calma.

Linda se incorpora, abre el bolso, saca un paquete de tabaco y enciende un cigarrillo.

—No sabía que fumaras —le dice Lucy.

—He vuelto —admite Linda—. No es mi mejor momento.

—Dame uno, que tampoco es el mío. Pero tú estás haciendo lo que quieres, ¿no?

—Sí, es cierto —dice Linda llevándose el cigarrillo a la boca con la mano temblorosa.

—Ven aquí, «Chef en huida» —le dice Lucy mientras la acerca a ella. Linda intenta luchar en la cama con ella para que el cigarrillo no termine provocando cualquier estropicio. Ríe y por fin se zafa de su amante.

—Bueno, me visto y me marcho. Mañana veré si la idea funciona.

—¡Seguro que sí! —le dice Lucy y la besa—. La Red está que arde. Te llamo a ver qué tal.

• • •

Linda ya está vestida, toma su bolso y se va a la calle. Fuera recuerda que olvidó devolverle su misterioso cuaderno de tapas azules con siglas y rayas horizontales. Espera que no sea una broma y que el suyo esté a salvo, aunque a lo mejor lo perdió en otro lugar. Piensa en volver a casa de Lucy para dejarle ese cuaderno equivocado y preguntar por su «rece-diario», pero prefiere dejar la noche así. Además, nadie podría ejecutar sus recetas y su vida explícita en ellas se entiende igual de mal que las siglas y las rayas del cuaderno de Lucy. Vuelve a sacarlo, ya en el autobús, y se detiene en las siglas. Muchas parecen las iniciales de los nombres de cocineros. Linda acerca las cejas. Parece que está haciendo un croquis de cocineros o de ¿sospechosos? Linda repasa todas las siglas. Inspira y expira para recuperar la calma. No están las suyas, pero sí AC, rodeadas por un doble círculo.

Anthony Castel.

Ahora todo está claro para Linda. Los problemas financieros de los que oyó rumores, los torpes manejos de alguien a quien «La Probeta» le venía grande, y la falta de coraje para defender la cocina de vanguardia.

Castel fue el culpable del suicidio del Chef.

Porque tuvo que ser un suicidio. Por eso no le dio explicaciones cuando cortó con ella en Corea. Por eso estaba tan raro y tan triste.

La inunda una ira espesa, como la salsa bordelesa de una lamprea en la que tuétano, vino y sangre del pez sin mandíbula se cuecen a fuego lento.

Linda inspira profundamente y deja la salsa en proceso de reducción. La receta de la venganza no se le va a olvidar.

Cierra los ojos y cambia de fogón.

Ahora imagina el plato que Lucy le inspiró en el orgasmo: el delicioso mochi de fresa que se derrama en su boca.