EPILOGO

Moisés Ben Maimón, llamado Abú Amram ibn Abd Allah, llamado también Maimónides, o Rambam, apodado el Águila de la Sinagoga por los escolásticos cristianos, nacido en Córdoba el año 1135 y muerto en El Cairo en 1204, ha sobrevivido gracias a sus escritos durante medio milenio, y sigue aún en la conciencia de numerosas personas, a pesar de que su medicina, su teología y su filosofía hayan caído en desuso. Las traducciones de su Guia de perplejos se reeditan constantemente en diversos idiomas. En Jerusalén se halla en curso una edición exhaustiva de sus obras. A intervalos regulares se le dedican monografías cuya lista se amplía sin cesar. Su influencia ha sido decisiva sobre el movimiento de las ideas desde hace ochocientos años, ha influenciado a Tomás de Aquino, a Bacon, a Descartes, a Leibniz, a Spinoza, a Kant, ninguno de los cuales ha omitido reconocerlo con gratitud. Gracias a él, la ciencia y la filosofía griegas penetraron con pasos quedos en Europa, hasta que los hombres del Renacimiento las devolvieron abruptamente a sus fuentes.

Personaje de altos vuelos, se convendrá. ¿Es por ello más intangible? En la medida misma en que él mismo afirma su presencia, ¿no es patrimonio de todos? Lo que ha existido puede aún existir, basta con volverle a dar existencia. No somos de aquellos que predican que la historia se repite, ni que hay lecciones que aprender en este sentido. Pero pensamos que la historia se construye sobre un reducido número de esquemas —de estructuras, en jerga contemporánea— que se articulan a las líneas maestras permanentes de la humanidad, unas lineas cuyo trazado a veces resulta posible discernir y que no resulta indiferente volver a dibujar con el fin de saber mejor quiénes somos. Practicar la historia es «reproducir a voluntad y en sí mismos los diferentes tipos de la vida del pasado», escribió Ernest Renan, profundo conocedor y estudioso de la Edad Media judeo-árabe. He aquí algo que abre la puerta al inconsciente, si no a la inconsciencia; a lo imaginario, si no a la imaginación; a la osadía, si no a la temeridad.

Y, además, la actualidad acosa: las analogías surgen donde menos se las esperaba. Está demostrado que se puede dar testimonio de cualquier situación por medio de otra situación, y esto es lo que se ha intentado una vez más. No se trataba de dejar los acontecimientos, los datos y los sitios en el lugar donde una documentación evanescente, una cronología incierta y una topografía aproximativa los han situado. Por el contrario, era preciso disponerlos según la voluntad del falsario para conferirles una nueva coherencia. Sin duda, el movimiento general, las grandes líneas de los itinerarios, las relaciones entre las personas que han existido, los conflictos patentes o latentes, se han respetado en la medida en que son seguros; se ha utilizado también, y con profusión, «el pequeño hecho verdadero, cuidadosamente justificado mediante una referencia libresca» (Montherlant, Notas sobre el cardenal de España). Pero, si se los frecuenta de cerca, los historiógrafos (no confundir con los historiadores) se nos aparecen finalmente como gente poco seria: o se copian entre si fielmente, o se contradicen con denuedo. Es preciso volver a referirnos a Renan, y extraer la verdad de sí. De ello resultará sin duda que los eruditos, exégetas, filósofos, teólogos y otros especialistas de todos los órdenes, encontrarán objeciones que formular. Es su problema, no el nuestro. Aquí, la supuesta verdad de la historia le cede el paso a la verdad intangible de esta historia.