3.- Beso de hojaldre

Koski le tiende la mano. Respetuoso, impecable y rabiosamente joven y guapo. Le hace pasar a su despacho. Hay un ipad reluciente sobre su mesa ordenada, y al lado de la papelera una bolsa de deporte con el logo de un puma plateado.

—Este es un tema delicado, señor Cabreira. La policía coreana asegura que no hay muestras de violencia en el bungalow en que hallaron el cuerpo, aunque no entienden cómo pudo ocurrir un accidente tan estúpido —le dice el comisario sin rodeos.

—¿Y cómo de estúpido fue el accidente? —pregunta Ven analizando la perfección del peinado de Koski.

—Se asfixió mientras engullía un pulpo vivo. Es algo muy tradicional allí, me refiero a la ingesta de pulpo vivo, no a la muerte por asfixia, aunque algunas veces puede ocurrir. Es lo que indica el informe escrito en inglés por la comisaría de Seúl y en el que se hacen eco del realizado por la policía de Jeju, donde se halló el cadáver. Bueno, realmente se encontró en una isla cercana, Udo.

Ven va dibujando un mapa mental mientras el policía le habla con su precisión de burócrata. Le parece estar otra vez en Nueva York, en el colmado puertorriqueño de su amigo Luis en la First Avenue. Luis era ex-combatiente y no hacía más que hablar de Corea. Ven visualiza la Península dividida después de la II Guerra Mundial. Seúl a tan solo unos kilómetros, y en la punta opuesta, Busán. Muy cerca, en barco, Jeju, el paraíso con el que soñaban los soldados americanos. Udo, la isla de las mujeres, porque todos sus hombres estaban luchando y la mayoría muriendo. Charlar con Luis en español lo hacía sentir casi en casa, después de horas acarreando el carro de perritos calientes por cada despacho de la CIA. «Serás nuestro hombre en Nueva York», le habían dicho en Madrid antes de partir.

—El Chef se encontraba solo en su bungalow —continúa el policía—, y nadie le pudo prestar socorro. Se trata de un personaje de gran impacto mediático, así que se quiere llevar todo con la máxima discreción posible, aunque es inevitable detallar las causas del óbito a la prensa. Mañana será el funeral civil en el Palacio Real. El cadáver está en camino.

—¿Hacia el Palacio Real?

A Koski le parece que los de la aseguradora le han enviado al más imbécil de sus investigadores.

—Hacia Madrid. El funeral será en la Plaza de Armas.

Ven se queda en silencio y valora qué le causa más perplejidad: los fastos por un cocinero muerto estúpidamente o ese comisario moderno que habla como un traje gris.

—Koski —dice Ven como si estuviera hablando solo—. Curioso: Koski.

Ahora es el comisario el que calla y se pregunta si la estupidez de ese tipo gordo con exceso de seborrea en el cuero cabelludo y vestido con muy poco gusto puede darle problemas.

—Confío en que se atenga a su deber profesional y espere las informaciones que le podamos ofrecer desde la comisaría. Por supuesto, no ha lugar a contacto alguno con la prensa.

Ven asiente con la cabeza y acerca el bigote a la nariz levantando el labio superior. Se despide con un movimiento de cabeza del comisario.

Otra vez en la calle Montera, mira hacia Sol.

La pendiente baja lenta, inundada de trabajadores apresurados a esas horas de la mañana. Los ociosos a la fuerza se apoyan en los finos troncos de los árboles. Unos chalecos verdes fluorescentes chillan a los ojos su mensaje imperativo: «Compro oro». Parecen sacados de otro siglo, hombres-anuncio y hombres-desahucio que venden los anillos de sus esposas y las cadenitas de sus niñas. Tanta lucha para estar como en los cincuenta, cuando la gente empeñaba hasta las sábanas.

Sigue bajando y deja a su derecha unos multicines, donde antes estaban los Almacenes Arias. Cada vez que pasa por allí se le eriza la piel. En aquel incendio murieron diez bomberos y, en ese mismo sitio, unos meses antes, se despidió de Lupe sin poder decirle siquiera la verdad. Se iba a Venezuela. Era algo muy arriesgado. Los etarras se estaban reorganizando allí y él no podía dar detalles a su prometida. Para ella, él era un simple cocinero que odiaba su trabajo y creía que la revolución de la comida preparada en los ochenta iba a eliminar todos los restaurantes del mundo. Lupe reía y le daba la razón comprando siempre los últimos productos: sopas, latas, congelados y la tristemente célebre salsa verde de sobre. Cuando se marchó a Venezuela, ella fue su aliento. Le escribía cartas hablándole del barrio y le pedía lo que más deseaba en el mundo: una Barbie más para su colección. Y a cambio le enviaba los sobres de salsa y las instrucciones hechas a modo de recetas.

Ven para en seco y da la vuelta.

Todos los cocineros buscan inmortalizar sus descubrimientos con libros y a lo mejor en la Casa del Libro encuentra alguno de ese, el más famoso del mundo y muerto estúpidamente.

Se distrae pensando en muertes absurdas mientras remonta la calle. Morir ahogado en una alcantarilla de tan solo medio metro de profundidad siempre le ha parecido una de las mejores, claro que morir electrocutado en casa por apagar la vieja lavadora con las manos mojadas tampoco se queda atrás. Una de las más comunes es la asfixia por masturbarse con una bolsa de basura en la cabeza. Esta es una de las muertes estúpidas que más le gusta. Es para morir a gusto. Por eso es la que eligen políticos y actores. Ahora, a lo mejor, se pone de moda la asfixia por pulpo vivo.

A la puerta de la librería de Gran Vía, un tipo pide limosna a cambio de poemas. Ven lo mira de reojo. Lleva gafas de culo de botella y vaqueros. «Un euro, un poema», escucha casi ya de lejos atravesando los torniquetes de entrada de la tienda. «Hasta la lírica es ya capitalista», piensa Ven mientras mira distraído las pilas amontonadas de libros. No ve ninguno del Chef. Se extraña, porque su muerte en todas las televisiones del mundo agotaría cualquier libro que llevara su nombre. ¿Un gesto de respeto por parte de los encargados de la librería o una muestra más de que la desidia se impone en tiempos de crisis? Estudia el gesto aburrido de la dependienta más cercana.

Pregunta y la mujer le indica que están en la segunda planta y sin más se comienza a justificar diciendo que no van a cambiar todo lo expuesto por el Chef: «Total, para lo que se va a vender». Ven no se equivocó: desidia.

Ven sube las escaleras recordando que tiene que cambiar de zapatos cuanto antes. Han encogido un poco más desde la mañana. Lee el rótulo «Gastronomía». Esa palabra le suena a dolor de estómago y algo similar siente al llegar a las estanterías. Una chica morena de pelo ondulado tiene el torso doblado a la búsqueda de un libro y deja ver un escote de piel blanca salpicada con algunas pecas. Sus manos son finas y blancas.

Sobre la mesa entre las estanterías hay algunos libros del Chef. Se fija en una biografía autorizada escrita por un canadiense. Vuelve la vista a la chica. Se ha incorporado y entre las manos sostiene otro libro. Sus dedos se pasean entre las páginas. De pronto, cambia el ritmo. Rápido pasa a la contraportada y en un solo movimiento arranca la etiqueta del precio donde suele ir el dispositivo electrónico antirrobo. Decidida, mete el libro en su bolso y se da la vuelta.

Ven aparta la mirada y la desvía hacia una balda. En la etiqueta genérica lee: «Tortilla de patatas». Aguza la vista y comprueba que hay más de veinte libros sobre semejante estupidez. Vuelve a mirar a un lado y del escote ya no hay ni rastro. Decide salir por donde entró con la biografía autorizada del Chef. «La primera y la única», según la solapa, que ignora que será una de muchas. La chica que es escote y cascada de pelo está a punto de atravesar la salida. Ven acelera el paso, está a menos de un metro, pero aún no le ha visto la cara. Cuando las caderas de ella pasan por los torniquetes y el pie de Ven avanza, suenan las alarmas. El guardia de seguridad se acerca mientras la chica sale a la calle. Ven le entretiene disculpándose por el despiste de llevar el libro en la mano. El segurata arruga la nariz incrédulo y le señala la caja donde debe abonar el libro.

Ven busca con sus ojos a la chica en la calle. Quiere salir andando tras su escote, pero no toma ninguna decisión, como tantas otras veces cuando hay una mujer cerca. Recuerda a Lupe y su pelo ondulado, negro y fuerte y lo poco que lo disfrutó por no tomar la decisión a tiempo de llevársela o quedarse él.

Una frase del horóscopo de la mañana le salta a la cabeza: «amor a la vista». Toma una decisión: cuidará su halitosis, aunque no la sufra. Y para rematar, se hace la promesa de no incumplir más promesas.

—Señor, haga el favor de pasar por caja —repite el segurata.

Ven tiene los pies en la barrera, pero la cabeza casi fuera de la puerta. Sigue su búsqueda y la encuentra a punto de cruzar en el semáforo de la derecha. En ese momento, la chica se da la vuelta y, desde lejos, le lanza un beso tan ligero que podría estar hecho de hojaldre.