Fostat sobre el Nilo, 4960[1]

Soy yo, Moisés el español, desterrado de Jerusalén, primogénito del fallecido juez Maimónides, quien, a la edad de setenta y cinco años, expone sus malos pensamientos; los buenos, ya lo sabes, se consignaron en cantidad de cartas y libros que circulan alrededor de nuestro gran mar interior, desde Bagdad hasta Narbona, y allende, hasta Tréveris y Coblenza en las orillas del Mosela y el Rin. Por todos los lugares adonde tus pasos te lleven, hacia el levante o el poniente, una parte de mi te habrá precedido, y bastaría que me nombrases para que se te abrieran las puertas, ya con amistad, ya con desconfianza.

Me conoces suficientemente para estar de acuerdo conmigo en que no me vanaglorio. Esa especie de reputación itinerante que tengo dista mucho de haberme proporcionado verdaderas satisfacciones. Pasando lista con minuciosidad, nombraría a diez detractores sinceros por cada adulador afectado, y puesto que aprendí a desconfiar pronto, ni unos ni otros han conseguido hacerme perder el sentido del humor. No he dejado nunca de repartir mi ciencia, no como el rico que da una limosna, sino más bien como el pobre que comparte su abrigo o su mendrugo de pan sin esperar nada a cambio, salvo un poco más de claridad por los senderos del mundo. Mi único honor habrá sido el de haberme apartado del camino de los necios, y hoy que me veo sumido en la senectud y la muerte se cierne sobre mí creo estar más próximo de las tinieblas que de la luz, perplejo entre los perplejos, ignorante entre los ignorantes, necio entre los necios, y más que nunca solo. ¿Para qué me habrá servido todo el saber acumulado, ordenado y dominado? Para creerme más sabio que el vulgo, para pretender abordar el secreto del universo y ronronear de satisfacción como el gato hecho un ovillo a mis pies, para engañarme a mí mismo más y mejor, sin engañarme del todo porque llego a percibir mi fracaso. He creído amasar y distribuir oro, y era arena. He querido domeñar mi orgullo, y le he dado rienda suelta. Anhelé rehacer la vida, y la mía se acaba. ¿Me ha llegado el momento de saborear al fin las amarguras profundas?

A ti, que fuiste mi alumno y te has convertido en mi maestro, en tu lejana Provenza salvaje, te suplico que ocultes en lo más hondo de tu corazón o en el lugar más recóndito de tu casa las revelaciones que voy a hacerte. Que tú solo seas mí único confidente. Que jamás este escrito caiga bajo una mirada desprevenida. Quémalo antes que exponerlo a semejante afrenta. No hay una sola palabra que no sea comparable a aquel ídolo que los bárbaros latinos denominaban Jano y que no se preste a interpretaciones contradictorias. Si mis buenos pensamientos me han valido numerosas enemistades, ¿qué no me valdrán éstos que jamás me atreví a formular abiertamente? Hace ya bastante tiempo que me hostigan sombríos rostros tanto más inaprensibles cuanto que me había esforzado por mantenerlos alejados, tanto más importunos cuanto que creo atraerlos hacia mí. Con la edad he visto claramente que sin ellos mi reflexión no sería completa. Se dice en el libro santo que debemos servir a la verdad con aquello que de mejor y de peor hay en nosotros, y yo sólo he obedecido a medias. ¿Qué valor tendría una certeza si no se compaginara con una duda?

Desde el día de mi infancia en que me reconocí diferente de los demás, a través de mil vicisitudes que han estado a punto de abatirme, hasta esta tardía hora en que te escribo con lágrimas en los ojos a causa de la fatiga que a mi vista procura la candela, sólo me ha embargado una única pasión: buscar lo verdadero, no como un objeto desaparecido e imposible de encontrar, sino como un estado que puede alcanzarse con plenitud de perseverancia, paciencia y humildad, y me he protegido lo mejor que he podido contra todo lo que por su naturaleza podía apartarme de ello. ¿Puede decirse que lo he conseguido? Sí y no. No he hecho trampas, pero tampoco he ganado. A medida que mi espíritu se enriquecía y diversificaba sin ceder jamás a la lasitud, mi proyecto se me aparecía cada vez más incierto, huía como el horizonte en la llanura, como el viento sobre el mar. No sería un hombre si no me hubiera engañado a mí mismo en esta tarea, si no hubiera engañado, sin tener la intención de hacerlo, a aquellos que esperaban de mí la buena palabra. Y así construí mi nicho, a la escala del mundo habitado, abierto a todos aquellos que tenían el deseo de estrecharse contra mí. Los visitantes fueron numerosos, pero el nicho se ha quedado vacío, infinitamente vasto para el anciano adolescente fervoroso que me precede y me sigue, consumido por sus propios ardores.

Y, sin embargo, no vacío del todo. ¿Será porque te considero excepcional que contigo hago una excepción? Cuando llegaste a Egipto para seguir mis lecciones, tu enorme curiosidad por las ciencias naturales, tu facilidad para entrar en las letras hebraicas y árabes y la pertinencia de tus especulaciones filosóficas hicieron que inmediatamente ocupases un lugar muy alto en mi estima. Durante los primeros tiempos me reprochaba a mí mismo esta simpatía volcada demasiado de prisa, pues no faltaban motivos de reserva. Eras superficial, despreocupado, atolondrado. Lo querías todo, inmediatamente, sin elegir. Había en tu comportamiento y en tu discurso una burla sutil y permanente que me irritaba. No habías nacido en la fe de mis padres y procedías de esa raza que no ha dejado de perseguirnos y verter nuestra sangre. Pero tu mirada era cándida, tu voz firme y tu porte derecho y ligero. Pero leías el latín y el griego como nunca nadie lo ha leído a mi alrededor, y a duras penas podía acompañarte en este campo. Pero estabas abierto a nuestra ley como nunca lo estuvo ningún extranjero y me vi obligado a disminuir mi vigilancia para no dejarme desbordar por tus preguntas. Antes de tenerte a ti había tenido numerosos discípulos que se parecían, pero tú no te parecías a ninguno. Cuando no estabas presente, me prometía estar a la expectativa; y en cuanto aparecías mis escrúpulos se desmoronaban. No fue fácil tener en cuenta el encanto de tu persona y la excelencia de tu espíritu, el resplandor de tu juventud y la seriedad de tu aplicación, por lo que durante mucho tiempo me debatí entre reticencias. Pero cuando, pocos meses después de tu llegada a Fostat, me hiciste leer los primeros makâmât[2] de tu invención, sentí para contigo una inmensa alegría que jamás ha disminuido. Si hubiese podido modelar un hijo a mi gusto lo habría creado igual a ti; tan cierto es que la paternidad electiva es una singular tentación para todo hombre que ha alcanzado la madurez. Sabes que la providencia me ha dado un hijo de mi simiente, pero los años transcurren muy lentos para él y demasiado rápidos para mí; adolescente, mi hijo aún me deja en mis deseos.

Los tres años que pasaste junto a mí fueron ricos en conocimientos para uno y otro. Mi espíritu, metódico y lento, y el tuyo, inspirado y pronto, se combinaron hasta alcanzar una extraña calidad. Tras tu aprendizaje de la geometría y la lógica, la astronomía y la física, nos introdujimos por el camino más corto en las iniciaciones proféticas y en la medicina. Poco a poco concebí y desarrollé para tu persona un gran proyecto que alimentaba una esperanza grande. Más de una vez sopesé tus cualidades y defectos, y la balanza siempre se equilibraba. Lucidez y orgullo, fervor e inmodestia componían en ti el mejor conjunto. En cualquier cosa siempre tendías al exceso; y esto, que me hubiera apartado de otro, en ti me atraía poderosamente, a mí, para quien la filosofía siempre fue el justo término medio. La verdad era que todos los seres no debían medirse con el mismo rasero. En ti se perfilaba un prodigioso destino.

Al regreso a tus reinos, tan pobres en inteligencias bien formadas, ibas a acceder a los primeros puestos: por lo menos te veía obispo, tal vez papa, y no era indiferente para las comunidades hebraicas —cuya inseguridad era enorme más allá de los Pirineos— que se tratase de un hombre de corazón y espíritu como tú.

En cierto modo, mi proyecto con respecto a tu porvenir era político, ¿por qué negarlo? Me habías dado a conocer cuán viva era en tu país la espera de otra cultura distinta a la de las armas, y cómo permanecía presente el recuerdo de un Abelardo, tras cuyas huellas tú querías comprometerte con una determinación más firme, edificada en la experiencia y, sobre todo, con menos ingenuidad y ostentación. Por mi parte, sostengo que tan sólo el conocimiento puede lograr que los hombres sean mejores, y no la fe ciega como dicen vuestros clérigos, lo que explica que mi pueblo, cuya vocación es conocer, sea un pueblo sin par en el mundo. Conviniste conmigo, con palabras simples y claras, cuando me hiciste partícipe de tu convicción, que la tierra había perdido una gran oportunidad a causa del desconocimiento y la deformación del mensaje judaico. Aquel día sentí el deseo de estrecharte contra mi corazón, ¿pero se puede abrazar a un futuro papa? Me fui a rezar solo, por tu gloria. Recé mal.

En la misma época, y no lejos de nosotros, ocurrieron acontecimientos considerables. La Siria franca avanzó impetuosamente hacia el Nilo y fue expulsada de allí por el califato de Bagdad, que se abatió con todo su peso sobre Alejandría y El Cairo. Hubo millares de muertos, un hambre espantosa, epidemias terroríficas, y tuve que consagrarme por completo a la tarea de aliviar a mi alrededor tanta miseria. Estuviste constantemente a mi lado, desafiando el peligro y el contagio, multiplicando por dos mis brazos, mi cabeza y mi tristeza, algunas noches tan descorazonado como yo por la impotencia. Eras infinitamente más vulnerable que yo ante el horror, no porque yo me hubiera acostumbrado —uno nunca llega a acostumbrarse—, sino porque la edad me iba consolidando, lo que ciertamente no podía sucederte a ti. Tu natural jovialidad se veló y temí que fuera irremediable. Nos encontrábamos ante tareas inmensas, fuera del alcance de nuestras fuerzas y nuestro saber.

Privados del estudio, la meditación y la poesía, íbamos mutilados por entre los escombros. En mi fuero interno sabía que aquel paroxismo llegaría a su fin, por lo menos durante un tiempo; ¿quizás tú no lo sabías? Excesivamente preocupado, no me di cuenta del cambio que se iba operando en ti; pero si lo hubiese advertido, ¿habría podido modificar su curso? Egipto agonizaba. Debilitado a causa de los siglos de miseria en el pueblo —la corrupción, la lujuria y la ostentación se hallaban concentradas tan sólo en algunos—, había podido simular diestramente las codicias que suscitaba, conspirando con los griegos contra los cruzados, con los cruzados contra los turcos, con los turcos contra los fanáticos de Alepo y con éstos contra todos los otros; había establecido alianzas para traicionarlas al cabo de un minuto de haberlas efectuado; aterrorizado en el interior por los Hasasinos y, en el exterior por un sinnúmero de rivalidades, Egipto se abandonó en el entumecimiento y el alivio a la conquista de Salah-al-Din Yusuf[3].

Tendré ocasión de volverte a hablar de este hombre que se transformó en mi protector y amigo. Pero ahora se trata de tu partida. Una mañana apareciste ante mí con el hato al hombro, la mirada anegada de lágrimas y la voz quejumbrosa. Estabas harto —decías— de aquella vida poblada de monstruos e inocencia escarnecida, de aquella desesperanza, de aquel agotamiento estéril, de aquella fealdad sin fondo. Con el corazón hecho un puño no te hice ninguna pregunta. Estaba demasiado obnubilado con la pena que me ocasionaba tu marcha para intentar retenerte. ¿Qué hubiera podido decirte de peso para echar por tierra tus razones? Tú no estabas, como yo, instruido de padre a hijo para tratar con la adversidad; tú no pertenecías a mi pueblo, un pueblo que jamás ha permitido se extinga el pábilo de la esperanza, aun en la mayor de las tempestades, aun en lo más oscuro de la noche. Después de doce siglos y más tenemos una cita capital a la que no podemos faltar: el año próximo en Jerusalén; tú solo te has dado cita a ti mismo. He admitido que desaparezcas de mi vista, no de mi vida. La política que había cimentado en ti ha desaparecido a causa de tu conversión a la soledad, y en ningún momento me he lamentado por ello. ¿Has encontrado la paz en tus montañas, entre tus ovejas y cabras? Estoy casi persuadido de ello y, en cierto modo, te envidio.

Pórtate bien.

Podría acabar aquí este libro que preveía largo. Lo esencial está dicho. Sólo me resta contarte mis vagabundeos y yerros, el inevitable encaminamiento hacia el fracaso y la nada. Esto es secundario. «¿Qué importa lo que tan sólo me importa a mí?», ha escrito excelentemente el poeta cordobés Al-Mrhô; y añado este otro pensamiento con el que estoy de acuerdo: «Una vida no vale nada; pero nada vale una vida». No me harás la injusticia de suponer que es para poner de relieve el valor de la mía por lo que emprendo esta puesta en claro. Aquél a quien intento alcanzar se encuentra en el espejo cuya amalgama eres tú, y es para apuntar alto que necesito de tu complicidad distante. Sé lo que me ha costado estar presente en el mundo. Siempre he pagado al contado, sin protestar. Puedo equivocarme de un pico, pero conozco el precio exacto de la existencia. Lo que he hecho no procede de una gracia ni del azar: fue una labor deliberada, comenzada hace medio siglo en plena lucidez y proseguida sin descanso a pesar de las adversidades. Me he propuesto como tarea introducir un orden en el desorden, una lógica en el barullo de los acontecimientos y las ideas, una racionalidad en los extravíos del verbo. Otros antes que yo se habían consagrado a ello; otros después de mí se dedicarán a lo mismo. Forma parte del trabajo del hombre ordenarlo todo exactamente igual a como lo hace la mujer en su casa: en cuanto la atención se descuida, el polvo se acumula y es preciso quitarlo.

En cierto modo me ha ayudado enormemente aquel siglo caótico que clamaba un profeta y tuvo sólo filósofos. Es poco, estoy de acuerdo; pero, sin embargo, es preciso que nos contentemos. Yo fui, yo soy uno de ellos, ni mejor ni peor que los otros, He leído mucho, he meditado mucho y he escrito mucho, ésos fueron mis mayores goces. Si hoy mis ojos se ciegan no es a causa de una nueva verdad, sino de usura; si mi memoria se debilita, no es bajo el peso de una evidencia, es de saturación. Me queda, y esto adquiere carácter de urgencia, un último enigma por poner en orden: yo, mi persona dolorosa y asmática, el núcleo de esta vida que no vale nada y que lo vale todo, lo que me importa y lo que no me importa. No podré alcanzar el descanso hasta haber hecho uso de mis últimas fuerzas.

Un mercader marsellés debe salir en barco de Alejandría la próxima luna con un cargamento de sederías. Llevará lo que yo haya podido escribir a casa de Ibn Tibbón, quien, sin leerlo, te lo hará llegar. Otros fragmentos te llegarán por vías similares. La piratería en el mar y el bandolerismo en los caminos de Provenza son causa suficiente para pensar en la posible pérdida de ciertas partes de este libro. Mis temores por tal accidente se moderarían si mandase hacer copia, pero la tentación del riesgo es mayor. ¿Por qué voy a preocuparme por las lagunas de una obra que trata de una existencia lagunar? El tiempo se desgrana a mis espaldas. Ninguna continuidad se resiste al uso. Incluso el propio universo es una sucesión de llenos y vacíos. ¿Puede el balance de una vida pretender algo mejor? En otro tiempo, cuando comenzaba un libro, rogaba ardientemente que me fuera concedido poder terminarlo. Éste ya estaba acabado incluso antes de que lo comenzara, y no tengo nada que pedir excepto fidelidad a mi memoria.

Habrás observado sin duda que he omitido invocar a Dios, Ya llegará el momento. Los tiene todos.