13.- Viudo de pescado

Ha cambiado de idea. Necesita comer algo, se lo dicen sus tripas y aunque nada le sepa a nada, esto de la cocina por lo menos le da textura. Ven decide irse al centro de Madrid. Así, además tiene oportunidad de hablar con Lucy.

Después de dos autobuses empieza a andar por el Paseo del Prado. Recuerda el día en el que llegó a Madrid. Esa misma calle. Siente el mismo sentimiento de soledad y abandono. Un joven le pregunta por la fuente de Neptuno. Ven siente mareo y confusión. De pronto no recuerda si está calle arriba o abajo. El joven sigue andando.

—No se preocupe señor, ya pregunto por allí.

Ven entra en el primer bar que encuentra y pide un refresco. Va a tener que dejar su idea de adelgazar para otro momento. El camarero le sirve el refresco y una tapa con pequeñas piezas fritas. Las engulle, pese a tener una pinta similar a su fabada quemada.

En la tele hay un partido de fútbol. Es su Atleti. Casi lo olvida, la final de la Copa. Ven encuentra una mesa en un rincón donde sentarse. Pide otro refresco y el camarero le sirve un platito con croquetas. Las come una tras otra. No hay diferencia con lo anterior.

A su lado, un chaval, sin quitar sus ojos de la pantalla, rasca la etiqueta del botellín de cerveza que bebe. Está con otros tres chicos más que miran también fijamente la televisión. El marcador está a cero. El camarero se burla:

—¡Cómo sois los del Atleti, siempre sufriendo!

Los chicos ríen la frase de siempre y en ese momento los rojiblancos meten un gol. Ven siente una alegría inmensa que sólo manifiesta su bigote en forma de sonrisa. Los chicos se abrazan y rápidamente empiezan a enviar mensajes a través de sus móviles. Ven alarga el cuello. Uno de los chicos tiene un móvil parecido al del Gallego. Blanco, fino, ligero. Ven se pregunta a quién le estará escribiendo y se imagina a su novia, probablemente del Real Madrid, leyendo las cinco o seis palabras que le acaba de escribir.

Pese al refresco con todo su azúcar, y a las dos tapas, siente que el mareo no remite. A cinco minutos del final del partido se levanta. El aire en la calle es frío. Piensa en Lucy, en los chicos que deja brindando por el triunfo, en sus novias y en las que él ya no tendrá, en el Gallego, en el Jeta y en los amigos que no tiene, pero que a partir de mañana podría tener según el eslogan de un anuncio que hay frente a sus narices de una compañía de móviles: «Conecting People».

Lo tiene decidido.

Toca el sobre blanco que lleva en el interior de la chaqueta. Lo primero que hará al día siguiente será comprarse un móvil.

Aunque… ¿para qué esperar a mañana?

• • •

Lucy lleva horas en la cama. Siente un deseo irrefrenable de fumar, de autodestruirse, de desaparecer. Necesita hablar de esto, contárselo a alguien. Coge su móvil entre las manos. Repasa su libreta de contactos. Uno tras otro. Periodistas, cocineros, blogueros, compañeros de trabajo, ex-compañeros de trabajo, ex-compañeros de estudios, ex-compañeros de clase de inglés, jefes de prensa, ligues de uno o dos días, su antiguo profesor de francés, su madre y su ex-novio. Vuelve a repasar la agenda repleta de ex-contactos. No tiene a quién llamar.

• • •

Ven está apoyado en una farola. Algunos forofos del equipo agitan unas banderas. Otros se abrazan a sus amigos. No siempre se gana una Copa. La plaza de Neptuno se empieza a llenar. A su lado aparece un grupo de chicos entonando una y otra vez la palabra «Campeones». Ven se detiene en sus caras. Son los que estaban a su lado en el bar. Mira fijamente a uno de ellos.

—Ey, chaval.

El chico se gira.

—¿Eso que tienes es un iPhone? —pregunta Ven.

—No, mucho mejor, es un smartphone. No me gusta llevar teléfonos de moda.

—Suena bien —dice Ven.

—¿Cómo, señor? —pregunta el chico sorprendido.

—Toma quinientos pavos y me das tu móvil.

El chico no se lo puede creer. Mira su móvil. Mira a Ven y al billete de 500 euros que le muestra bajo la chaqueta.

—¿Es de verdad?

Ven no contesta y quita la mano de la chaqueta dejando el billete en el interior del bolsillo. Da media vuelta.

El chico mira su móvil. Rápido, repasa los contactos que tiene y quiénes tienen su número. Con un mail masivo lo arregla en un momento y con los 500 pavos se compra el iPhone. Sale corriendo tras Ven.

—Señor, aquí tiene. Es de tarjeta, pero el cargador no lo llevo encima, pero cuesta diez euros en cualquier sitio. Además, tiene batería para un día más, por lo menos.

Ven coge el teléfono y le da el billete. Para qué esperar a mañana si se puede tener hoy. Únicamente para eso vale el dinero.

• • •

Lucy deja el listín telefónico. Acaba de recordar el cuaderno de tapas azules bajo su cama. Se inclina y lo toma entre sus manos.

Comienza a leer recetas. Nombres sugerentes, pero que casi no entiende: Piel de regaliz suiza, Nube de leche, Marshmallow parisino, Labios de jardinero, Centeno vasco y wasabi japonés, Guisantes baby.

La combinación de ingredientes le parece muy exótica, distinta. Los procesos de cocción no son los habituales, tienen el perfil de la cocina moderna. Hay productos que desconoce, como el Óvulo. Lo busca en internet, pero no aparece nada excepto una gran lista de enfermedades femeninas y consejos para superar cualquier dolor que afecte a esta zona.

Vuelve al listín telefónico. En las recetas no encuentra la paz que busca. Necesita hablar con alguien. Sigue repasando todos los nombres en orden alfabético. Está parada en la «M» de Marisela de su ex-señora de la limpieza. Últimamente no le da el dinero para nada. Tirorí tirorí. Una llamada entrante, de número desconocido. Descuelga.

—Ven, qué alegría oírte. Bueno estoy en la cama, pero dame 20 minutos. ¿Me vienes a buscar? Vivo en la calle Valverde.

—Valverde, 15 —termina Ven.

—Sí, eso es, en el segundo piso —dice Lucy y piensa en qué casualidad que recuerde su número sólo con ver su tarjeta. Y es que para ella, la casualidad a veces es el único salvavidas.

En diez minutos está vestida. Sólo le falta maquillarse. Le parece vivir la continuidad de una larga noche. Recuerda que su mascarilla de pestañas se la dejó en el bolso. Mira a su alrededor y no lo encuentra. Toma el cuadernillo de recetas de Linda en la mano. Rebusca en la cocina, detrás de la puerta y en las rendijas del sofá. Allí se vuelve a sentar intentado recordar. Deja en el apoyabrazos el cuadernillo azul.

Suena el timbre. Es Ven. Lucy lo invita a subir, aún no se ha maquillado. De pronto recuerda, se dejó el bolso en el baño. Abre la puerta y se va directamente a maquillarse donde se ha dejado el bolso.

Ven atraviesa el gran portón del edificio. Es una casa de planta antigua, del siglo XVII. El hall del edificio es una entrada de carruajes. En la celosía se combinan ángeles y demonios en estuco. Al fondo un patio interior con una fuente en el medio y a la izquierda la puerta de un ascensor de por lo menos hace cien años. Ven se lo piensa. Prefiere ir andando. Las escaleras son de madera. Llega al segundo piso escalando cada peldaño. Resopla y piensa en los dichosos zapatos y en la estupidez de no haber subido en ascensor. Se jura curarse ese miedo a los ascensores antiguos. La puerta de la casa de Lucy está abierta. Duda si entrar o no. Se imagina que ella lo espera en el sofá sólo cubierta con un camisón transparente. Ven repasa la imagen. Siente la entrepierna y recuerda a Lupe.

Lucy empuja la puerta. No lleva camisón, ni siquiera escote. Pantalón vaquero y camiseta con el clásico eslogan: «I love NY». Tiene la cara a medio maquillar, pero está tan guapa como siempre. Su cascada de rizos negros sobre los hombros. Inesperadamente, Lucy le da un abrazo, como si fueran amigos desde hace mucho.

—¡Ven, pasa, no te quedes ahí! ¡Cómo me alegro de verte!

En un acto reflejo, Ven se retira hacia atrás, aunque lo que le pide el cuerpo es abalanzarse sobre ella.

Lucy lo suelta y lo invita a pasar.

—Siéntate un momentito, que me termino de maquillar.

Le señala el sofá, a la vez que se da cuenta de que el recetario de Linda está allí. Inmediatamente se despreocupa, no cree que Ven lo vaya a mirar. Lucy se va al baño.

Ven se sienta y toma el cuadernillo de tapas azules entre sus manos, es como el suyo, sólo que ese está repleto de recetas. La letra es redonda, muy femenina. Lo deja en el mismo sitio y se levanta. Curiosea a su alrededor. En la mesa del ordenador hay papeles escritos. La letra es diferente. Delgada, rápida, inclinada hacia la derecha y, en ocasiones, casi ininteligible. «Esta es más la letra de un periodista, la otra es la de una mujer calculadora», piensa Ven recordando los conocimientos de grafología que aprendió en sus primeros años de profesión.

Vuelve al sofá y abre nuevamente el cuaderno. En la última página lee: «Receta creada en Yevu (Corea)». Es el lugar donde murió el Chef. Ven no sabe qué pinta ese cuaderno ni de quién es. Escucha la voz de Lucy: «Ya termino». Ven sigue un impulso y da un cambiazo con el suyo en el que sólo hay iniciales que recuerda y rayas que sólo indican que el caso sigue abierto.

Lucy sale del baño.

—Bueno, ya está —dice mientras echa un vistazo al cuaderno de tapas azules que continúa sobre el sofá donde ella lo dejó.

Ven se entretiene fisgando en la estantería en la que hay amontonados cientos de libros. La mayoría de cocina y el resto sobre Arte.

—Acogedora casa —disimula Ven— y amplia biblioteca, aunque un poco monográfica.

—Sí, bueno, casi todos los libros son de trabajo —se disculpa Lucy.

—Ya veo.

Lucy se acerca y le muestra un libro de gran formato.

—Este es uno de los mejores del Chef.

Ven repasa las fotos. Se detiene en varios retratos del Chef, con su barba. En una aparece con su gesto habitual de tirar de los pelos de la barbilla. Falta el paso posterior, el del lóbulo de la oreja. Continúa mirando las fotos de sus platos. Parecen más pinturas que cosas para comer.

—¿Y qué hay de su restaurante? He oído que mañana vuelve a abrir.

—Sí, mañana reabre. Va a ser un espectáculo mundial. Un menú homenaje a los 30 años del restaurante, con mucho énfasis en los primeros platos del Chef. Los últimos están en entredicho.

—¿Y eso por qué? —pregunta Ven pensando ya en el viaje que emprenderá al día siguiente hacia la meca de la cocina sin Alá.

—Por las críticas de Sofriti. Además, parece que muerto el Chef, la opción de Ramiro Pleita está teniendo más éxito. Y como nuevo emblema se empieza a forjar un nuevo líder, un tal Heriberto Bueno.

—Heriberto Barrios —le corrige Ven.

—Exacto, eso es. ¿Lo conoces?

—De alguna manera, sí. He estado hoy en su restaurante.

—¿Y qué tal? ¿Te ha gustado?

Ven hace un gesto de asentimiento, por decir algo.

—A mí también me encantaría ir, pero es un lío lo de las reservas y un dineral lo que cuesta.

—Que te lo pague la revista esa para la que trabajas.

—Ven, eres un incauto. En este país sólo un medio o dos pagan a sus periodistas las comidas para hacer crítica. De todas formas intentaré entrevistarlo, porque su papel de pionero de un nuevo estilo ha sido toda una sorpresa.

—¿Podría ser él quien sustituya al Chef? —pregunta Ven.

—Bueno, eso sería una nueva revolución. Parece que su cocina es muy diferente, que sigue los pasos de los platos tradicionales de Pleita, aunque con una estética más moderna dentro del purismo.

Ven piensa en los guisantes crudos en sus vainas con los que comenzó la comida en su restaurante, y se propone que en su próxima reflexión debe incluir además del esnobismo, el purismo. ¿Será que las palabras después de un tiempo cambian de significado?

—Me muero de hambre —dice Lucy—, ¿nos vamos?

Él vuelve a asentir por decir algo, recuerda las tapas de cosas fritas que ha tomado y mira de reojo al lugar donde realmente le gustaría ir: la cama.

Sin remedio, ya están en la calle. Comienzan a andar sin rumbo.

—¿Vamos a un colombiano que hay aquí al lado y que abre hasta tarde?

Ven vuelve a asentir. Es lo mejor que se puede hacer cuando no se sabe qué decir y encima buscas complacer a una chica. Lucy lo coge fuerte del brazo y se para en seco para mirarle a los ojos.

—Oye, Ven, ¿por qué el amor siempre me deja una resaca más fuerte que la de cualquier whisky?

Ven le contesta de inmediato.

—Será porque eliges la peor marca.

Entran al restaurante. Parece la prolongación del salón de una casa cualquiera de Bogotá. La señora saluda con familiaridad a Lucy y les recomienda un Viudo de pescado recién hecho.

—Ven, ¿tienes pareja?

—La tuve.

—¿Y qué pasó?

Ven se lo piensa, pero no vale la pena mentir. Intuye que esa chica tarde o temprano se enteraría y que no es de las que les va el efecto sorpresa.

—Murió demasiado rápido.

Lucy entristece el rostro y aunque le gustaría preguntar cómo fue, intuye que no es el momento y que él no es de los que cuentan su vida a la primera, así que sólo le sale buscar la empatía con un típico, pero efectivo:

—Vaya, cómo lo siento.

Llega el guiso de pescado humeante. Ven sólo nota el calor del caldo en la boca. Ella cierra los ojos con cada cucharada y cada vez que los vuelve a abrir, recuperan el brillo. Ven comienza a creer en los poderes curativos de la comida, pero con los demás, porque él se siente igual. Observa a Lucy. Ella se da cuenta y él sale al paso.

—¿Qué motivos tendría un inspector de la Guía Michelin para darse a conocer en un restaurante?

—Bueno, yo creo que se deben conocer. Teniendo en cuenta que por ejemplo para España y Portugal sólo hay doce y que cada uno de ellos tiene de media una edad de 45 años y al menos unos cinco años de servicio en la empresa, supongo que al final se conocen. Además, muchos enseñan su identificación al término de la comida. Los nuevos suelen salir de escuelas de hostelería, así que en muchos casos han sido incluso compañeros de clase de quienes van a puntuar.

—¿Tendría algún motivo un tipo de Michelin para querer matar al Chef?

—No lo creo —dice Lucy—. Más bien sería al contrario. Más de uno se ha suicidado para evitar asumir la pérdida de una estrella Michelin.

Ven mueve el bigote e intenta alejar el pensamiento recurrente del suicidio. Ya ha desechado esa opción. También ha descartado al francés como sospechoso. Ahora sólo le falta el danés, aunque el joven HB y los líos de su jefe le han puesto alerta. Este movimiento aún no lo ha entendido, pero confía en el Jeta, así que pronto se enterará de qué trama con la tal Muriel y con ese cocinero.

—¿Tienes alguna idea de cómo pudo ser? —pregunta Lucy con sutileza.

—Fue un cáncer. Lupe se murió tan rápido que casi ni me di cuenta. Perdí tanto tiempo —se lamenta Ven.

Ella carraspea.

—Me refiero al Chef.

—Ah, bueno. Aún tengo que descartar la opción del asesinato y me quedan algunos cabos sueltos —responde rápido sintiendo que normalmente algo así no le hubiese ocurrido.

—¿Te imaginas que haya sido el danés? En el fondo es el que más difícil lo tiene.

—Habrá que investigarlo —contesta Ven.

—Dentro de poco hace su encuentro anual, una carrera de cocina y supervivencia por el bosque. Allí se reúnen cocineros y periodistas de todo el mundo.

Ven tiene decidido que también estará allí. Hace una cuenta mental de lo que le debe quedar en el sobre que le dio el Jeta.

Tras un rato de silencio y de cucharadas de caldo, Lucy lo mira con ilusión para decirle:

—Oye, Ven, me siento como Watson.

Ven ríe y entre líneas se define, asumiendo que con la verdad a veces hay suerte y se puede conquistar a una mujer:

—Y yo como el detective sin olfato de una mala novela negra.

Lucy ríe y se arrepiente de haber pensado sacar el jugo a las flaquezas de su acompañante para publicar un reportaje cualquiera que supuestamente le daría una fama con la que tampoco sabe qué querría hacer. Sin embargo, en ese momento, ese hombre casi desconocido es un amigo. Ni juzga ni pide explicaciones.

Para ella, hoy Ven no tiene edad definida. Es simplemente su colega. Habla de Linda, le explica que la conoció en la coctelería en la que estuvo con él.

—¿Cómo es? —pregunta Ven.

—Alta y guapa. Es rubia de ojos claros, labios perfilados y con una gran inteligencia.

Ven ya la tiene localizada. Se sentó a la barra cuando ellos estaban en la coctelería y pidió un Cosmopolitan. Habló por teléfono y Ven leyó en sus labios: «No volveré jamás». «¿Con quién estaría hablando y adonde no querría volver?», piensa Ven, que intuye que el cuaderno que acaba de encontrar en la casa de Lucy es de ella. Recuerda que la chica es realmente guapa, así que abre la boca para conseguir la mayor expresividad al emitir:

—¡Me la quedo!

Lucy sonríe y se sonroja. Ven continua atando cabos. Para disimular, ella opta por contar la extravagante idea de Linda de trabajar en un restaurante casi cada día, como una cocinera itinerante.

—¿Y de quién huye? —pregunta Ven.

—Creo que no se trata de eso. Realmente es una metáfora sobre su concepto de cocina, la Resistencia Gastronómica —contesta Linda, aunque consciente de que no las tiene todas con ella.

—¿Y a qué se resiste?

—A la cocina entendida como un esnobismo.

Vuelve a aparecer la palabra y desde luego Ven no encuentra nada más esnob que esa idea itinerante. Por curiosidad pregunta qué tipo de platos hace.

—Pues son muy sutiles y en ellos trabaja la fusión, pero no sólo de ingredientes, sino también de ideas. Además, lo primero que he probado de ella es sólo un inicio de lo que puede hacer por las recetas que le he leído —se le escapa a Lucy.

Ven confirma de quién es la letra redonda, femenina y calculadora del cuaderno de tapas azules que tiene en su bolsillo.

—¿No se parecen a las del Chef?

—Sí, es la misma línea. De hecho, parece que ella era uno de sus principales baluartes en la innovación que hacía, aunque no se la conozca.

—¿Así que trabajaba con el Chef? —pregunta Ven mientras se contesta una de sus preguntas anteriores, ya sabe adónde no volverá jamás la guapa cocinera: al restaurante del Chef.

—Estaba muy unida a él, parece ser. Está destrozada porque ha perdido a su líder espiritual.

—Incluso algo más —se aventura Ven.

Lucy se queda pensativa y recuerda los llantos de ella y su absoluto desconsuelo. Ven detecta esa mirada inequívoca de que a la otra persona se le ha ocurrido algo con tu frase y que desde luego no va a decirlo en ese momento. Ven comienza a sospechar que puede haber una nueva explicación para este caso y comienza a temer por Lucy, tiene que estar pendiente de ella. Puede meterse en un terreno peligroso.

Lucy no quiere ni pensar que Linda y el Chef fueran más que buenos compañeros, así que se hace la promesa de ser mejor persona y no una bocazas malpensada. Da un giro a su conversación.

—Por cierto, ¿me has llamado desde un móvil?

—Sí, al final me decidí a comprar uno —dice el investigador mostrando su modelo y las utilidades que ya ha comenzado a conocer. Ven se siente orgulloso, pese a tantos años alejado de la tecnología, se encuentra en un diálogo fluido con un aparato que es el tataranieto del que una vez conoció en Nueva York. Le parece que otra vez está sintiendo el deseo de estar al día en la informática. Seguro que lo consigue en poco tiempo, porque esto es como montar en bicicleta.

Linda celebra que Ven esté localizable. Saca su teléfono y graba el número. Se vuelve a concentrar en el plato que tiene delante y también lo celebra:

—¡Qué bueno está esto!

Ven asiente con la cabeza y pregunta:

—¿Cómo dices que se llama?

—Linda Meyer.

—No, me refiero a esto —le dice señalando el plato con enfado por los celos que empieza a sentir por la chica rubia.

—Ah, el guiso. Se llama Viudo de pescado —contesta Lucy cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás—. Es como un sofá que abraza…

Ven mira su cuello triunfante. Por mucha chica que se interponga en el camino, un hombre es un hombre, y masculla entre dientes.

—Sí, es lo bueno de los viudos, aunque sean de pescado.