Linda Meyer camina despacio hacia el restaurante. Después de tres semanas fuera echa de menos «La probeta», aunque no tiene ganas de hablar con el segundo de cocina. Cada vez que piensa en él le viene el olor a cedro húmedo dulzón de su sudor. Llega feliz, con una sorpresa en la maleta, pese al dolor de ovarios. Ha descubierto un nuevo ingrediente, espera ganarse, una vez más, la admiración del mundo gastronómico. El resto del equipo hace como que investiga, pero ella sabe que dependen de su trabajo, aunque nadie sepa su nombre. Es la más brillante, la que ha conseguido inventar siete platos en una única temporada.
Al paso se le escapa una carcajada.
Acaba de bautizar su nuevo descubrimiento: Óvulo.
Suena femenino y es la clave para conseguir el crujiente más fino del mundo. Un simple papel transparente de fécula de patata. Ha visto cómo lo usa uno de los grandes de la cocina japonesa kaiseki, esos restaurantes de temporada que sólo tienen una mesa por noche de ocho personas como máximo y a la que sólo pueden aspirar los socios de su selecto club.
El producto tiene sabor neutro y aunque lo probó con algo salado se le ocurrió al instante llevarlo a su terreno, el dulce. Todo lo que cruje en la boca seduce. Algunos dicen que porque recuerda la sensación de saciedad al humano primitivo que roía huesos. Esta idea no le termina de convencer, pero está claro que el hojaldre es lo que más gusta en pastelería. Con las láminas de fécula podría conseguir una masa completamente aérea. En Japón apenas tuvo tiempo para experimentar, pero imagina que si sobre la lámina ralla azúcar aromatizada puede conseguir lo que busca. Y para que el papel cruja, un poco de calor del horno. La única debilidad es la humedad, porque al primer contacto con el agua o con un ambiente húmedo, la lámina se encoge hasta desaparecer.
Linda siente la excitación del que descubre una moneda que aún no tiene en su colección. Sonríe pensando en el efecto que causará en quien lo tome, una lámina que se rompa en la boca y pase ligera por la garganta. Y de ahí, al cerebro y, después, al corazón.
Una sensación primaria más a través de la cocina para su recetario particular. El cuaderno azul que nadie más que ella lee.
—Hola, buenos días —saluda pletórica al entrar a la cocina.
Nadie contesta. Linda nota que la observan con ojos incrédulos y comienza a ponerse nerviosa.
—Buenos días a todos, el Japón muy bien gracias y traigo un producto estupendo. ¿Dónde está el Chef?
Pablo Ras, el segundo de cocina le contesta.
—En el cementerio. ¿Es que no te has enterado?
—¿De qué? —pregunta Linda Meyer con cara de preocupación.
—Linda, el Chef ha muerto —le suelta la limpiadora tomándola del brazo.
Ella se estremece y siente una arcada que contiene en la garganta.
—No puede ser, pero ¿qué ha pasado?
—Un accidente de trabajo mientras probaba un nuevo ingrediente: un pulpo vivo. Se asfixió.
—Dios —dice linda mientras aprieta los puños con disimulo, pero con tanta fuerza que siente que las uñas se le clavan en las palmas de las manos.
—Anthony Castel nos acaba de convocar a una reunión. Ahora es el dueño único del restaurante —le dice uno de los jefes de partida.
La cuadrilla está paralizada. De la tristeza ha pasado a la expectación. Anthony Castel entra por la puerta de servicio con su chaqueta de pana a cuadros. Despeinado y con un cigarrillo consumiéndose en la boca. Sin ceremonia alguna comienza a hablar. Todos le rodean en silencio.
—Chicos, estamos jodidos. Este restaurante sin el Chef no tiene sentido. Quiero saber si sois capaces de hacer lo mismo que él, pero sin él.
Ras, el segundo de cocina, da un paso adelante.
—La pérdida es irreparable, pero estoy preparado para seguir con su trabajo e incluso mejorarlo.
Linda pasea su mirada de reojo entre el segundo y el propietario, en quien clava la mirada como si fuera un puñal.
—Entonces cada uno a sus puestos y a trabajar mejor que nunca. Haremos un menú de homenaje con los platos más significativos creados por el Chef. Tendremos más visitas que nunca. Así que no quiero ni un despiste.
Anthony Castel señala a Ras.
—Pablito, tú eras el segundo del Chef y tienes que ser ahora el primero. Hazme un menú y lo vemos.
La mirada del propietario recorre las caras de sus cuarenta cocineros y sus treinta camareros. Se detiene descaradamente en Linda.
—Quiero a toda la cuadrilla firme a las órdenes de Pablo Ras, ¿queda claro? Si alguien tiene alguna duda, viene a mi despacho en un rato. Ahora me voy a una reunión.
Todos vuelven a sus puestos y Pablo Ras no deja escapar ni un segundo para ponerse a dar órdenes.
Anthony Castel se marcha con paso firme. En la terraza del restaurante enciende otro pitillo y pierde la mirada en la línea en la que se unen cielo y mar. Los del seguro le esperan. Si demoran en pagar la pasta de la póliza del Chef, no podrá hacer frente a las nóminas, aunque confía en que después de la arenga ninguno de los empleados cause problemas por un tiempo.
Y problemas le sobran. Hace poco más de un mes, casi por casualidad, detectó desvíos de dinero, transferencias injustificadas e irregularidades en los libros. Hasta donde pudo seguir la pista, habían comenzado dos años antes, coincidiendo con el comienzo de las misteriosas desapariciones periódicas del Chef: varios días ilocalizable y sin que nadie supiera su paradero. Cada vez que intentó hablar del asunto con él, contestó con evasivas. Sólo consiguió arrancarle el compromiso de tratar del asunto cuando regresara de Corea. Y volvió en una caja de zinc.
Y para colmo, lo de las dichosas bayas de los cojones. El Chef lo había convencido de que aquel contrabando de bayas de Goji con China era la solución para tener ingresos de reserva por si volvían los malos tiempos. Con los primeros diez envíos todo fue sobre ruedas. Hasta que los chinos vieron el negocio, movieron influencias en el Parlamento Europeo y consiguieron legalizar la exportación masiva. El precio cayó por los suelos y Anthony Castel se pregunta una vez más dónde coño va a meter las diez toneladas de bayas que aún están sin colocar.
Evita a tiempo una respuesta soez.
Apura hasta el final el cigarrillo y tira la colilla a una de las macetas de la entrada. En el interior del chalet en el que están las oficinas y el taller de investigación de cocina, dos hombres y una mujer, los tres trajeados con colores oscuros, le esperan. Su abogado, Juan Iniesta, hace tiempo con su charla insulsa.
—Hombre, Anthony. Aquí están los responsables de la compañía de seguros. Muriel González, responsable de pagos de la compañía y Víctor Klein, coordinador de cuentas especiales.
—Buenos días y gracias por venir tan pronto —dice muy serio Anthony Castel—. Confío en que podamos acabar con este asunto lo antes posible. Es muy doloroso para todos.
—Lo sabemos, señor Castel —aclara con rapidez la mujer vestida con un traje de chaqueta y pantalón a rayas grises—. Sin embargo, necesitamos el informe final de la policía y el que hemos encargado a nuestros investigadores privados para cerciorarnos de que no ha sido un suicidio ni un homicidio. Como bien sabe, el seguro sólo compensará la pérdida del Chef si se puede comprobar que se trata de un accidente laboral.
—Desde luego que lo fue. ¿Si no por qué motivo iba a probar un pulpo vivo? Sólo por su obsesión por el trabajo y la innovación. Además, ¿quién iba a querer matarlo? Lo adoraba todo el mundo. Era un líder mundial, como Gandhi.
—No lo dudamos, qué muerte tan dolorosa —asegura Víctor Klein, moviendo el nudo de su corbata—. No se preocupe, zanjaremos este asunto cuanto antes, ¿verdad Muriel? —casi suplica dirigiéndose a su responsable de pagos.
—Por supuesto, Víctor.
Analizan la partida de gastos, en la que se incluye el costoso traslado del féretro, el desplazamiento de la familia y su equipo de cocina hasta Madrid. Castel sugiere añadir las coronas de flores, el gorro y el cuchillo que tuvieron que comprar de urgencia y el catering tras el funeral de Estado. Muriel guarda todos los documentos en su maletín y se despide con frialdad del propietario y el abogado. Víctor se marcha sonriendo hasta a las macetas. Anthony Castel y Juan Iniesta se quedan solos.
• • •
Pablo Ras, el nuevo jefe de cocina aún no ha dejado de dar órdenes desde que el propietario del restaurante le nombrara capitán del barco.
—Tú, llama a los proveedores de marisco. Liliana, a limpiar espárragos ahora mismo.
Mira con ojos de triunfador a Linda.
—La pastelera, a sus pasteles. Nada de tonterías ni de novedades. Comienza con la crema pastelera y el hojaldre que hacíamos en los ochenta. ¡Ahora mismo!
Linda toma un bote de azúcar que lleva escrito en letras grandes Isomalt. Es un derivado de la sacarosa típico de los dulces y caramelos industriales desde los años 80, conocido como E-953. En el año 2000 el Chef lo puso de moda en la cocina, pese a que la industria ya lo utilizaba. Pablo vuelve sobre ella.
—No quiero nada de excentricidades, Linda. El Chef ha muerto. Haremos un menú vintage de los ochenta en su honor, pero con mi toque personal. Ahora yo soy el Chef.
A Linda no le sale ni una sola palabra. Se va a su rincón en la cocina y comienza a preparar la masa clásica de hojaldre. Mantequilla, harina. Toma unas yemas y azúcar para la crema pastelera. Sus neuronas se mueven al mismo ritmo que la mezcla y van tomando la misma consistencia, pastosa.
Mira por la ventana. Da un respiro a la crema y a sus pensamientos. Sus ojos se dirigen hacia el chalet donde está el despacho de Anthony Castel. Le tiene que decir que es un error que Pablo sustituya al Chef. Que ella ha hecho tanto por el restaurante como el propio Chef. Que ella era su guía. Que el Chef no se merece esta deshonra, ni ella tampoco. Y lo más importante, Anthony le tiene que explicar, detalle a detalle, cómo ha muerto el Chef. Inspira profundamente. Se abotona bien la chaquetilla y sale de la cocina por la puerta de atrás hacia el chalet. Junto al aparcamiento un hombre y una mujer trajeados discuten. No la han visto.
—Víctor, tenemos que ser más firmes. ¿Y si alguien lo mató? ¿Y si no fue un accidente estúpido? Además, se nota que necesitan el dinero.
—¿Pero quién iba a ir al otro confín del mundo a matarlo, pudiendo hacerlo en cualquier parte?
—Pues alguien que fuera hasta allí para despistar.
—No pienses de más, Muriel. Veremos qué dicen nuestros investigadores y la policía.
—No sé, Víctor, esto huele a quemado.
—Claro, estamos entre fogones —ríe el coordinador de cuentas especiales, habituado a celebrar chistes malos.
—Sí, y entre cuchillos, también —le interrumpe Muriel—. Sólo nos faltaría cortarnos.
El aparcacoches les entrega el suyo y los trajeados se marchan. Linda entra en el chalet. Iniesta y Castel continúan hablando.
—¿Y esa imbécil de dónde ha salido? —pregunta Anthony, que enciende el décimo cigarrillo de la mañana.
—Es la mano derecha del jefe, ella misma vino cuando contratamos la póliza —intenta tranquilizarlo el abogado.
—Eso lo recuerdo, pero venía con minifalda, no como hoy.
—Está igual de buena con lo que se ponga.
—Me saca de quicio el vicio de darle vueltas a todo —protesta el propietario mientras estruja con fuerza el cigarrillo contra el cenicero.
—Es lógico, estamos hablando de mucho, mucho dinero, Anthony —dice el abogado con la mirada entretenida en las fotos del Chef y los recortes de prensa encuadernados que cuelgan de la pared.
—¡Joder, pero a ver qué hacemos si no se le quita de la cabeza la idea del asesinato!
Linda se detiene y da media vuelta. Le gustaría convertirse en gato y tanto se concentra que casi lo consigue. Anthony Castel da un respingo, se levanta de la silla y sale afuera con otro pitillo en la boca. Por el sendero del jardín ve alejarse con rapidez una sombra felina.
• • •
Linda vuelve a la cocina. Todos están afanados en sus labores. La masa del hojaldre ya ha reposado. La estruja con el rodillo pastelero. Mira a un lado y a otro y saca de su maleta su nuevo producto. De un sobre marrón extrae la primera lámina transparente de su Óvulo. La extiende sobre una superficie seca y la corta en rectángulos casi precisos. Esparce por encima azúcar con esencia de rosas. Con cuidado, las introduce en el horno a muy baja temperatura. Sólo un toque de calor. Mientras, comienza a hacer mentalmente la maleta. Mira los botes de productos y los artilugios de cocina, ninguno que no pueda encontrar en casi cualquier sitio o comprar por internet. Repasa en su pantalla mental el contenido del apartamento impersonal que alquila en la ciudad. Nada que vaya a echar de menos, ni que no se venda en cualquier lugar del mundo: cama, cosméticos, mantas, ropa. Se detiene en una foto fija de la estantería a la entrada de su piso, donde están los libros de cocina que ha comprado hace años. Comienza a recordar los títulos. Algunos no los ha abierto desde hace mucho tiempo. Se intenta convencer de que no son importantes. Recuerda que hay uno que le gustaría releer, el de la combinatoria de ingredientes para conseguir platos perfectos de Pierre Gagnaire. De reojo, mira su maleta; de un bolsillo lateral sobresale el cuaderno de tapas duras azules donde tiene escritas las recetas que se le han ido ocurriendo durante sus idas y venidas. «¡A la mierda, ahí lo tengo todo!», piensa.
Linda saca las láminas del horno. Las observa. Finas. Crujientes. Sólo matices tostados del azúcar que se acaba de caramelizar. El resto, transparente. Se lleva una a la boca. Se rompe como un cristal delicado. Lo que imaginaba. Es un producto sorprendente, como todos los que ha traído en los últimos diez años. Observa el resto de finísimas láminas. Sus ojos a la altura de una de ellas. De pronto, una lágrima. Linda intenta retenerla con la mano, pero termina cayendo sobre su Óvulo, que al contacto con la humedad, empieza a encogerse.
—¡Mierda! —y se mete en la boca la lámina con rapidez para no dejar rastro.
Como en un acto reflejo, toma la maleta y sale a toda pastilla del restaurante hasta la parada del autobús. En unos minutos llega el próximo. Lo ve en una de las curvas cercanas. Este le deja cerca de la estación. Luego tomará el primer tren a Madrid. Desde allí es más fácil ir a cualquier parte.
A Linda, la cabeza le funciona deprisa, pero firme, como el corte certero sobre una masa. En el autobús piensa en el Cosmopolitan que se va a tomar cuando llegue a Madrid para celebrar su nuevo plato: «Lágrima de Óvulo».