9.- Choripán instantáneo

Sentado en la plaza de Cortázar en el barrio de Palermo, Gustav Sabrosi lee el periódico. Un tipo vestido de Papa Noel con una barba blanca suda mientras desliza los dedos por las teclas de su acordeón. Suena un tango.

Sabrosi pide su segundo café bien cargado. Arregla con disimulo el pañuelo de color vino tinto que sobresale del bolsillo de su chaqueta impecable. El sol brilla y el Papa Noel del tango se pasa la mano por debajo de la barba para aplacar el picor. Cambia de acordes y suena un villancico. Los turistas ríen. Sabrosi levanta la taza con elegancia y la acerca a sus labios. A la vez, pasa la página del diario. Todo el protocolo se esfuma en un segundo. Gustav escupe el café, mancha la hoja del periódico y salpica hasta el pañuelo.

—¡La concha de su madre!

En una columna, el crítico argentino que firma como «Banquete fiel» comenta que tras la muerte del Chef, el número uno del mundo se disputa entre dos cocineros: el francés Louis Moutarde, y el danés Kristof Kastrup.

Gustav relee el texto. No hay duda, el «barrigón infiel» ese se decanta más por el francés que por el danés, pero no deja de admirar las habilidades del cocinero asentado en Copenhague, exquisito en las formas, de larga tradición danesa, que recupera la cocina del bosque.

—¡La concha de tu madre!

Arranca la hoja del periódico manchada de café y se levanta a toda prisa. Dos cuadras más allá, escucha los gritos del camarero.

—¡Se acabó la costumbre de pagar, pelotudo! —grita Gustav dejando al camarero atrás gracias a su paso rápido y firme.

Entra en el primer locutorio que ve y con la hoja del periódico en la mano marca el teléfono del restaurante danés. Después de varios minutos de incomprensión al otro lado de la línea, quien quiera que sea que contestara al aparato cae en la cuenta de que Gustav quiere hablar con Kristof.

—Cristo, hola, ¿cómo estás?

—Papá, ¿qué hacés llamándome? Sabés de sobra que no quiero que nadie me oiga hablando en argentino.

—Mirá, pendejo pelotudo: sos lo que sos por mí. Yo fui el que te lo enseñó todo. Y ahora me necesitás. ¿Qué es eso de que un francés puede ser el primero del mundo? ¡Donde esté un argentino!

—Papá, sabés de sobra que para el mundo soy danés y punto. Además, si para vos enseñármelo todo es pasarme la infancia vendiendo choripanes a la salida de la cancha y dejar plantada a mamá…

—Calláte, boludo. Voy volando para Europa y lo arreglo todo en dos patadas, lo arreglo.

—Pero, papá…

Gustav cuelga. Corre hasta la oficina que tiene a medias con su socio. Aún no ha llegado nadie. Abre el cajón y encuentra la recaudación de los últimos cuatro domingos de la venta de choripanes en La Bombonera. Lo toma todo y sale dando un portazo. Llega al departamento que comparte con una piba rubia veinte años más joven que él. Hace la maleta a toda prisa y le cuenta que por negocios tiene que partir urgente a Chile. Se despide con un beso en la mejilla y recuerda sus Viagras. Corre al baño y las recoge.

—¿Pero cómo podés decirme que vas a Chile de negocios si acabás de agarrar todas las pastillas?

—Tranquila, flaquita, que no te voy a ser infiel. ¡Antes me la corto! Es que me dan confianza para el camino, ¿viste?

—Gustav.

—Amor, ya te llamo.

Se apresura y toma un colectivo que lo deja en la calle de las falsificaciones. Ahí se compra de todo trucho: Desde relojes hasta pasaportes, y hoy necesita precisamente uno. Después de darle vueltas, le pide al chino uno francés, que siempre le hará quedar como entendido de la gastronomía. Aunque claro, esto no será suficiente. Gustav le pregunta al chino:

—¿Vos conocés la guía Michelin?

El chino sonríe con todo los dientes partidos y comidos por el sarro.

—Sí, yo conocel, jefe.

—Exacto: inspector jefe. Eso voy a ser yo. Y sacáme unos años de encima de la foto, chinito.

—Como tu quelel, inspeltol jefe. Buen plecio.

—¡Perfecto!

En menos de tres horas, Gustav ya está de camino al aeropuerto, con su pasaporte francés y su carnet de Michelin. Compra el primer billete para París. Llegará a tiempo para la cena. Tiene que conocer a ese franchute.

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Los bigotes húmedos de Ken despiertan a Ven. No puede evitar el asco que le da, pero bueno, el gato es el único ser vivo que se acerca a darle los buenos días en los últimos años.

Prepara un Nesquik bien caliente para Ken y otro para él. El gato, sobre la mesa, relame hasta el fondo de su taza y maúlla acercándose a la de Ven, que lo mira con ojos de reprobación, pero ni lo toca.

Con pereza busca un par de calzoncillos. Los dobla con cuidado. Dos camisas y una corbata por si acaso. Es de los 70, pero las modas vuelven. Plancha un pantalón de pana. Del revés. Lo dobla y lo guarda todo en la maleta. Abre tres latas de fabada y las deja en la mesa, una al lado de la otra, junto con una cacerola llena de agua. Echa un vistazo a la habitación. La cama sin hacer y veinte revistas sobre la mesilla. Se afeita con cuidado y se recorta el bigote.

Coge la maleta y la chaqueta. Desde el pasillo, mira hacia atrás, hacia la puerta que siempre está cerrada. Lo piensa por unos segundos, pero hoy no tiene tiempo para museos. Sale del apartamento y se mete en el metro. Desde Villaverde aún le queda un buen paseo. Piensa en Lucy y en seguida, para concentrarse, piensa en Koski. Cierra los ojos.

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Lucy abre los ojos. Son las mil. Tendría que estar ya trabajando. Dios, qué dolor de cabeza. Después del Manhattan perfecto, vino el Cosmopolitan deseado y después el Gimlet gentileza de la casa y el Singapur Sling rememorando a Carvalho y varias rondas de cervezas para aplacar la sed. Qué dolor de estómago, pero qué divertida y simpática la cocinera esa de la esquina de la barra. Linda Meyer. Bonito nombre. Está sin trabajo, pero estaba celebrando algo. Curiosa, la gente. De todas formas, hacía tiempo que no disfrutaba tanto hablando con alguien. «Un té, a ver si esto se me pasa», se dice en voz alta Lucy.

Tras el estruendo se escucha: «Mierda». Lucy se acaba de caer al suelo, con taza y todo. Un maullido. Dios, pero si la gata no ha comido desde ayer. Busca una lata. No tiene. Rebusca. Encuentra un saco de pienso abierto. Pone los últimos pellets. Se sirve otro té. Intenta limpiar la mancha del anterior. Un mareo. No puede bajar la cabeza. Mejor se va a la ducha. Son las doce y tiene que enviar el texto que era para ayer. Se toma el té rojo Pu Er. Parece que va todo mejor. Y ahora a escribir para la revista on-line que le ha encargado una crónica sobre el Manhattan y los buñuelos aéreos, de los que ya ni recuerda su sabor. Bueno, a ello: «Ligeros en textura, pero potentes en boca. En combinación con el Manhattan, una experiencia nueva en la que se armonizan nuevos platos con cócteles».

De pronto recuerda que quedó con Linda Meyer esa misma tarde. En el Mercado de San Miguel. ¿A qué hora? ¿A las nueve? Las nueve de la noche suele ser la hora de quedar. Quería conocer el mercado gourmet de Madrid. Seguro que le puede sacar información. Según le dijo ha trabajado con grandes cocineros, entre ellos el Chef. Estaría bien un recorrido por el Mercado con la mirada del Chef, después de muerto. Seguro que se lo compran en cualquier periódico. Bueno, pero antes tiene que escribir la receta del mes para Comer Menos. Y a ella sólo le apetece una sopa. Puede hacerse una sopa reconfortante, sacarle una foto y listo, ya está la receta del mes. Fijo, a mediodía una sopa. Seguro que todo va mejor. Se lava los dientes. Y de pronto se acuerda de Ven. Él sí que sería el personaje de un reportaje: «El investigador de la muerte del Chef». Ese sí que sería un temazo. No tiene móvil, pero seguro que la vuelve a llamar. La necesita. Y ella a él para su reportaje estrella en El País y para que le siga pagando algún cóctel.

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Linda despierta sobresaltada. No sabe dónde está. En Japón, en París…, no: en un hostal en Madrid. Cierra los ojos y trae a la memoria las palabras de la noche. Repasa con tranquilidad. Todo correcto, todo bajo control, pese al alcohol.

Entra en la ducha y mientras el agua comienza a empapar su cabello recuerda que Lucy Belda es periodista. Vuelve a repasar sus palabras. El pelo está totalmente mojado y pegado a su cabeza. Con las manos empuja una y otra vez el agua hacia atrás. Sigue pensando. Intenta tranquilizarse.

La periodista puede ser la clave para su proyecto. Lucy le puede dar la fama que nunca ha tenido.

Su idea es revolucionaria, nada que ver con lo habitual hasta ahora de cocinero propietario de restaurante para esnobs que van en procesión a adorar sus platos. Lo suyo será para frikis de la alta cocina, para foodies de verdad, que andan lo que haga falta por probar lo que nunca han podido catar, para trabajadores que saben comer mejor que el más adinerado ejecutivo o la marquesa de siempre.

Linda Meyer lo tiene claro. Será una cocinera itinerante. Un día en un restaurante y otro día, en otro. Pero no en locales conocidos, sino en aquellos lugares honrados pero fuera de los circuitos gourmet. En los restaurantes de carretera, en comedores de polígonos industriales, en casas de comidas a las afueras, en casas okupas, en chiringuitos de playa y en puestos de feria donde cualquiera con la suerte de cruzarse en su camino podrá saber lo que es la gran cocina. Creará adeptos, que le seguirán, aunque no sepan ni qué cara tiene. Se disfrazará, unas veces con pelucas, otras con barba, nadie sabrá si es cocinera o cocinero, si es una o una multitud. No sabrán nada de quién es la artífice de esta verdadera revolución que significará lo que el graffiti al arte: ha llegado la hora de la Resistencia Gastronómica.

Ella no buscará clientes, los clientes la buscarán a ella. Así estará durante unos años, sin un lugar fijo, sin dejarse fotografiar, sólo encubierta. Sus pasos quedarán descritos en Internet por sus seguidores. Ella será la mejor Chef del mundo. Irá mucho más allá que el Chef.

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En el aeropuerto, Ven se entretiene hojeando revistas gastronómicas. Todas le parecen iguales. Una de ella tiene tres fotos en la portada, mira los nombres. Uno de ellos no le suena, sus iniciales HB. Parece que se ha hecho famoso en las últimas semanas y aunque no esté en las quinielas oficiales para suceder al Chef, puede ser la gran promesa o lo que en política se llama «el tapado», el que nadie espera hasta que sale en el último momento y triunfa. Hojeando el texto descubre que es un discípulo de Ramiro Pleita. Saca el cuaderno de tapas azules y anota sus iniciales.

Sigue mirando los estantes con libros de recetas, ensayos y hasta novelas gastronómicas. Le parece vivir una pesadilla cuando de pronto sus ojos se detienen en un nombre: Sofriti. Es el apellido del italiano que Lucy le ha señalado como principal detractor del Chef. Mira el título del libro: No se deje engañar por la chusma molecular. A su lado otro firmado con el mismo nombre que le suena a pseudónimo: Cómo matan los aditivos. Ven paga los dos libros con un billete más que sale del sobre que le dio el Jeta.

Se sienta en un banco frente a la puerta de embarque y empieza a leer uno de los libros con desgana, pero cada vez se va animando más. Le encuentra a todo un punto de opereta: «Un menú del Chef, diarrea segura. Gran parte de los productos que utiliza son laxantes y, lo que es peor, cancerígenos». Se cansa y abre una página cualquiera del otro libro de Sofriti: «Es urgente que conozcan el peligro de los aditivos. Lea la letra pequeña de las etiquetas. Su vida depende de ello». Busca en la solapa, pero no hay ninguna foto del italiano.

Dentro del avión la revista de la compañía aérea anuncia a todo color la incorporación del Chef en la elaboración de sus exquisitos menús, «para necrófagos», piensa Ven. O la estrategia de la compañía lleva hasta el límite el morbo de explotar comercialmente la muerte del Chef o es, una vez más, la desidia en tiempo de crisis: como la revista ya estaba impresa no la iban a desperdiciar, ¿no?

Entre las propuestas del Chef se detiene en el menú bajo en calorías: un sándwich de pan de sésamo con finas lonchas de pavo asado, corazón de lechuga crujiente de la Ribera, jugosas rodajas de tomatito canario y ligera mayonesa de cilantro. Ven traduce: «Un bocadillo de insulso fiambre de pavo de toda la vida».

Hoy es él quien prefiere ser creativo y se compone su propio menú: unos cacahuetes y un refresco light. «Si se come poco se engorda poco», concluye. Se ha propuesto adelgazar y volver a hacer footing, como cuando estaba en Nueva York. Esto le recuerda que tiene que comprarse ya otros zapatos. A lo mejor encuentra en cualquier zapatería de Burdeos una oferta de zapatillas y zapatos para ejecutivos, dos por uno. Ahora, con la crisis, no les queda otra que ir andando a la oficina.

La azafata le entrega el paquete de cacahuetes y el refresco.

—Que lo disfrute, señor.

Ven pinta una mueca bajo el bigote. No se le ocurre cómo podría disfrutar de nada que se ingiera si no sabe como sabe. Baja la mirada y se entretiene leyendo el listado de ingredientes del paquete de cacahuetes: sorbitol (uno de los supuestos laxantes según Sofriti), almidón modificado de patata (un transgénico, advierte la guía del italiano) y con el resto ya se pierde: goma arábica, harina de arroz, extracto de levadura, levadura en polvo, azúcar caramelizado, dextrosa, aroma (sin especificar), especias (tampoco se especifica cuáles), cebolla en polvo (¿para qué necesitan unos cacahuetes esto?), sal y cacahuetes. Por suerte, también cacahuetes.

El bigote de Ven se alza buscando la nariz. Sigue leyendo. El paquete está lleno de mensajes: «Hemos seleccionado frutos secos de excelente calidad y los hemos tostado al horno sin una gota de aceite para que queden así de sabrosos y especiales». En el paquete también lee: «El consumo recomendado de frutos secos dentro de un estilo de vida saludable es de entre tres y siete porciones de 30 gramos por semana». Y como eslogan: «¿Y hoy has sonreído?».

El bigote de Ven regresa a su sitio natural. Sus ojos se fijan en la lata de refresco. Da un sorbo largo y se echa a la boca un puñado de los cacahuetes al horno. Intenta evitarlo, pero no puede. Se pone a leer también los ingredientes de lo que bebe: «agua carbonatada, colorante E-150d, edulcorantes E-952, E-950 y E-951, acidulante E-338, aromas (incluyendo cafeína) y corrector de acidez E-331. Contiene una fuente de fenilalanina». Y el previsible consejo: «Es recomendable seguir una dieta variada, moderada y equilibrada, así como un estilo de vida saludable».

Definitivamente, siguiendo los mensajes de los envases, su dieta de fabada y whisky la podría cambiar por refresco y cacahuetes. Lo piensa un momento y llega a la conclusión de que del whisky no puede prescindir. Es su medicina. Ven llama a la azafata y le pide un White Horse de postre antes de aterrizar.

Mira el reloj. Tiene tiempo de tomar el tren y de llegar a Arcachon antes de que se ponga el sol.