¡Levántate, Moisés el Español! ¡Ven ante mí! ¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa? Heme aquí, en mi disponibilidad y mi afecto. Me confieso culpable, aunque me reconozco inocente. Ello es difícil de comprender para quien no es pura inteligencia. ¿Es éste ya el juicio final? ¡Qué tonto eres! No hay ni un juicio primero ni un juicio final en la eternidad inmutable donde se unen el principio y el fin. Eras germen antes de ser y serás germen después de haber sido; y en cada instante de tu paso eres juzgado por el juicio que hay en ti. En tu alma y conciencia, ¿eres inocente o culpable?
Una cosa y otra. O ni una cosa ni otra. ¡Qué simple sería todo ello si estuviera seguro de poseer las reglas del juego! Las que figuran en el código de referencia han caducado con el tiempo que fluye, y no requieren más que flexibilidad; y el régimen de la ley se ha borrado ante el régimen de los comentarios. Lo que es justo y lo que no lo es sólo tiene sentido en la apreciación de los intérpretes. ¿Es justo que yo sea pagado por gente bien acicalada y que huele bien, para curar a gente sucia que apesta? A primera vista, la moral encontraría en ello su baza. Es preciso un poco de complacencia para alabar esta corriente de caridad dirigida en el buen sentido. Los que tienen sacrifican a quienes no tienen. Y ello podría estar en el orden. Estoy situado en una encrucijada de donde parte una injusticia. Y, además, ello me sirve. ¡Qué más se puede pedir! La prebenda, vertida escrupulosamente, me pone a resguardo de la mendicidad y me restituye una parte de la libertad y una parte de la dignidad que comenzaban a faltarme. Y como me siento honestamente sujeto a los términos de mis compromisos, considero que el dinero lo gano honestamente. Así, pues, puedo declararme satisfecho, luego inocente.
¡Sea! Para llegar hasta aquí me ha sido preciso entrar en el juego de un claroscuro que comprometía también una parte de mi libertad y una parte de mi dignidad. Malas lenguas han podido decir que me he vendido a cambio de una dote. Y no es algo absolutamente inventado. Podría objetar que las delicadezas amaneradas del amor cortés, tal como vosotros las cultiváis a veces en Idumea, serían aquí inconcebibles, si no risibles. Ello no impide que en mi caso la transacción fuera marcada por un exceso de sequía. A primera vista, una vez más, la moral no encontraría ya en ello su baza. Y aún más cuanto que he hecho trampas, disimulando mis crisis de sofocación que me convertían casi en un impedido. La mercancía que yo proponía en la subasta estaba adulterada. No era responsable de ello; pero me sentía avergonzado, luego culpable. Lo menos que podía temer era que Abulmalé se retractase de algunas de sus promesas al descubrir que había negociado para su hermana con un partido disminuido. La ocasión no se presentó. Betsabé vino con su ajuar completo, su baúl de cuero incrustado de nácar, la bolsita llena de piastras con las que yo pagué a Natanael; obtuve mi cargo de médico de las cuadras sin que fuera necesario volver a hablar de ello, pues a partir del día siguiente de mi boda, las crisis de sofocación retrocedieron de tal manera que pude considerarme curado. Había sufrido en el cuerpo una enfermedad del alma. El cambio de estado, obtenido en la culpabilidad de una villanía y de una mentira, me restituía a mí mismo y me declaraba inocente.
En cambio necesité algún tiempo para detectar la superchería de mi situación en palacio. Quienes, lavados y perfumados, me pagaban, no esperaban otra cosa de mí sino su protección contra la suciedad y la hediondez. Yo no les servía sólo de coartada; les servía de aislante. Yo era quien tenía que velar para que el sufrimiento y la pus jamás tuviera ocasión de desbordarse fuera de los lugares reservados a los trabajos y a los servicios. Yo era quien tenía que exponer mis ojos, mis orejas y mi nariz. Ello estaba aún en el orden: recibía una prebenda por este oficio. Pero también tenía que indicarle a mi cuñado qué heridos y enfermos eran ineptos para el trabajo, y éstos desaparecían sin dejar más trazas. De incómoda, mi situación pasó a serme odiosa, y mi inocencia se vertía a mares en la culpabilidad. A pesar de mi buena opinión con respecto a la mansedumbre de Abulmalé, reconocía que no era más que un administrativo cuya seguridad corría tantos riesgos como la mía. Lo ideal habría sido que hubiera podido convertir a los míseros en menos miserables. Pero mis poderes no alcanzaban a ello y mi ciencia, aunque hubiera sido diez veces mayor, tampoco hubiese bastado. Y sin embargo me había atiborrado conscientemente de los frutos del árbol, y había tomado de todas partes de donde podía tomarse algo: de los empíricos, que no sabían nada y nada comprendían; de Hipócrates, que sabía que no sabía nada y todo lo comprendía; de Galeno, que creía saberlo todo y no comprendía nada; de la Tora y del Talmud, libros que para muchos son de medicina emergida de la memoria visceral; de los filósofos y de los astrónomos, de los teólogos y de los geómetras, e incluso de los poetas; y a partir de estos materiales he construido mi teoría y mi método, fundamentados en el conocimiento y la virtud, pero inmensamente hueros e inútiles frente a las calamidades que se abaten sobre los pobres.
Porque tú tienes una teoría y un método, sí, del mismo modo que el campesino su carro y su simiente, o el herrero su martillo y su yunque. Nadie puede trabajar sin las herramientas adecuadas. Tengo como algo esencial que el hombre está en el universo y el universo en el hombre, que el alma está en la carne, y la carne en el alma, por un efecto de simetría que tiende naturalmente al equilibrio y jamás se mantiene. Veo el mundo como una balanza cuyos platos se hallan en perpetua subida y bajada: es cuestión de un átomo de más o de menos en una alternancia ligada al movimiento mismo. Pero a cada oscilación, el azote pasa por un estado instantáneo de equilibrio, y este estado es la salud, luego el bien. Si sobreviene un exceso o una privación durables en uno de los platos, aparece el sufrimiento, luego el mal. Tal es mi teoría del medio justo. ¿Es insensata?
Tu pregunta es abrupta. No digo que lo sea. No digo que no lo sea. Si he tomado tanta precaución para esconder la verdad, no es para que la sorprendan mediante una trampa. Prosigue, me interesas. ¿De dónde procede que haya excesos y privaciones en el mundo? La pregunta no me coge de sorpresa y la respuesta está en mi teoría, rematada desde hace tiempo. Dado que en estos momentos hago mi gran examen de medicina, es preciso que no limite mis ambiciones. Así pues, veo tres razones. La primera se halla en los excesos y privaciones que la providencia permite arrastrar por ignorancia, o distracción, o malicia, o venganza, y esto sólo ella lo sabe; la segunda se halla en los excesos y privaciones que los hombres se infligen unos a otros; y la tercera en los excesos y privaciones de los que cada uno es responsable. ¿De acuerdo?
¡Aún no! ¿Y tu método? Es muy simple y, naturalmente, se desprende de mi teoría: consiste en mantener o volver a situar al ser humano en situación de equilibrio dentro de un contexto apacible; en protegerlo contra las fechorías de la providencia y las torpezas de los demás hombres; en ponerlo en guardia contra los desórdenes de cualquier tipo; en no hacerle respirar más que el aire más puro; en darle de beber el agua más indemne y de comer los alimentos más frescos y nutritivos, y con la mayor variedad posible; en cubrirlo contra la intemperie y el resplandor solar; en hacerle razonable e instruido; en mantenerlo alejado de las contrariedades y el disgusto. En tales condiciones, y sin excepción ni accidente, mi método es proveedor de excelente salud y bienestar.
Pero, para menoscabo de mi teoría, ésta no sirve de nada con respecto al fellah devorado por la fiebre cuartana, amarilla o tísica, con respecto al esclavo nubio petrificado por la enfermedad de las orillas del Nilo[31], con respecto al cantero de bronquios pavimentados de sílex o al albañil más o menos agramado por un dintel; de nada sirve tampoco con respecto a las mujeres hinchadas de celulosa y dislocadas por la preñez; de nada con respecto a todo ese pueblo menudo: carreteros, palafreneros, ganapanes y pescadores, cuyos accesos de disentería, fluxiones, tumores y borracheras están a mi cuidado y son víctimas de mi impotencia.
No he inventado un método contra la miseria, y es ésta la que día a día me solicita. Soy el médico de los pobres, un título que merecería un lugar en el paraíso; pero soy pagado por los ricos para que el escándalo no les prive de su apetito, y esta situación me entrega a la condenación. ¿Inocente? ¿Culpable? El juicio que hay en mí se declara incompetente ante tal alternativa. Me doblego ante las circunstancias y me siento desprovisto de poder sobre ellas. Ignoro qué recubre la noción de pecado; en cambio, reconozco las faltas y sé por experiencia que raras veces se cometen en los lugares donde hacen estragos. Es cierto que los pobres son detestables: feos, sucios, malolientes, embrutecidos, perezosos, bribones. Sin embargo, les amo porque yo soy uno de ellos, un pobre que tuvo la suerte de tener un padre letrado, de nacer en una ciudad inteligente, pavimentada con flores y poseedora de una cultura libresca; un pobre que no conoció más hambre que la de saber; un pobre dichoso, en fin, mientras que ellos son pobres desdichados. Cómo podría denominar de otro modo que no fuese amor a esta remoción que siento en el alma y que me lleva a frecuentarles de cerca; esta pena que noto cuando su sufrimiento destruye mi saber; esta rabia que experimento cuando debo decidir a propósito del desechamiento de un esclavo impotente; esta alegría sin par cuando puedo consolar, aliviar, curar. Les amo, y se han dado cuenta de ello muy pronto, y me devuelven en moneda de confianza lo que yo gasto en ternura. Se convierten en buenos, limpios, valerosos, leales, y algunas gotas de extracto de mirra harían el resto… En cada uno de ellos duerme un príncipe, y si son bribones y siguen siéndolo, ciertamente no se trata de una perversión.
Algunos se apostan en el camino que conduce a mi casa y me esperan cuando, agotado, regreso de las cuadras de palacio. Llegan judíos, árabes, beduinos, edomitas, todos de la misma especie, libres o esclavos, traídos por el candor, el temor o el dolor, y se marchan con un poco de esperanza y dejándome, éste un puñado de habas, aquél una cestada de frutas o huevos o, en el mejor de los casos, un pollo raquítico, y yo me siento como honrado. No, no soy sublime. No, no me refocilo en la modestia. No, no me obstino. Nunca rehusaría al paciente rico, precedido de emisarios y servidores portadores de una bolsita con oro. Una vez vino uno, en medio de un gran despliegue; era un jeque beduino que tenía una mejilla inflamada a causa de una fluxión de una muela; pretendía tener prioridad ante los miserables y ser recibido inmediatamente. Le hice esperar. Se marchó en busca de ayuda a otra parte. Tuve problemas.
¡Mira!, me dijo Betsabé, y fue una de las pocas veces en que me decepcionó. Mira cómo Natanael sabe hacer las cosas. No está cargado de principios. No tiene teoría ni método. Y ello no le impide cuidar bien sus intereses. Mi mujer decía la verdad; pero no debiera haberlo dicho; ni siquiera haberlo pensado. Natanael era médico de la Corte. A veces visitaba al califa, aquel coronel Dirgham que se mantenía encerrado en palacio temiendo un atentado y que hacia probar a sus esclavos sus alimentos y remedios, pues en nadie tenía confianza, ni siquiera en su médico. Natanael dirigía las finanzas del reino y percibía el tributo para pagar a los francos. Natanael velaba sobre la salud de los babilonios ricos, sobre la organización de las dos comunidades, sobre las dos sinagogas. Era el hombre menos fatigado de la capital, y también uno de los más poderosos y ricos. Disponía de mucho tiempo libre para estar en su jardín, escuchando a los músicos y acariciando sus gatos. Le habría hurtado de buen grado algunos pacientes; pero los tenía bien sujetos. Los ricos y los pobres son como el aceite y el vinagre: nunca se mezclan.
Cada fin de mes le llevaba a Natanael mis piastras residuales y él, pensativo, anotaba la suma en su libro. Se habla bien de ti, me dijo. ¿Cuál es tu remedio contra los excesos de neuma hílico? Le revelé la fórmula y la anotó en otro libro. No sentía envidia de su éxito y tampoco sufría a causa de mi miseria. Por aquel tiempo mis únicos enemigos eran la falta de tiempo y la fatiga, y mi única y verdadera pena procedían del hecho de que no podía ni estudiar ni escribir tal como yo lo hubiera querido. Mi Guía permanecía estancada, línea a línea, en la espesura de la noche de Egipto, bajo mis pesados párpados, ante mis cansados miembros. Por suerte tú estabas allí, en los últimos años de aquel reinado, tú que has vertido alivio en mi dolor, para aprender de mí tan sólo una lección muy simple y que debería saberse en todas partes: que la medicina es la ciencia de sopesar las faltas, y el arte de la elección entre los riesgos y los males.