Lo que hasta entonces me había sido más fiel, mi cuerpo, comenzó a traicionarme. En lugar de que los enfermos acudiesen a mí, que les esperaba, fue la enfermedad la que acudió sin yo esperarlo, insidiosa, brutal, tenaz. ¿De dónde emergía esta furcia deslavada, de mis fatigadas entrañas o de mi dolorida alma? Y fue una nueva ocasión de filosofar y establecer una teoría sobre la identidad de la carne y del espíritu, teoría que me costó tantos sinsabores. Se trataba del aire que llena infinitamente los espacios y que, de la noche a la mañana, comenzó a faltarme. Respiraba agua. Todo el peso del golfo pesaba en mi pecho. Aferrado a la madera de mi cama y con los ojos desorbitados y los labios abiertos, intentaba alcanzar un soplo de aíre que me huía. El corazón me latía enloquecidamente y mi visión eran turbia. Estuve en crisis toda una noche. Por la mañana se atenuó lo justo para hacerme creer que tan sólo se permitía una tregua, antes de recobrar ímpetu. Absorbí una infusión de genciana que me hizo bien. Pero antes del mediodía la crisis se instaló de nuevo y esta vez por un espacio de horas interminables. Lo que la sofocación me permitía de pensamiento critico me condujo a la evidencia: mi soplo vital funcionaba mal.
Todos los enfermos formulan preguntas tontas y yo no fui una excepción: ¿por qué yo? ¿Por qué en el momento en que necesitaba todas mis fuerzas, todo mi espíritu? Galeno recomienda respirar tan sólo un aire indemne de mal olor; habría respirado con delicia emanaciones de cloaca si hubiera podido respirar libremente. Un torno oprimía mis costillas. El aire entraba silbando por mi glotis y salía emitiendo un siniestro gorgoteo, llenándome la boca de burbujas. Me ahogaba, como David, mi hermano, mi hijo, mi querubín se había ahogado en el mar y había muerto; pero yo no moría. La crisis ascendía con pasos agigantados a través de mi ser, giraba un tiempo alrededor de mí en círculos cada vez más estrechos, y en el preciso instante en que parecía amenazar con matarme, relajaba su opresión y se dislocaba. Así imagino el suplicio de la pregunta aplicado por los asiatas. Sin duda a la larga nadie puede soportarlo; y yo, sin embargo, lo soportaba. Casi cada día creía morir hasta el punto de desearlo verdaderamente, tal era el sufrimiento que sentía y que me hacía permanecer indiferente frente a mi suerte; y luego, el gusto del aire traía consigo el gusto de la vida, y me sentía feliz de volver a renacer.
Esta alternancia se prolongó muchos meses; más de un año. Me administraba cantidad de remedios, estomacales, epuráticos, sin otro efecto que el de agotar mi botiquín y mi ciencia. Hacía lo que podía; pero la enfermedad hacía lo que quería.
Ambos nos observábamos, en alerta, dispuestos a saltar o retroceder, ora yo, ora ella, según las circunstancias y la estrategia del momento, condenados a estar juntos, como Dios y sus criaturas, como el día y la noche.
Sin embargo, esta guerra me dejaba a veces momentos de respiro, en ocasiones lo suficientemente largos para que el gusto del trabajo tuviera su oportunidad. Tomaba de nuevo mi pluma y la mantenía suspendida. ¿Cómo hallar la concentración necesaria para filosofar cuando la casa está vacía, cuando la sirvienta no ha sido pagada, cuando sólo hay sopa clara y puré de hierbas para comer, cuando el techo y la cama son deudas, cuando el porvenir se presenta muy negro? La comunidad sin duda hubiera sido caritativa, pero he nacido y he sido educado en España. Ya era suficiente con que Tamar se quedase a mi lado por caridad. Ella me llamaba su pobre señor y yo le decía mi gruesa criada, pues era obesa hasta el punto de rozar a su paso los dos largueros de la puerta. Y fue gracias a este intercambio de amenidades como se selló nuestra relación. Ella calentaba mis tisanas cuando el aliento me faltaba, traía cestos llenos de frutos caídos de los árboles o estiércol seco para su brasero, y sus ojos se llenaban de lágrimas cuando me hablaba de David. ¡Un muchacho tan hermoso y tan joven! ¡Tan dispuesto a reír siempre! ¡Tan ingenioso! ¡Tan rico en promesas! Le ordenaba que se callase. Ella no me obedecía hasta la mañana siguiente.
En el más profundo de mi desamparo recibí una visita inesperada: la del obispo Hugo. Los médicos de la corte habían acabado por estar de acuerdo conmigo, y ahora confirmaban la lepra. La insensibilidad del muchachito al dolor y la aparición de un catarro nasal crónico no dejaban lugar a dudas. A pesar de que el rumor había corrido por todas partes, el hecho seguía siendo un secreto de Estado. No se podía relegar al príncipe a un aislamiento de circunstancia, ni revestirlo con el capirote ni proveerle de las tarreñas para mantener a la gente a distancia. Estaba destinado a ser un día rey de Jerusalén, y lo sería con motivo de proclamarse la sucesión; es más, lo sería en la medida que su inteligencia era despierta, su cuerpo vigoroso, su carácter firme, y que su padre le adoraba. Amaury se había acordado de mi existencia y el obispo me entregó una bolsita bordada completamente redonda a causa de lo que encerraba en ella.
Era la primera vez que yo recibía honorarios, y el momento no podía haber sido más acertado. Me sentía confundido y embarazado y Hugo tuvo la cortesía de no observarlo. Me preguntó de parte de Amaury si yo conocía un remedio capaz, si no de curarle, sí por lo menos de atenuar la progresión del mal. Le revelé que tal remedio lo mencionaban varios autores árabes, en particular Ibn-Sina: se trataba de un aceite extraído de las pepitas de un fruto llamado coba, o encoba, que se encuentra en un arbusto que crece en estado salvaje en el corazón de África, por la región de los grandes lagos; este aceite, llamado chaulmoogra, era muy eficaz contra la enfermedad. Hugo me pidió que le hiciera la descripción dei arbusto y del fruto. Por mi parte no lo había visto nunca, pero era seguro que los indígenas de los trópicos no se equivocarían ni de arbusto ni de fruto. Que el rey Amaury ordenara salir pronto una caravana; sin lugar a dudas, el viaje seria un éxito y la caravana traería lo deseado; entonces yo extraería el aceite y prepararía el remedio.
Así se decidió y el obispo se retiró. Aún le vi varias veces antes de que muriera frente a las murallas de Jerusalén con motivo de la caída del reino. Este hombre que me había humillado no dejó luego de hacerme bien. En cada una de sus visitas, la bolsita de Amaury ganaba en cantidad y ciertamente Hugo estaba en estricta relación con la cantidad de dinero que yo recibía. Y fue gracias a Hugo que tú, de Beaucaire y de Oppede, su primo hermano, llegaste a mi soledad; porque fue él quien te recomendó mi enseñanza. Y él también quien animó al rey Ricardo, apodado Corazón de León, a que se desplazase de Ashkalón a Fostat para pedirme un remedio contra los dolores que tenía en las junturas. ¡Curioso hombre el tal Ricardo! Como se sintió aliviado gracias a mis cuidados quería absolutamente comprarme a mi propietario para llevarme consigo a su isla de Inglaterra; y se sintió muy sorprendido al enterarse de que yo no estaba a la venta y que tampoco estaba dispuesto a seguirle por mi propia voluntad. En su perplejidad me dejó todo el oro que llevaba consigo, y que no era poco. Menciono tales liberalidades porque por aquellos tiempos tenía gran necesidad de dinero. Pero el oro más puro que recibí por mediación del obispo Hugo fue tu amistad, de la que mi corazón se hallaba sediento y hambriento.
Por la misma época vino otra visita: una anciana que me presentó Tamar y cuyo nombre jamás he sabido. Estaba yo entre dos crisis y mi respiración comenzaba a apaciguarse cuando la anciana se presentó repentinamente ante mí. Sólo le quedaba un incisivo en la boca, contra el que chocaba la punta de su lengua, de modo que las palabras se quebraban a su paso. No obstante acabé por comprenderla. La anciana conocía a un joven muchacho, Abulmalé, intendente en el palacio califal, huérfano de padre y madre, pero serio; podía pedir informes cuando quisiera, de la secta babilonia y de muy honorable familia, aunque desprovista de bienes, lo que le obligaba a conservar su empleo en el que se le apreciaba y se le había asegurado que pasaría a ocupar el cargo de primer intendente una vez el puesto quedase vacante, lo que no tardaría en llegar dada la edad del titular. Pues bien, Abulmalé tenía una hermana más joven que él, a quien amaba como a las niñas de sus ojos y a quien quería procurarle la felicidad. Un verdadero tesoro de muchacha: se llamaba Betsabé y era dulce, trabajadora, ahorrativa, honesta; en todo Fostat, El-Kahira e incluso Alejandría, no podría encontrarse otra igual. Un único defecto: había cumplido ya veinticinco años, y no es que no hubiera tenido proposiciones interesantes, sino que era una muchacha muy exigente y sólo quería tener un marido instruido, ya que ella sabía leer y escribir. En resumidas cuentas, ella, la anciana, para serle agradable a su amiga Tamar, y a mí, por supuesto, para serme también agradable en tanto que persona tan apreciada por Tamar, se había dicho que era triste saberme tan solo y tan poco feliz, y como la muchacha en cuestión estaba en edad casadera, era virgen y tampoco era feliz, pues bien, se había dicho que en aquel asunto había algo que combinar, y que por tal motivo se encontraba delante de mí, absolutamente desinteresada, salvo por el regalo acostumbrado en el caso de que el trato Llegase a buen puerto, lo que sería seguro en cuanto yo conociese la perla, y aún más porque su hermano iba a dotarla del ajuar completo, de un baúl de cuero incrustado de nácar y de una bolsita con cien piastras de oro, sin tener en cuenta los anillos de rubíes. ¡Espere y déjeme acabar! Abulmalé tenía poder sobre una prebenda de doscientas piastras anuales que destinaba a su futuro cuñado, en el presente caso para el cargo de médico de las cuadras, es decir, del personal de servicio, libre, liberto o esclavo, y este puesto era para tomarlo a partir de la mañana siguiente al día de la boda, la cual podría celebrarse el mes próximo, con la condición, claro está, de que los futuros contrayentes se hubieran conocido antes y hubiesen declarado su recíproca conveniencia. En la espera, la anciana sólo me pidió una piastra.
Esta visita tuvo en mí un efecto singular: me desdobló. Una parte de mí decía no; la otra decía sí; y la disputa fue enconada y se prolongó durante varios días, sin que ninguna de las dos mitades llegase a dominar sobre la otra. Cada una extraía argumentos muy pertinentes que iban anulándose unos a otros progresivamente. Cuando el «sí» me adormecía, el «no» me despejaba, y a la mañana siguiente los papeles se invertían. Oscilaba en el problema filosófico más arduo que jamás se me hubiera propuesto, pues no conocía texto alguno al que poder echar mano. La solución tenía que partir de mí, y me sentía perdido.
En mi desconcierto fui a pedirle consejo a Natanael. Betsabé es una muchacha honesta, dijo. Te han informado bien. Su carácter es reticente, poco cómodo, su hermano se queja a veces de ello. ¿Pero qué quieres? La segunda naturaleza de las mujeres es gritar, rebelarse; todas tienen un algo de la cabra. Si hemos de creer a Abulmalé, quizás ella tenga peor carácter que otras. Pero, en fin… Está de buen ver, tiene el talle fino y sobre todo buena salud. Será una buena esposa. A mi parecer tiene los ojos un poco pequeños, la nariz un poco gorda, los labios quizás muy finos, y la barbilla un poco puntiaguda. ¡Pero todo esto son tonterías! Uno se acostumbra a cosas peores. Lo peor, a mi juicio, es que dentro de diez años habrá alcanzado tu edad y la vejez no hace cuerdas a las cabras. Tengo la mía, sé de qué te hablo. Pero la prebenda de médico de las cuadras no es para desdeñarla, y sobre todo cuando se tiene necesidad de un trabajo y hay que pagar deudas. Date cuenta, no estoy tratando de convencerte ni de apresurarte. Tenemos tiempo por delante. Es preciso pensárselo bien, esto es lo que quería recordarte. Si tu hermano no se hubiera embarcado con todas las piedras preciosas, seguramente ahora no te encontrarías en esta situación. Ya lo dice el refrán: no pongas nunca todos los huevos en la misma cesta. ¿Estudiar, escribir libros? No hay nada que objetar en contra de ello, salvo que el hombre no vive de filosofía. La filosofía no te da de comer, no te viste, no te calienta. Creo que la casamentera ha llamado a tu puerta en un buen momento. ¿Tienes otra solución lista o en espera? La medicina, cuando se sabe manejar, no es un mal caballo. Es muy interesante diagnosticar una lepra en un príncipe. ¿Pero ello te lleva a dónde? Hay pocos príncipes y suelen cambiar a menudo. Mientras que una clientela se construye como una casa, ladrillo tras ladrillo, uno sostiene al otro, y se mantienen en pie cuando los ha dispuesto un albañil de profesión. Yo, por ejemplo, tengo el mejor cargo de la capital, pero me costó veinte años llegar a obtenerlo. Una vez se ha marchado ya no tienes por qué preocuparte de tu enfermo, eres tú quien le curas y es la providencia quien le mata. Antes de que las proposiciones no se inviertan en tu favor vas a tener cien veces la ocasión de desesperarte y cien la de morirte de hambre. Observa: la comunidad tiene sus pobres y es ella la que se ocupa de ellos. Pero un sabio como tú no mete su cuchara en el plato de los otros, él solo se hace la sopa. ¿Abulmalé te tiende el estribo? Mete tu pie dentro. ¿Sabe lo que hace? Sábelo tú también. Betsabé te viene por añadidura. Tómala. Luego ya verás. Hay mujeres que mejoran con el matrimonio, sé de algunos casos. Hay otras que gritan muy fuerte y se mueren jóvenes, también conozco algunos casos. Y además, no lo olvides: un hombre casado es algo que impone, que confiere peso, que inspira confianza. En medicina es primordial. Un médico que tiene una mujer a quien puede contarle las historias de sus enfermos no se las cuenta a extraños, y el secreto está salvaguardado. Por otra parte, la carne tiene sus exigencias y el reposo de los sentidos bien merece algunos sacrificios. Tienes una enorme casa. Habrá que llenarla de niños. Ello comporta problemas, de acuerdo. ¿Pero quién te ha dicho que el hombre no ha menester de problemas? Cuantos problemas tiene, mejor se porta; es la ley de los patriarcas. ¿Me has pedido mi opinión? Te la he dado. Hay cosas en pro y cosas en contra. Ahora eres tú quien ha de ver claro.
Y yo no veía claro en absoluto. Como cada vez que me debatía en una situación embarazosa, y a despecho de la crisis que me amenazaba con aparecer de un momento a otro, ensillé mi caballo y me fui a pasar una noche bajo las estrellas. De entre todos los países que he cruzado, sin duda Egipto es el que se halla más próximo del cielo. No es efecto del azar el que a Dios le gustase tanto aparecerse allí. Insondables pero cortas son las vías del Señor. Extendido sobre las dunas, junto al desierto, encomendé mi alma a la elevación, y mi alma tampoco tenía que recorrer un largo camino para alcanzar la eternidad. Allá arriba estaba el misterio que contenía mi misterio. Mi verdadero debate no era el que Natanael acababa de exponerme. Yo no buscaba ni seguridad contra la pobreza ni seguridad contra el fracaso. Tomar la mujer, la dote y la prebenda, o no tomarlas, era una alternativa referente a detalles menores. La verdadera cuestión era saber qué iba yo a hacer de mi vida: ¿conducirme como un buen burgués, o proseguir mi solitaria ruta por lo desconocido?, ¿procurarme comodidades o buscar mi salvación? En aquel lugar y en aquel preciso instante, ambas vías se entrecortaban y yo sentía profundamente que en adelante iban a apartarse una de otra. En definitiva, yo no era más que un viejo adolescente que había tardado en tomar partido. Me había arrastrado una especie de pereza. ¿Había quizás un encadenamiento lógico entre nuestra huida a través del mundo, la muerte de mi padre, el ahogamiento de David y mis crisis de sofocación? ¿Un hilo conductor? ¿El dedo de Dios? Era imposible decidirlo; y sin embargo tenía que tomar una decisión: había llegado la hora. ¿Esta vía? ¿O esa vía? De todas las pruebas por las que había tenido que pasar, la desaparición de mi hermano me parecía la más insoportable, pues hería mi razón, desgarraba mi alma y atormentaba mi carne. No corrí el riesgo de pedirle razones a Dios: ya por adelantado conocía la forma y el contenido de la respuesta. ¿Y quién no se estremecería ante un silencio tal? Yo, que había sido hecho hombre por el verbo y para el verbo, me hallaba ligado a la palabra, no a su ausencia. Por encima de mí centelleaban millares de fuegos que habría podido tocar alargando mis manos, y un ligero viento corría formando olas de arena. Yo no era nada y lo era todo, porque me encontraba allí, estremecido entre aquella inmensidad. Desde la noche transcurrida en el monte Carmelo, la respuesta estaba en mí: tenía una existencia de hombre que vivir, sólo ésto, y mi salvación no residía más que en esto. ¡Qué presunción la mía al creer que tenía el poder de evadirme de mi condición! Una mujer, rentas, niños y una piedra con mi nombre grabado en ella. El más envidiable de los destinos. La mejor de las esperanzas. La más alta de las verdades. Así, pues, mi decisión estaba tomada. Podía irme a dormir. Al regresar, con las primeras luces del alba, observé con sorpresa que aquella noche mi acostumbrada crisis no me había visitado.
El encuentro tuvo lugar en un salón cerrado de la pastelería Al-Azhar. Por la mañana había dedicado varias horas a mi arreglo personal, me había bañado, cortado las uñas, igualado la barba y aceitado los cabellos, sonriendo sin cesar al pensar que por lo menos éramos dos quienes en Fostat estábamos efectuando los mismos gestos en el mismo momento. La anciana me condujo hinchado de atavíos como una cebolla en invierno. Durante cierto tiempo estuvimos frente a frente, bebiendo té con menta, mascando lokum gomoso, sin encontrar nada que decirnos. Cuando me llegó el momento de dirigir mi mirada a Betsabé, ella apartó la suya. Era cierto que tenía los ojos un poco pequeños, la nariz algo gorda, los labios un poco finos y el mentón algo puntiagudo; pero ¿y qué? Uno se acostumbra a cosas peores. ¿Y a mi? ¿Cómo me veía ella? Una vez bebido el té y mascada la goma, la anciana dio la señal de la partida. Sí, dije levantándome. Sí, respondió Betsabé, mientras su hermano la cubría de nuevo con el velo. A la semana siguiente, Natanael nos casó en la gran sinagoga de los babilonios. Aún no sabía que me llevaba a casa a la mejor de las esposas. ¿Qué significa la mejor de las esposas? ¿Una simple atestación por buena conducta y servicios leales? Me subestimaría si pensase y escribiera tales trivialidades. Con simplicidad diré que Betsabé me abrió el acceso a las dos vías, inciertas tanto la una como la otra. Si alguna vez he conseguido hablar con Dios, las palabras sólo han podido pasar a través del corazón de mi mujer.