8.- Lata al baño maría

Ya en la calle el latido de los pies le sube a la sien. Las tripas de Ven se mueven buscando el relleno perdido del buñuelo. Regresa a Gran Vía, lamentando no haberse quedado a disfrutar un poco más del canalillo pecoso. En Callao se desvía hacia Santo Domingo. Todavía sigue allí su agencia de viajes de siempre. Entra, pero ya no conoce a nadie. Pide un billete a Burdeos para el día siguiente y pregunta cómo llegar hasta Arcachon. El tren parece lo más rápido y económico. Saca el dinero del sobre y se guarda el billete en la chaqueta. Vuelve a la calle de Las Conchas.

—Coño, Ven, tanto tiempo sin verte y hoy vienes dos veces. ¿Qué? ¿Encontraste una cabina? Pena que no te quedaras encerrado en ella —bromea el Gallego.

—Gallego, no me jodas, vengo a pagarte la copa de antes.

El Gallego le sirve otro whisky y esta vez le pone una tapa de chorizo.

—A esta invita la casa, por la caminata de un par de horas para buscar el teléfono.

Ven agradece el gesto levantando el bigote y asintiendo. Devora las lonchas de chorizo. Deja el pan para el final para acallar el eco de sus tripas.

—¿Sabes algo del Ciego? —pregunta.

—Hace tiempo que no lo veo, pero creo que suele estar en la puerta del Oratorio de Caballero de Gracia. De todas formas, si vas para allá, te verá él primero.

Ven acaba su whisky y dos pinchos más de otro embutido irreconocible y se despide levantando el bigote y echando la cabeza ligeramente hacia atrás.

Ven siente que el whisky le hace andar más rápido y con menos frío. Pese a estar en invierno, cree que es agosto. Llega a Caballero de Gracia cruzando los dedos. Allí está, en la puerta de la iglesia pidiendo limosna.

—Ey, Ciego.

—Coño, Ven.

—Necesito algo.

El Ciego se levanta y recoge la lata en la que hay unas monedas. Ven lo toma del brazo y salen calle abajo.

—¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Qué necesitas? —dice el Ciego.

—Esto es fácil. Sólo quiero un carnet de inspector de la Guía Michelin.

—Vaya, ¿y para cuándo?

—Para esta noche.

—Joer, tío. Qué prisas.

—Déjate de quejas, esto está chupado. Difícil fue lo del pasaporte que me hiciste aquella vez.

—Coño, uno de mis mejores trabajos, Ven. Qué bien quedó.

—Desde luego, si no es por ti, no lo cuento. Lo de ahora también es importante. Te lo pago al momento y bien. Quinientos pavos. Paga el Jeta.

—Vale. Dame unas horas.

—Te espero en el Círculo.

El Ciego se pierde por la calle Virgen de los Peligros y Ven continúa por Caballero de Gracia. Cruza Alcalá y se mete en el Círculo de Bellas Artes. Hay una exposición de pintura de nuevos creadores, una de fotografía y otra de Barbies customizadas para celebrar el cincuenta aniversario del icono del siglo XX. Ni se lo piensa. Entra en la de las Barbies.

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Lucy se ha terminado su Manhattan y continúa mirando envidiosa cómo la chica rubia delgada de la esquina disfruta de su Cosmopolitan. Mira el billete que ha dejado Ven sobre la barra y pide al barman uno igual. Mira de reojo a la chica mientras el camarero une en la coctelera cuatro partes de vodka, tres de limonada y otras tres de zumo de arándanos y un chorrito de lima.

«Ese es mi postre», piensa Lucy.

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Todo fue una idea genial de Ruth, la mujer del cofundador de Mattel, Elliot Handler. Se dio cuenta de que a su hija le aburría jugar con muñecos que parecían bebés. Copió un dibujo de un cómic para hombres. Le hinchó un poco más los pechos y la vistió moderna y provocativa. Consiguió que miles de madres y niñas quisieran ser como ella y que miles de hombres la desearan entre sus brazos. Seguro que de ahí viene aquello de «Eh, Muñeca» de las pelis.

Ven se entretiene en cada una de las vidrieras. La primera Barbie salió con bañador a rayas y aretes. Maquillada y con gafas de sol. Sandalias de tacón. Uñas de los pies y de las manos pintadas de rojo. Sobre los hombros, una melena castaña recogida en una coleta. Ven arrastra la vista por las piernas de plástico.

—Una gran pieza de colección —escucha tras de sí.

Siente que le acaban de cortar el inicio de un momento de desenfreno de la libido.

—Un bombón —dice entre dientes.

—Señor, es usted un cerdo —le insulta el caballero que le supuso la pureza del interés de un coleccionista. El señor lleva a su lado a su nieta. La chica, de unos quince años, sonríe y le guiña el ojo a Ven, quien se lamenta de dejar pasar oportunidades una y otra vez con mujeres hermosas y jóvenes, porque después de la muerte de Lupe, sólo ha tenido ojos para su colección de Barbies.

Unos pasos más allá encuentra a la Barbie Malibú. Melena rubia, ojos azules, pantalón de campana amarillo, con camisa larga de mangas acabadas en vuelo. Le recuerda a Lupe.

Da media vuelta. En la tienda al término de la exposición venden algunas réplicas actuales de las Barbies históricas a más de cien euros cada una. Estudia la copia de la Barbie Malibú de 1959. A Ven le parece que esta Barbie y su Lupe son dos gotas de agua. Los whiskies del día propician la melancolía. Saca su cartera. Un billete de diez euros y la foto de Lupe: muy delgada, morena, con el pelo corto y ojos marrones. Ven vuelve a mirar la Barbie Malibú y acaricia el sobre del Jeta.

Pide que se la envuelvan en papel de regalo.

—¿Es para su hija, señor?

—No, para mi mujer. Las colecciona.

Ven se traga el agua de sobra que quiere salirse por sus ojos. Después de un mal trago, sólo otro whisky lo borra todo, aunque no le sepa a nada. En la barra del bar del Círculo pide su White Horse. Tres copas después, llega el Ciego. Sonrisa en boca.

—Aquí está Ven. Trabajo perfecto en tiempo récord —dice mientras le extiende un sobre blanco.

Ven lo abre y mira sigilosamente el interior. Carnet de plástico con el logo perfecto. Impresión perfecta. Su nombre en negro, un número de identificación y su cargo: Comisario.

—Ciego, ¡te he dicho inspector!

El Ciego vuelve a sonreír.

—Un tipo como tú se merece ser comisario, por lo menos, Ven.

Ven introduce con cautela cinco billetes de cien en el bolsillo del Ciego y se despide.

—Coño, Ven, invítame a una copa.

—¿No te da con lo que te acabo de dar?

El Ciego ríe. Ven mueve la cabeza y le pide una cerveza al camarero.

—Te dejo con la caña, me esperan en casa.

El Ciego vuelve a reír, incrédulo.

—Ciego, a seguir viendo tan bien.

—Calla, coño, que se van a enterar…

Dos autobuses más tarde, llega a casa. Abre la puerta. Ken le espera. Y las latas de fabada, también. Las abre y las calienta al baño maría poniéndolas directamente en un cazo con agua. No tiene microondas, porque se empieza quemando la fabada y se termina incendiando todo el edificio. Prefiere el baño maría, que no reseca las judías. Come de la lata con una cuchara. Ken mete la cabeza en la suya y se relame. Ven mira sin concentrarse un partido de fútbol en la pantalla de la tele. Ken se sube a sus piernas y se relame otra vez. A lo mejor su dueño no termina su lata. Ven mira de reojo al gato.

—Ken, hoy he comprado una de las Barbies que nos faltan para la colección. Vamos a colocarla. A Lupe le encantaría.

El gato maúlla.

Ven saca del papel de regalo la Barbie Malibú. Le acaricia el pelo y muy despacio recorre con uno de sus dedos el brazo derecho de la muñeca. Continúa resbalando por los muslos hasta los tobillos.

Ken maúlla. Ven se siente descubierto. Se levanta. Ken lo sigue despacio. Ven abre la puerta que nadie más que el Jeta y su gato ha traspasado en su casa. Es un trastero pequeño pero bien arreglado, revestido de estanterías impolutas en las que descansan sonrientes las Barbies de la colección. Ken almohadilla sus pasos y se queda inmóvil en postura de observación a cierta distancia. Ven repasa una a una las muñecas. Ahora sólo con la mirada, Lupe no le permitiría tocarlas. Con mucho cuidado, coloca la Barbie Malibú en su lugar correspondiente y el ticket de compra sobre una mesita. Se sienta en una silla para disfrutar del momento: «ya queda menos para completar la colección». Le parece ver la sonrisa de Lupe, la misma que imaginaba cuando estuvo años sin verla.

Después de perderse en Venezuela cuando salió corriendo de aquél restaurante vasco, pasó la malaria en una aldea en la selva que separa Colombia de tierras venezolanas. Cuando se recuperó, Ven regresó a España, pero ya ni el CESID ni Lupe le esperaban. Después de varias entrevistas y un golpe de suerte, el servicio le asignó una nueva misión. Pero, de Lupe, ni rastro. Casi se vuelve loco buscándola. Los años pasaron y una noche oyó su voz en el programa nocturno de radio «Terciopelo azul». La escuchaba en su nuevo puesto de infiltrado en las cocinas del restaurante que permanecía abierto 24 horas en Madrid: La Celtiberia. Por allí pasaban taxistas, noctámbulos, juerguistas, barrenderos, ladrones, policías, políticos y hasta insomnes. Todos pedían lo mismo: platos combinados.

En la cocina, sólo se oía este programa. Canciones, dedicatorias y deseos perdidos en el anonimato de la radio y de la noche. Lupe le dedicó «Hablemos del amor», de Raphael. Ven no soportaba esa canción, pero Lupe la adoraba y él nunca hizo ni un gesto que indicara lo contrario. La dedicatoria fue escueta pero suficiente: «Te sigo esperando. Donde quiera que estés si me oyes, Ven, y Hablemos del amor».

Casi pierde la conciencia cuando la oyó.

Corrió a llamar y le dedicó: «Si tú me dices ven, lo dejo todo» y dejó sus señas por si ella volvía a llamar a la emisora.

Al día siguiente se encontró con ella y al otro dejó para siempre el CESID. Se lo prometió, y él era hombre de cumplir promesas, aunque tarde, pero de cumplirlas.

A los dos meses se casaron. Tres meses más tarde ella se quedó embarazada, pero perdió el niño y la vida. Le descubrieron un cáncer y allí acabó lo que empezaba. Ni niños ni Lupe. Sólo las Barbies.

Ken se sube a las piernas de Ven, que se despierta sobresaltado. Es tarde y mañana se va a Arcachon, al restaurante del supuesto segundo mejor cocinero del mundo. Ven se lo explica a Ken y para tranquilizar al felino termina diciendo:

—No te preocupes, te dejaré todas las latas abiertas.

Sigue hablando mientras cierra cuidadosamente su santuario particular.

—Vamos a ver si ese cocinero es de los dispuestos a matar por ser el primero.

Va a la cocina y revisa las latas de fabada suficientes para Ken. Se agacha para acariciarlo:

—No tardaré mucho en volver, es un mero trámite de trabajo. Esta vez no creo que me pase nada. Sólo tendré que ir a un sitio a cenar un menú pesado, estrecho y largo, que no me sabrá a nada.

El gato ronronea en contestación a las caricias.

—Y pensar, Ken, que para los dos comer es tan sólo una lata al baño maría. Pero tú al menos sientes el sabor, cabronazo.

Ken se relame.