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De pronto aconteció aquel gran tumulto de guerra, con su cortejo de calamidades que te disgustaron y te llevaron a huir, y Salah-al-Din se convirtió en dueño y señor de Egipto. Si para algunos fue una sorpresa, lo súbito del hecho permanecía dudoso, pues el sitio de Alejandría y la felonía del rey de los francos debían castigarse tarde o temprano. Se dice que al coronel Dirgham lo escoltaron fuera de palacio, a él que había temido tanto salir, y que el vencedor en persona le cortó la cabeza. El fuego de la batalla se cernía aún sobre Fostat. Más tarde, Yusuf me explicó las peripecias de aquella campaña. Él no quería enrolarse. Como soldado le debía obediencia a su califa de Alepo. Me puse en marcha como un hombre que va a una muerte cierta, dijo. Cuando tuvo Egipto a sus pies, el éxito se le subió a la cabeza y se hizo proclamar sultán. Nunca había soñado con una promoción semejante. El apetito se le había despertado comiendo.

Contrariamente a lo que se había dicho de él, no era turco, ni siríaco, ni príncipe. Salah-al-Din nació kurdo, y pastor. Aún no tenía dieciocho años cuando la sequía aniquiló su rebaño. Con los únicos bienes que le quedaban, su caballo, su túnica, su turbante y su sable que elevaba en bandolera a la manera del Profeta, descendió de su montaña para enrolarse en el ejército del califa. Cuando murió, a la cabeza de un imperio que se extendía desde el nacimiento del Nilo hasta el nacimiento del Jordán, sólo encontraron en su cofre cuarenta y siete dirhems de plata y una única moneda de oro; no dejaba bienes, ni casas, ni palacios, ni tierra sembrada, ni ninguna especie de propiedad; tan sólo un imperio que, al caer fuera de sus manos, se quebró como una porcelana.

¿Cómo definir a un personaje así con palabras? Sin lugar a dudas era noble; poseía esa nobleza de corazón y espíritu que algunos reciben por una gracia suprema. Cortés hasta la afectación y cruel hasta la ofuscación, generoso y posesivo, desinteresado y ávido. Se dijera lo que se dijese de él, lo contrario era también verdad. Se había hecho a imagen y semejanza de las altas cimas y de los valles profundos, de las tormentas sin lluvia y del granito puesto a descubierto, de los días ardientes y de las noches frías: no era sólo montañés, era la montaña, una montaña, además, dotada de una hermosa alma. Lo amó todo, excepto la fortuna que le amaba a él. Le llegaron inmensas riquezas, y las dejó proseguir su camino. Hizo mal haciendo la guerra; hizo bien acabando con la villanía. Atacando por sorpresa al anochecer, y desapareciendo al amanecer, conquistó a los coligados de las cruzadas más de cincuenta plazas fuertes, ciudadelas y fortalezas; se apropió del país de Edom, de Judea, de Samaria, y desde Galilea presionó hasta el Éufrates y el Tigris; acorraló a lo que quedaba de los ejércitos franco, alemán e inglés en Aqqo y destruyó sus defensas tras un sitio, pero permitiendo a las mujeres y a los niños embarcarse sin castigo; le concedió un salvoconducto al rey Ricardo para que viniera a hacerse curar por mí en Fostat, pero mató con sus propias manos a Renaud de Chátillon, caído en su poder en Hattin. ¿Imprevisible? Ciertamente no. ¿Impulsivo? Sin lugar a dudas. Obedecía a motivaciones fulgurantes que adquirían toda su fuerza en lo que se ha convenido en llamar sentimiento de honor. Sólo sé de una acción que no llevó a cabo: su peregrinaje a La Meca. Una vez hubo pacificado todas las tierras del creciente fértil e impuesto el orden en sus reinados, se preocupó de su propia salvación y decidió ir a purificar su conciencia frente a la piedra negra. Lamenté tenerle que disuadir de tal proyecto a causa de su salud. Yusuf no me hizo caso. Al tercer día de viaje, murió sobre su caballo.

Para mí fue un hombre de gran generosidad, en el que la indulgencia se repartía en partes iguales con el orgullo. ¡Pide!, me decía. Lo que quieras será tuyo. Mis silencios le irritaban, ya que los consideraba provocativos. Entonces yo le proponía concederle gracia a un condenado, otorgarle una pensión a una viuda o la libertad a un esclavo. Yusuf daba una orden y mi deseo era satisfecho. Luego, por la noche, me enviaba un objeto de valor o una bolsita. Inexorablemente mi casa se iba llenando de alfombras de seda, de pieles raras, de vasos de oro, de vajilla de plata, y aunque mis brazos se hubieran multiplicado no habría dado abasto para colocarme un anillo en cada dedo. Yo pensaba en Córdoba y tenía dispuesto en mi sótano un nicho que, después de amurallado convenientemente, serviría de sepulcro a todas aquellas riquezas. Aparentaba goce. ¿Mi desdén por los bienes materiales sería menor que el de un pastor kurdo? A quien la mirada se le llenaba de codicia, yo le decía: ¡toma!, y no tenía que repetirlo. La fortuna sólo marcaba en mí un alto muy breve: formaba parte de su costumbre y de mi destino. Ciertamente, tal opulencia me hizo bien. Pude pagar mi casa. La servidumbre, si llegaba flaca a casa, salía de ella casi obesa. Mi mujer no me ponía a nadie como ejemplo, pues el mio la colmaba. En cuanto a mí, mantenía el hábito de tomar un caldo al mediodía y otro por la noche. No tenía ni ganas ni tiempo para organizar amplios banquetes.

Al comienzo del reinado de Salah-al-Din hubo una purga severa en todas las ciudades de Egipto. Quienes habían mantenido relaciones de amistad o de negocios con los francos se vieron acosados y fueron castigados. Natanael tuvo que abandonar todos sus cargos y pagar una multa considerable. Semejante disgusto le provocó una congestión y me mandó llamar para que le curara. Confinado en su jardín, escuchaba música sólo con una oreja, y acariciaba sus gatos sólo con una mano. Pero, por mucho que se quejara, no era tan digno de compasión: la mitad de sí mismo que conservaba intacta tenía todo el aspecto de ser su mejor mitad.

Al carecer en lo sucesivo las comunidades hebraicas de naguid, un vil concusionario llamado Zuta se aprovechó de la circunstancia. Este personaje grotesco y estúpido causó disgustos a mucha gente, incluyéndome a mí, a quien acusó de haber colaborado con el ocupante idumeo. Se me obligó a comparecer ante un tribunal de excepción al que me presenté sin demasiados temores. Sí, había recibido en mi casa y varias veces al obispo Hugo; si, había tenido contacto con el principito de Jerusalén; sí, le había administrado un remedio; sí, había aceptado honorarios del rey; todo ello relacionado con la medicina y conforme a sus usos y a su moral. Aunque el diablo hubiera llegado en persona a mi casa le habría cuidado sin distinción, pues tal es la ley de los médicos que sólo hacen la guerra contra el sufrimiento. Me absolvieron al momento y seguí conservando mi cargo en las cuadras de palacio.

Transcurridos algunos días, una delegación de las comunidades me visitó. Zuta había sido expulsado. De común acuerdo, los consejos me proponían el naguidazgo. Pensé en mi padre, que se hubiera sentido muy satisfecho, y acepté. Así fue como el destino truncado de los Maimónides volvió a unirse, muy lejos de Córdoba, después de haber asistido durante siglos a la caída de muchos reinados. Ciertamente, la diferencia era numérica, pero también cualitativa. Los babilonios de Fostat se sentían muy apegados al dinero; los israelitas excesivamente sujetos a la pobreza y la incultura. Pero Dios les hacía a unos y a otros la señal de que se acordaba de ellos. ¿Sería yo, Moisés, el encargado de reunirlos para conducirles, no fuera de Egipto, sino fuera de su extravío, por el camino de la justicia? Había en ello materia de profecía, razón de esperanza. Desde el alba de los tiempos, Israel moría y renacía sin cesar, a imagen y semejanza de la naturaleza, siendo tal vez en estos ciclos donde se ocultaba el sentido profundo de la alianza. Les dije a mis visitantes que, excesivamente ocupado en la medicina y en mis trabajos, sólo dispondría del sabbat para dedicarme a sus asuntos administrativos. No pedían otra cosa. Les propuse un programa: llamar a letrados para enseñar, a justos para levantar la justicia, a filósofos para formar escuela, reunir libros para dotar nuestras bibliotecas. No querían otra cosa. Créeme, amigo mío, en aquellos momentos me sentía desbordante de felicidad.

Una mañana, estando yo en las cuadras, se me hizo saber que debía dirigirme a los aposentos sin tardar un minuto. Sobre un lecho de pieles, descubrí a un hombre medio desnudo que me observaba fijamente. Yaud, me dijo, tienes reputación de ser un hábil cirujano. ¿Puedes aliviarme de este mal que me aqueja sin aumentar el sufrimiento? Me señaló una voluminosa fluxión que le deformaba el trasero. El tumor era violáceo, blando y estaba maduro para administrarle una lancetada. Era la primera vez que veía a Salah-al-Din, el legendario, y pedí un cierto tiempo para examinarle. La perspectiva que me ofrecía no era de las más ventajosas. Su cuerpo era rechoncho y carnoso. De pie, debía ser de talla mediana. Una barba bifurcada y unos cabellos rizados, relucientes a causa del aceite, encuadraban su rostro. ¿Qué esperas?, gruñó. ¡Pronto! Mi caballo echa de menos mi silla de montar.

Dos nubios con el torso al descubierto se mantenían de pie en la cabecera. Un poco alejada, una favorita cubierta con un velo hasta los ojos, tocaba las cuerdas de un laúd lloroso. Sin esperarlo más, abrí mi botiquín. Cortar en aquella carne de potentado me daba que pensar. No dudaba de la seguridad de mi mano, pero temía las reacciones del paciente. ¿Me jugaba tal vez la vida? Por lo demás, Salah-al-Din creyó darme libertad de movimientos poniéndome en guardia: si mi gesto era brutal, ordenaría me cortasen el brazo. Sabía por experiencia que los hombres guerreros se vuelven irascibles en presencia del dolor. Sultán, le dije señalando a la favorita, ¿podrías tomar la virginidad de esta mujer sin que ella se diera cuenta? Como me observara sin comprender, proseguí: del mismo modo tampoco puedo yo abrir tu absceso sin que lo notes. Una risa, una enorme risa fue la primera respuesta, y supe que la partida estaba ganada. ¡Nada temas, Yaud!, me dijo. Esta mujer ya no es virgen. Y yo intentaré contenerme.

Utilicé un subterfugio que me había enseñado Avensole: con la palma de la mano le propiné una violenta manotada en el preciso instante en que la punta de la lanceta penetraba en la fluxión; la sorpresa de la primera sensación debía absorber gran parte de la segunda. Salah-al-Din se incorporó apoyándose en sus codos. ¿Me golpeas, perro? ¡Acabemos de una vez! Ya está, sultán, dije tranquilamente. El humor fluye, amarillento y sin problemas. Envía a que le digan a tu caballo que mañana podrás montarlo.

Aquella misma noche, Salah-al-Din me envió un anillo de oro con una piedra preciosa de la talla de una avellana. Para él, como para mí, aquel presente sólo tenía valor de símbolo. Lo tomé. Te lo doy, me dijo cuando acudí a renovar su vendaje. Expresaba, de la manera más concisa, el doble movimiento contrario cuya ponderación se efectuaba en la balanza de la vida y la muerte. En la alternativa de dar o tomar se encontraba Dios.

Yusuf me retuvo más tiempo aquella mañana. Me preguntó sobre mí y mi familia, y me hizo tantas confidencias como yo le hice. Era el encuentro entre dos seres humanos que no se habrían buscado si no se hubieran ya encontrado. Él en la acción, y yo en el estudio, nos hallábamos en vías convergentes. De niño, y luego de adolescente, había percibido como yo mismo el gran rumor de lo infinito. Poco más o menos teníamos la misma edad. Las miradas del pequeño prisionero de la yeshiva cordobesa y del pastorcito de las montañas kurdas habían debido cruzarse en la inmensidad. Al igual que yo, Yusuf quería la verdad; no su reflejo cambiante y evanescente, sino su espesura material semejante a un fruto maduro en el que puede morderse. La queríamos en su esplendor, plena de ella misma y entera. ¿De qué podíamos hablar sino de esto?

Cuando el pretexto del vendaje no tuvo lugar, nuestros encuentros siguieron siendo cotidianos mientras él vivió en palacio. Había dado órdenes y yo entraba en palacio como si entrase en mi casa. A menudo la sala estaba llena de servidores negligentes y de consejeros apresurados. Yusuf se apartaba de ellos, me tomaba del brazo y se aislaba conmigo en su aposento. Me hacía aspirar su aliento, observar sus orines, inspeccionar sus heces, no porque estuviera inquieto por su salud, sino para justificar sus liberalidades hacia mí. Normalmente era él quien me prodigaba consejos: que trabajaba demasiado, que mi respiración denotaba fatiga, que debería concederme un descanso en su palacio de Alejandría, donde el aire del mar me procuraría bien.

Tras lo cual hablábamos de lo que teníamos en nuestra alma: de la inmanencia, de la trascendencia. Yusuf no era un hombre instruido, siendo ésta una de las causas de mi apego por él. Se le llamaba fanático; nada menos exacto: tenía el don de la abstracción en grado supremo, y su pensamiento se elevaba naturalmente hacia las cimas. Su aptitud por la filosofía reproducía los ímpetus de la montaña. Para él, el mundo se hallaba fijado en una pura verticalidad incluso sin saberlo se había hecho adepto de la doctrina de los motzales, para quienes la religión era la fuente de todo conocimiento. El que un acontecimiento pudiera ser la causa inmediata o mediata de otro acontecimiento le resultaba incomprensible. Decía que no había traza de inteligencia en los acontecimientos para ordenar lo que debía cumplirse. Dios, al crear el mundo, le había imprimido costumbres inmutables que nadie más que él podía modificar. Las nubes y la lluvia iban juntas por costumbre. La piedra lanzada se desplazaba por costumbre. El Nilo se desbordaba dos veces al año por costumbre. La poesía y la verdad, que duermen en los textos sagrados, de hecho no son más que los movimientos poético y verídico que se engendran en el espíritu del practicante. El espíritu de Yusuf estaba más lleno de poesía y de verdad que el Corán, que se sabía dé memoria, Citaba con frecuencia el Libro sagrado, pero era su palabra la que fecundaba los versículos. No dudaba un instante que se encontraba en el camino de la elevación y que iría derecho al regazo del Profeta. La guerra era también una costumbre, pues el enviado de Dios dijo: la salvación se halla bajo los fulgurantes sables, y el paraíso bajo la sombra de las espadas; quien combate para que mi palabra esté por encima de todo, aquél está en mi camino.

Con una prudencia de cazador de serpientes, yo intentaba introducir en nuestros debates aproximaciones de un pensamiento más racional. Me aventuraba por los meandros de los Motecallemím, que yo mismo combatía, pero en los que la razón proponía aberturas; tomaba citas de los peripatéticos, de los pitagóricos e incluso de los materialistas, con objeto de hacer más claros mis ejemplos. No es que Yusuf no quisiera comprender; es que no podía comprender. Hablaba una lengua distinta a la suya y era un milagro que nuestra comunicación fuera tan completa. A veces le leía pasajes de mi gran libro, cuya redacción progresaba. Escuchaba atentamente, reflexionaba largamente y decía: suena muy bien, pero ¿qué quiere decir?

Una mañana le vi preocupado. Tardó en decirme el motivo. Acababa de recibir una carta en la que se me denunciaba como apóstata. El azar había querido que Ibn-Moischa, mi excolega y juez de Fez, pasase por Fostat y oyera hablar de mí. Juro por Alá, escribía, que ese perro era un buen musulmán bajo la protección de Abd-el-Mumen, emir de los creyentes, y helo ahora judío y rabino, y bajo tu protección. En nombre de la verdadera fe pido su muerte como traidor. Yusuf arrugó varias veces el papel, como si quisiera romperlo. Su preocupación era muy cierta; y la mía también. En la ley islámica no había excepción; no había perdón posible para el crimen de apostasía, y él, Yusuf, tenía que hacer respetar la ley. Durante algunos minutos estuvimos frente a frente, sin decirnos nada, tan incómodo el uno como el otro. ¿Iba Salah-al-Din a llamar a sus guardias y entregarme al juez y al verdugo? El silencio se hizo insoportable. Yo fui el primero en romperlo. Sultán, le dije, tú decidirás según tu alma y tu conciencia. Esa carta contiene la verdad, salvo en un punto: yo no era un buen musulmán; era un musulmán forzado. Tú que sabes el Corán de memoria, recuerda este versículo del Profeta: yo no adoro lo que vosotros adoráis. Vuestra religión para vosotros, para mí la mía. Esto fue dicho y escrito el tercer año antes de la Égira en la ciudad de La Meca y frente a Dios. Una risa, la enorme risa de Yusuf fue la respuesta. Pausadamente rompió la carta en trocitos. El Profeta tiene respuesta para todo, dijo. Si el denunciante vuelve por sus fueros, yo sabré hacerle callar, Dios es testigo de ello.

También discutimos a propósito de aquel iluminado llamado Acab que recorría el Alto Egipto proclamándose precursor del Mesías. Apelaba a los judíos y árabes para que se reunieran bajo su bandera en vistas al Juicio Final, según él muy cercano. Varios centenares de harapientos le seguían con la mirada extraviada. El cortejo llegó ante las murallas de Sana, y Acab intimó al emir del Yemen a salir de la ciudad y someterse a su mensaje. El emir mandó levantar una tienda y salió. ¿Cómo sabré que tu mensaje es verdadero.?, preguntó. Acab sacó a colación todos los milagros que había hecho, y de los cuales podían dar testimonio quienes le seguían: caminar sobre las aguas, cambiar el agua en vino, curar a los leprosos, resucitar a los muertos. Dame una prueba, dijo el emir, y me someteré. ¡Sea!, dijo Acab. Córtame la cabeza y al momento volverá a crecer sobre mis hombros. Sin duda pensaba que el emir no se atrevería; o que Dios haría que la hoja se desviase; o que en su lugar se la cortarían a un cordero. Pero el emir se atrevió. Y la hoja no se desvió. Y ningún cordero ocupó su lugar. Podía ser el fin de Acab, y no lo fue. Los harapientos colocaron sus restos en un sepulcro de piedra y lo lloraron mucho tiempo. Acab tenía familia y ésta hizo el viaje para recoger el cuerpo. Cuando la familia abrió el sepulcro, éste se hallaba vacío. La familia corrió la nueva de que Acab había resucitado, y el cortejo se puso en camino hacia Egipto. Judíos y árabes en éxtasis iban incorporándose a él. Yusuf se vio obligado a enviar un batallón de soldados para dispersar a los iluminados; de lo contrario habría nacido una nueva secta. En este mundo saturado de sectas eso, verdaderamente, no era lo mejor que podía suceder.

La bandera colocada en el frontón del palacio, señalaba que el sultán se hallaba en campaña militar. De la noche a la mañana, El-Kahira sonaba a hueco, la geometría de las calles y de las plazas recobraba sus derechos en medio del fragor de las masas. La repentina desaparición de la guarnición restituía la ciudad a sí misma, y el silencio durmiente de las necrópolis sucedía al tumulto. Ya no había soldados en las puertas y en los patios, ya no había esclavos en los pasillos ni palafreneros en las cuadras: era para mi un tiempo de vacaciones, es decir, de trabajo más intensivo en la redacción de mi gran libro. Éste iba tomando cuerpo y amplitud: más de cien capítulos estaban terminados y circulaban ya incluso por lugares lejanos. Alabanzas, críticas y reprobaciones se amontonaban sobre mi mesa. Si mis comunicantes hubieran sabido hasta qué punto sus opiniones, buenas o malas, me traían sin cuidado, tengo por seguro que se hubieran abstenido de hacérmelas llegar. En mi indiferencia no había orgullo. Al contrario, sentía sobre todo un infinito reconocimiento y agradecimiento para quien me leyese. Le ofrecía lo mejor de mi reflexión. El que yo no pudiera emitir de viva voz más que un juicio demasiado altivo, tanto en un sentido como en otro, le engañaría en detrimento suyo y sin comprometerme.

Yusuf permanecía ausente seis meses, un año, a veces más. Regresaba entre un gran despliegue de polvo, glorioso por costumbre, arrastrando consigo nombres gloriosos: Gaza, el Krak[32] de Moab, Damasco, Jaffa, Aqqo, y volvíamos a emprender nuestras conversaciones de cada mañana en el punto en que la guerra las había interrumpido. La alegría del encuentro la experimentábamos ambos del mismo modo. Mientras el pueblo celebraba la victoria y el botín afluía en carros repletos al recinto de palacio, Yusuf se confiaba al bienestar de las meditaciones. No quería para él otra virtud que no fuera la de ser fiel, otro mérito que el de ser obediente. ¿Sus victorias? Mucho empeño y cansancio, una cierta manera de guiar sus tropas, informaciones seguras… Los fallos del adversario y el deseo de Dios hacían el resto. Su sinceridad era absoluta cuando afirmaba que la contracruzada sólo apuntaba a una meta: el retorno de la paz para siempre. No odiaba a nadie; sólo despreciaba las bajezas y la falsía. ¿Cómo establecer la creencia de que el hombre, en el mundo, tiene mejores cosas que hacer que matarse entre sí?

Aquel año fue más fastuoso que los otros, el alborozo más desbordante que nunca. Yusuf traía en su cortejo su victoria sobre Jerusalén. Pero parecía más atormentado, más sediento de purificación. Y sin embargo, no había cometido masacre alguna, en contraposición a la innoble carnicería perpetrada por los cruzados. Quería demostrar, decía Yusuf, la superioridad del capitán civilizado sobre los capitanes bárbaros. Ningún habitante había sido atropellado. Todos estaban autorizados a abandonar la ciudad llevándose sus bienes, previo pago de un derecho de capitación de diez besantes por hombre, cinco por mujer y uno por niño. Las órdenes religiosas, templarios, hospitalarios y mendicantes, fueron las primeras en salir. Quedaban aproximadamente unas treinta mil personas insolventes, cuya libertad requería un apretado regateo, hombre por hombre, besante por besante, entre el sultán y el patriarca. Yusuf traía consigo dieciséis mil esclavos por quienes los tesoreros de las iglesias no habían querido o podido pagar.

Jerusalén, dijo pensativo. Yeru-Salem, la ciudad de la paz. Al-Quds, la Santa. Desde la torre de David, Yusuf habia visto salir al último de los habitantes. No era más que un terreno baldío entre murallas heridas. Yeru-Salem, dijo de nuevo, llevándose las manos al pecho. La he tomado… Tendió sus brazos hacia mí y me miró fijamente. Te la doy… Como yo callara, sin atreverme a comprender o a no comprender, Yusuf prosiguió. Te doy esa ciudad, dijo con gravedad. Te doy las tierras de Judea, desde el Jordán hasta el mar. Te las doy para que sean tuyas, y para que tú las entregues a tu pueblo disperso. Manda cartas a todas las regiones habitadas de la tierra y anuncia la nueva: que Salah-al-Din te ha dado Jerusalén y Judea. Que todos tus hermanos vuelvan, pues hay murallas que levantar, árboles que plantar, un suelo que fructificar, un reino que reconstruir.

Me eché a sus pies y besé el vestido de Yusuf. Mañana te responderé, fue lo único que pude articular. Salí de palacio como un sonámbulo. En lugar de dirigirme a Fostat, encaminé mi caballo hacía el levante y pronto no hubo a mi alrededor más que cielo y arena. El resto del día y toda la noche, quemado por el sol y transido por el frío, abogué por la causa del sueño y la causa de la razón. Sin duda se inquietaban por mi ausencia; sin duda me estaban buscando. Me sentía descuartizado entre los lazos de mi carne y los lazos de nú espíritu, enajenado y al mismo tiempo apacible, miserable y al mismo tiempo triunfante. Dios me había hablado y yo tenía que responderle.

Llegó el momento en que comparecí ante Yusuf. Estaba tan expectante en su espera como yo lo había estado en mi resolución. Mi respuesta es no, dije. Lo que me das, sultán, tus hijos querrán recobrarlo. Son numerosos. Diecisiete, si no me equivoco. Me interrumpió brutalmente: Mis hijos son todos ellos unos incapaces y unos débiles. Sólo se ocupan de sus placeres. Razón de más, dije. Cuando vean murallas reconstruidas, nuevos bosques, florecientes vergeles, sentirán una codicia tal que nadie podrá hacerles frente. Tendremos que pelear para defender nuestros bienes, con las armas en la mano, y mi pueblo no es ya un pueblo instruido. Tu regalo, fruto de la justicia, se verá envenenado. Llega demasiado pronto y demasiado tarde: demasiado pronto en los siglos y demasiado tarde para mí, que soy ya un anciano. La pluma se me cae de las manos. ¿Qué podría hacer yo con un sable? Llegará el día, Yusuf. La promesa se mantendrá, porque se renueva de padres a hijos desde hace mil años y aún más. Ella elegirá su tiempo, ella elegirá a sus hombres. No es ahora. No soy yo.

Al año siguiente, Salah-al-Din murió como ya dije antes.