JP se mece suavemente el pelo canoso y lacio con la mano derecha mientras sostiene su móvil con la izquierda.
—¿Tienes algún problema en Francia? —dice, mientras asiente con la cabeza—. Entonces contacto personalmente con Sarkozy.
Sin dejar de apoyar el teléfono en su oreja hace el amago de besar en la mejilla a una de las cocineras que acaba de llegar al Patio de Armas del Palacio Real.
Una niebla espesa de invierno empieza a cubrir Madrid pasadas las primeras horas de la mañana. Brenda tiene los ojos acuosos y busca a alguien a su lado a quien abrazar y llorar con desconsuelo. Las escenas de dolor se repiten entre cocineros que se han puesto sus chaquetillas blancas en honor al difunto. Completan la escena periodistas con un pin improvisado de un corazón a modo de huevo frito de luto en su honor, fans con fotos de sus platos y políticos de riguroso traje negro. Algunos aprovechan el momento para reiterar ante los cientos de medios de comunicación su tristeza por la desaparición de un genio y por la irrepetible personalidad del renovador de la cocina mundial.
Brenda se acerca nuevamente a JP, que acaba de guardarse el teléfono en el bolsillo del pantalón.
—JP, ¿cómo ha sido?
—Aún se sabe poco, pero parece que fue un accidente al tragar.
—¡Qué horror!
—A veces perdemos la noción de la importancia del masticar —dice JP.
Brenda continúa absorta en su tristeza y asiente con la cabeza. A pocos pasos de ellos hace su entrada Ramiro Pleita, tres estrellas Michelin, sombrero negro de ala corta y violeta en el ojal de la chaqueta. Ante el micrófono más cercano desata su incontinencia verbal:
—Hemos perdido, por encima de todo, a un compañero. Y, aunque no se me esperaba, aquí estoy yo a presentar mis respetos.
—¿Qué cree que pensaría su principal adversario en los fogones si le viera en su propio funeral? —pregunta el periodista.
—Es momento de reconciliación y despedida. En todo caso, quisiera puntualizar que mis diferencias con el Chef nunca fueron personales y cada vez que lo critiqué lo hice con lealtad y dando la cara. No como otros cobardes, que han vendido miles de libros sólo por difamarlo.
—¿Se refiere a Vincent Sofriti, el autor de No se deje engañar por la chusma molecular?
—No pienso promocionar a alguien que no firma sus libelos con su verdadero nombre.
—¿Qué ocurrirá de ahora en adelante?
—Está claro que el reinado de las probetas acabó. Basta de gelatinas y de espumas. Ahora es momento de que triunfe la cocina tradicional de España.
Varios cocineros escuchan sus palabras. Otros cuchichean.
—No desaprovecha la ocasión este Ramiro de venderse —comenta un dos estrellas Michelin.
—Hombre, también hay que tener valor para venir —apuntilla otro dos estrellas.
—Y sobre todo para decir lo de la cocina tradicional. No hemos avanzado tanto para volver a los cocidos y las torrijas —agrega un cocinero sin estrellas.
Nadie le hace caso.
El periodista sigue preguntando a Ramiro Pleita.
—¿Fue alguna vez al restaurante del Chef?
—Mire usted, uno siempre conoce lo que hacen los demás.
—¿Pero no eran enemigos?
—Eso lo han dicho ustedes.
—¿Y qué cree que va a ocurrir ahora con «La probeta», el restaurante del Chef?
—Sin la atracción, la feria es difícil de mantener. Y los tiempos no acompañan. Se está acabando la moda de las tres judías en un plato. Pero bueno, vengo aquí a presentar mis respetos, así que no es momento de hacer quinielas.
Un fotógrafo le pide que pose para la foto. Pleita se apoya en una pared y utiliza su puño derecho para reposar el mentón. A Ven le sorprende que del puño cerrado se le escape el dedo meñique.
Bernard van Leer camina apresurado hacia JP embutido en su largo abrigo negro de Armani. Su Congreso Mundial de Cocina ha sido aplazado. Los periodistas llegados de todo el planeta para escuchar al Chef esperan consolarse con las imágenes mudas de su cadáver. El director del Congreso habla al oído de JP, quien hace un gesto de comprensión:
—No te preocupes, el Rey los despedirá a todos después de unas palabras de honor mías.
—Tiene que ser cuanto antes —responde Bernard—. Cada minuto que pasa con el Congreso paralizado, pierdo dinero. ¿Sabes si vendrán Moutarde y Kastrup? Necesitamos un sucesor para el Chef y todo el mundo sabe que será uno de los dos.
—Eso no está tan claro, holandés —responde despectivo JP, que se da la vuelta y vuelve a sacar su móvil del bolsillo.
Bernard van Leer se acerca cabizbajo al grupo de periodistas. Todos quieren hacerle preguntas, pero él insiste:
—Desafortunadamente no sé nada de nada, no os puedo decir más que el pesar que siento.
Un periodista francés se acerca a Bernard con cámara en mano para preguntarle qué pasará con su Congreso, si seguirá adelante un año más sin su principal atractivo. Van Leer endereza aún más la espalda y contesta sereno, con el acento francés histriónico de los que no dominan ese idioma:
—No le quepa la menor duda. El Chef ha dejado un gran legado detrás y en nuestro Congreso Mundial le honraremos. Hay dolor, pero también serenidad, la cocina de vanguardia será ahora más fuerte y lo demostraremos, aquí, en Madrid, en el que seguirá siendo el encuentro más importante de cocineros del mundo.
—¿Y quién sustituirá al Chef?
—Candidatos sobran. Son muchos los que trabajan muy bien y son tan innovadores como el Chef. Louis Moutarde en Francia, y Kistrof Kastrup en Dinamarca, son firmes candidatos y pronto sabremos cuál de los dos ocupará el trono de los fogones.
Ven acaba de escuchar a Bernard. Saca un pequeño cuaderno azul, como el que llevan muchos periodistas y su bolígrafo Bic. Pregunta a un plumilla a su lado el nombre del que habla y anota las iniciales: «BvL».
Un gran revuelo dispersa a la piña de periodistas que esgrimían sus micrófonos en torno a Van Leer. Acaba de hacer aparición la actriz y cantante Marujita Velasco y con ella una patrulla de paparazzi. Ella se detiene. Las cámaras y los flashes la envuelven. Ven se acerca con la curiosidad de quien la creía muerta hace años.
—El Chef fue un gran amigo, un cocinero, un pensador y, sobre todo, un artista. Por eso el mundo del arte está hoy también de luto. Personalmente, la experiencia en su restaurante me cambió la vida y vengo a llorar esta enorme pérdida.
Un periodista tímido pregunta:
—¿Y qué fue lo que comió?
La actriz deja los ojos en blanco. El silencio se prolonga un poco más de lo normal hasta que contesta.
—Algo que me hizo sentir la pasión de la juventud.
Ven escucha con dificultad y se entretiene en pasear la vista entre los periodistas que le rodean. Los dedos que escriben apretando el bolígrafo demasiado fuerte de un tipo flaco de pelo gris, la sonrisa rubia de una reportera de televisión que sostiene con desdén el micrófono y una jovencísima becaria con grabadora digital en mano temblorosa.
—¿Y qué fue eso que la hizo rejuvenecer?
—Su pasión…
—Me refiero a lo que comió —insiste el periodista.
—Déjeme recordar… Un plato rojo…
Ven vuelve a hacer otro barrido rápido con la mirada. Lee los labios a toda prisa de un periodista que se mueven murmurando: «No tiene ni puta idea». Sigue mirando alrededor. Un escote perfecto con algunas pecas provocadoras. Una cascada de pelo moreno ondulado. La chica de la librería. Ven pasa de apuntar y se entretiene en arrastrar la mirada por el vacío de su esternón. Levanta despacio la vista por los rizos hasta llegar a su mirada. Ella baja los ojos. También le escrutaba.
Se han reconocido. Se vuelven a observar. Ella fuerza una sonrisa con los labios excesivamente juntos. Ven regresa a su cuaderno y finge que toma notas, aunque sólo dibuja una línea horizontal.
El revuelo de periodistas se dirige ahora hacia la izquierda. Acaba de aparecer el presidente del Gobierno.
—Nuestro embajador en el mundo ha desaparecido y España está de luto, por ello hemos declarado tres días de duelo nacional.
Unos operarios empiezan a realizar controles de sonido. Se hace el silencio y entra con paso lento el coche fúnebre. La cuadrilla del Chef se acerca para sacar a hombros el ataúd. Los de cocina visten de blanco y el personal de sala, de negro. Sólo desentona uno, que viste chaqueta de pana.
Los fotógrafos y los cámaras se dan codazos y luchan por saltar el cordón rojo que les separa del cortejo. Los periodistas susurran. Ven se entera de que el que encabeza la marcha con chaqueta de pana es el socio del Chef, Anthony Castel. El Rey les espera en la tribuna. A su derecha, el presidente del Gobierno, y a su izquierda, JP. Ven pregunta a un reportero quién es:
—Tío, es Juan Pérez de Idiazabal, marqués de Montignac —contesta el entendido, que tiene pinta de alimentarse a base de pizzas recalentadas—. Lo conocen como JP. Es uno de los gastrónomos más importantes del país y del mundo.
Ven hace un repaso mental y no recuerda su cara, aunque le suena el nombre. Escribe las iniciales. Le suena mucho. Esas iniciales ya las ha escrito. ¿Sería en un cuaderno del CESID?
Los parlamentos oficiales lo aburren, así que se entretiene en localizar en su memoria las iniciales de ese marqués. Ante el fracaso de la búsqueda, intenta recorrer los canalillos de las presentes en busca del pecoso. Tampoco tiene éxito. El séquito deposita el féretro sobre unas patas de aluminio.
La caja permanece cerrada. Ven vuelve a hacer un repaso de lectura de labios. De los de un periodista sale: «No abrirán la caja. El cuerpo debe estar descompuesto». El que está a su lado añade: «La cara de un muerto por asfixia debe ser terrible y más aún si fue por un pulpo». El otro se queda pensativo: «¿Crees que aún tendrá el pulpo en la garganta?».
El protocolario rito fúnebre continúa. El segundo de cocina del Chef deposita sobre el ataúd el gorro. Castel, el socio del difunto, hace lo mismo con el cuchillo del cocinero más famoso del mundo.
Ven observa al hombre que quedará a cargo del imperio del Chef y apunta sus iniciales en el cuaderno azul: AC. El socio siempre suele ser el primer sospechoso, pero éste le parece poca cosa y además es el principal perjudicado por esta muerte absurda. Ven traza un círculo alrededor de sus iniciales, para descartarlo. En ese momento, Castel trastabilla y el ataúd está a punto de caer al suelo. Ven sacude la cabeza y traza otro círculo en torno a las iniciales del socio.
Vuelve su atención hacia los periodistas, que contienen la risa. Hablan entre los dientes. Le cuesta recomponer la frase: «Imagínate que se abre la caja y no está». «O sólo está el pulpo», ríe el otro.
Ha pasado una hora. El acto oficial ha concluido.
Ven tiene varios nombres y un fuerte dolor de pies. Sus zapatos siguen encogiendo. En el cuaderno de tapas azules, iniciales y líneas horizontales. Se lo guarda en el bolsillo y mira el reloj. Hora de comer. Los periodistas entran por una puerta del Palacio Real junto con las personalidades. Dentro les espera un aperitivo. Ven sigue al grupo, pero un tipo encorbatado le corta el paso. Hace como que busca una invitación o un carné en los bolsillos de la chaqueta, pero sólo encuentra el libro del Chef.
—Es que me hubiese gustado que me lo dedicara.
El encorbatado se muestra más hierático e infranqueable. Ven sigue rebuscando y saca ahora el cuaderno de tapas azules.
—Soy de la prensa —se justifica.
El encorbatado empieza a flexibilizar la postura, pero aún no le deja pasar. Hace falta algo más para conseguirlo. Vuelve a guardar el cuaderno y continúa rebuscando en los bolsillos. Sólo le queda el sobre del dinero del Jeta. De pronto, una melena negra ondulada con escote pecoso y voz dulce se acerca al tipo que seguía de barrera.
—Juan, este señor es un crítico de The New York Times. Pase por favor, señor Thomas.
Ven celebra volver a ver al canalillo y, sobre todo, no tener que recurrir al soborno. Un caso que empieza sorteando los problemas con pasta, acaba con muy poco beneficio.
Sigue a la morena escaleras arriba. El corazón le late fuerte no sabe si por el contoneo de sus caderas o por la vejez que acecha. Dos peldaños más y el latido le baja a los pies. En su cara, ni un cambio de semblante. Sólo una idea fija: cambiar de zapatos.
Una vez arriba, la chica se da la vuelta.
—Hola, soy Lucy Belda.
Ven responde tendiendo su mano.
—No imaginaba que fueras periodista.
Lucy baja la vista algo avergonzada y comienza a hablar sin parar hasta que entran en la sala. Pasan canapés. Ven intenta atrapar uno. Lucy lo corta en seco.
—Desde luego, muere el Chef y el catering se lo dan a la empresa más rancia de Madrid. Esas bolsitas de pasta las traen de Tailandia y las gambas tienen un rebozado que parece más bien una armadura.
Ven observa los grupos que empiezan a cuchichear. Aguza la vista y lee los labios.
—Ha sido una pena que no permitieran abrir el ataúd. Me hubiese gustado ver su último gesto, claro que también lo entiendo —dice un tres estrellas.
—¿Qué cara crees tú que se le queda a un muerto por asfixia? —pregunta un dos estrellas.
—Pues no sé, ¿amoratada? —contesta el tres estrellas.
—Oye —interviene otro tres estrellas— dicen que no había cuerpo en el ataúd, que lo había cedido a la Ciencia.
—¿De veras? —replica el dos estrellas.
—Pues vaya, me parece tremendo que se deje hacer prácticas a unos estudiantes de medicina con el cuerpo del Chef —interviene una cocinera con una estrella.
—Bueno, es un cadáver… —apunta el dos estrellas.
—Sí, pero un cadáver exquisito… —replica inseguro el cocinero sin estrella de antes.
Nadie le hace caso.
Lucy se acerca a Ven y le susurra:
—Vamos afuera. No hay quien aguante a esta panda.
El pelo negro se mueve al compás de sus piernas. Se despide del encorbatado que les ha dejado entrar con un beso volado que podría estar hecho de hojaldre. Ven siente una punzada de celos.
—Yo tampoco tenía acreditación, pero ya sabes, para llegar a los VIP, hazte amiga de los DIP, vamos, los Deep Independent People. Siempre funciona hacerte amiga de la secretaria del pez gordo, del guardaespaldas del famoso y de los pinches de las grandes cocinas.
Lucy va por delante con prisa, como queriendo desprenderse de un pesar. Ven la observa desde atrás y sueña entre sus piernas.
—Vamos a un bar de tapas en la esquina. Lo vi al llegar. Es nuevo. Vamos a probar a ver qué tal —le dice girando su cuello a la vez que arrastra la melena.
A Ven le suenan las tripas y le cuesta seguir su paso. Además de cambiar de zapatos, tiene que adelgazar. Siente que echa de menos sus carreras mañaneras por Central Park. Fue lo único saludable que ha hecho durante toda su vida, claro que fue porque el trabajo le obligaba. Había que estar en forma para repartir los perritos calientes a la velocidad con que los ingerían en la CIA. Allí le encontró el sentido al Fast Food. En esta misión parece que la obligación será comer, aunque con la nueva cocina, se imagina que no como para reventar. Algo bueno tiene que tener esto del plato grande y tres cositas.
Las puertas del bar se abren al paso de Lucy. En el interior, muebles de diseño y microtapas exhibidas como joyas en un mostrador. Ella se sienta en una banqueta en la barra bajándose la minifalda.
—Mucho diseño y mucho lío, pero vamos a ver si es sólo una pose —le dice a Ven, quien asiente mientras se fija en sus piernas, aunque no demasiado, no sea que le salga el lado feminista militante.
—¿Quieres un vino?
—Mejor un whisky.
Lucy se sorprende y se queda expectante. Ven pide al camarero un White Horse. Ella arruga el entrecejo: un whisky del montón. Ven nota su decepción, pero da un sorbo mientras se traga la explicación: «para qué pedir otra marca, si todo me sabe igual, a nada».
Lucy pregunta por los vinos que sirven por copa.
—¿Qué quiere, tinto o blanco? —pregunta el camarero.
—¿Tiene algún francés? —dice Lucy.
—Sí. Precisamente acabamos de abrir para servir por copas un Château Enchanté.
—Qué lujo. Es perfecto.
El camarero sirve la copa y Lucy se la acerca a la nariz emitiendo un «hmm» de aprobación.
—Frutos rojos maduros, toques de hierbabuena y notas almendradas de la madera —sentencia.
Ven se queda estupefacto con la descripción, jamás se le hubiese ocurrido que un vino supiera a todas esas cosas. El camarero trae unas mini chistorras. Ven toma una entre sorbos de whisky. Nada, ningún cambio. Todo huele igual, todo le sabe igual.
—¿Están buenas? —pregunta Lucy.
Él asiente con la cabeza y da dos tragos largos a su vaso.
—¿Están fritas o asadas?
Ven no tiene ni idea y por no contestar se come otra. Lucy observa su voracidad algo sorprendida. Ven se pone nervioso y con la mano encima del palillo de diseño que atraviesa la última chistorra le pregunta:
—¿La quieres?
—No, gracias —contesta ella con cierta prepotencia—. Se me ha quitado el apetito. Por cierto, ¿has estado alguna vez en el restaurante del Chef?
Ven niega con la cabeza mientras mastica moviendo el bigote. Después de tragar, se le escapan las palabras.
—Ni creo que me gustara. ¿Y tú?
—Tampoco, pero me hubiese encantado. Me sé sus platos de memoria: el trampantojo de tupinambo, la ostra al aroma de tierra, el bosque animado.
—¿El bosque animado? No sabía que se inspiraran en novelas.
—Bueno, no sé si alguna vez la leyó, pero el plato es tan simple y barroco a la vez como los personajes de Wenceslao Fernández Flórez.
—Espero que no haya incluido a las moscas.
Lucy no puede evitar la risa, pero rápidamente se pone a la defensiva.
Empieza a intuir que está con otro militante en contra de la cocina de vanguardia.
Aunque quiere agradarle, Ven no puede evitar aumentar preguntarle cómo puede estar convencida de lo buena que era la cocina del Chef si nunca la probó.
—Bueno, lo he leído y he visto cómo se hace. Gastrónomos los hay de varios tipos. A mí, por ahora, me ha tocado el indigente. Hay que tener mucha pasta, un marido millonario (aunque un amante bien situado también sirve) o publicar en uno de los tres periódicos más conocidos, aunque la gente los lea comiendo bocatas de chorizo. También puedes dar un pelotazo con una supernoticia y hacerte conocido. Entonces, por lo menos te invitan durante el tiempo que dure tu fama.
Ven se queda pensativo. Nada nuevo. Ocurre en todas las profesiones. Lucy apura el contenido de la copa y la deja sobre la barra. Se incorpora reajustándose con delicadeza la minifalda.
—Bueno, me tengo que marchar.
Él da el último trago a su whisky y ella hace que busca la cartera en su gran bolso negro. Él saca un billete de diez euros de su bolsillo y se lo tiende al camarero.
—Señor, son 18 euros.
Ven levanta el bigote.
—El vino son doce y el whisky, seis.
Saca un billete de 20 e intenta no darle vueltas a lo incomprensible. ¿Desde cuándo un vino cuesta el doble que un whisky? Sólo le viene la palabra «esnobismo» a la cabeza.
El camarero tiene los dedos mojados. Ven se queda pensando que por muy elegante que sea el sitio y por muy caro que sea el vino, se parece al Sito, el del bar en el que desayuna. Le extiende un plato con los dos euros empapados. Al guardar las monedas, Ven siente la humedad pegajosa de las manos del camarero dentro de su pantalón.
—¿Cuál fue el libro que robaste en la Gran Vía? —pregunta Ven a la chica.
Lucy baja los ojos, vuelve a abrir el bolso y se lo enseña: Los años que cambiaron la cocina. Con la mirada perdida, da el último trago al vino de su copa. Lucy comienza a hablar casi en un susurro:
—Es un libro sobre el Chef que ha escrito una periodista que trabajó un año con el Chef y ya se cree que lo sabe todo. Era una cuestión de moral, no podía comprarlo.
—¿Cómo se llama?
—Jennifer Picantó.
—Joder, tiene nombre de fulana.
Lucy suelta una carcajada. «Aunque beba un whisky de mierda parece un tipo simpático», piensa.
—Por cierto, yo trabajo para la revista Comer Menos.
Lucy saca la mano del bolso negro con su tarjeta. Ven parece distraído. Calcula en silencio su respuesta mientras observa las letras de color verde del cartoncito que le acaba de extender.
—Curioso nombre para una revista gastronómica.
—Bueno, no tanto. La nouvelle cuisine puso de moda en Occidente las raciones pequeñas y la culpa fue en parte de Michel Guérard, que comenzó a hacer su cocina en un balneario para gente que quería adelgazar.
Él aguanta el resoplido natural que le saldría al escuchar semejante estupidez y se ahorra la pregunta de quién es ese Guérard. Lucy continúa hablando de su revista, pero repara en la cara de Ven.
—¿Tú no crees además que esto es ya una tendencia mundial?
Ven responde como un autómata, con la frase que no falla:
—Podría ser.
Después de unos segundos de silencio sin nada en los vasos, Lucy busca confirmar su intuición.
—Tú no eres del mundo de la gastronomía.
—No, ni tampoco del de los balnearios.
—¿Y para quién cubres esta información?
—No soy periodista.
—¿Escritor?
—Tampoco.
—¿Y entonces?
Ven piensa rápido mientras sube su mirada desde el escote pecoso hasta los ojos de Lucy, en los que descubre un bonito color aceituna. Ya ha decidido su respuesta. Y la pronuncia como si despeinara con palabras el flequillo engominado de Koski mientras le prohibía hablar con la prensa:
—Me han pedido una investigación rutinaria sobre la muerte del Chef para su aseguradora.
—¿Cómo dices que te llamas?
—Ven, Ven Cabreira.
A Lucy le brillan los ojos y sus incisivos muerden en caricia el labio inferior.