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Se supo, ignoro cómo, que yo había diagnosticado un caso de lepra. Fue para mí un problema considerable, que tardé mucho tiempo en superar. Pensar en dicha enfermedad tenía significación de pecado, y había que apresurarse en expiarlo. Llamarla por su nombre mancillaba y manchaba irremediablemente la boca. Más que a ninguna otra, se la consideraba un puro maleficio, azote de Dios y exhalación infernal. ¿Cómo había podido yo reconocerla en su estado inicial sin estar en connivencia con ella? Hubiera podido argüir en mi defensa que los síntomas de la lepra están muy bien descritos en Hipócrates y Galeno; pero semejante defensa no hubiera servido de nada a mi reputación, de súbito gravemente comprometida. ¿No había yo atraído el azote al cuerpo de aquel muchachito al pronunciar la vergonzosa palabra? Su padre, el rey, protegía Egipto; hecha la abstracción de mis supuestas relaciones con el gehena, me había convertido en culpable del crimen de lesa protector. E incluso si se establecía que yo era inocente de sortilegio, había tocado con mis manos al leproso, y en adelante mis manos estaban contagiadas. ¿Qué hombre sensato aceptaría confiarse a ellas?

Había hecho público en Fostat que estaba a la disposición de quienquiera que me necesitase, y tenía que reconocer que nadie me necesitaba: mi gabinete no conocía la visita de ningún enfermo ni herido, y permanecía desesperadamente desierto. En otra época no me hubiera sentido en absoluto preocupado. Mientras menos tuviera que ocuparme de los demás, más libremente podría complacerme y dedicarme a mis estudios y escritos. Las grandes divisiones de la Guía de perplejos estaban delimitadas: debía de ser una suma sin precedentes, nutrida con la mejor savia de la reflexión inteligente. No tenía nada que innovar. La verdad estaba dicha. Mi tarea consistía únicamente en separar la ganga que podía dificultar el acceso a la misma. Trabajo de depuración; en cierto modo similar al trabajo de los buscadores de oro. Me había preparado conscientemente desde hacía tiempo. Había explorado todos los terrenos, todos los filones, el lecho de todos los ríos. Sabía dónde estaba el metal, y dónde la arena y el barro. Había llegado el momento de tamizar; y era un mal momento. La muerte de mi padre me colocaba en una situación frente a la que me sentía desarmado. Heredaba sus deudas, mientras que las secuelas de la fortuna de los Maimónides le correspondían en ganancia a mi hermano; él tendría que encargarse de mantenerme.

Pero David se aburría en Fostat. No se sentía feliz. El comercio de la joyería se hallaba concentrado entre varias familias de babilonios, ninguna de las cuales parecía querer desplazarse un mínimo para cederle un pequeño puesto al recién llegado. Las numerosas tentativas que mi hermano llevó a cabo para introducirse aquí o allí fracasaron una tras otra. Una transacción que emprendió él solo le salió mal antes de concluirla. Pero David no se descorazonó e inventó un rodeo: los Nidian, bien provistos, además de las joyas disponían de una hija en edad de casarse. El negocio valía quizás algunas molestias, y mi hermano tenía posibilidades: era un joven alto, hermoso, esbelto, lleno de bucles negros, mientras que la señorita comenzaba a entrar en carnes. Así, pues, David emprendió una serie de movimientos de aproximación, y obtuvo los suficientes estímulos para persistir, hasta que una noche se topó con una expedición de castigo organizada por ios hermanos Nidian, de la que salió malparado, con un ojo hinchado.

El clan de la joyería era infranqueable. Atacarlo de frente habría sido una locura con un capital tan débil como el que suponía una bolsita de esmeraldas, cuya cuarta parte por lo menos estaba destinada a pagarle nuestras deudas a Natanael. Incómodo y molesto en tal callejón sin salida, David concibió un proyecto arriesgado: ir a la India, donde tenía muchas posibilidades de vender sus piedras a unos precios muy altos; con la suma obtenida compraría corindón bruto de la mejor especie, aguamarina, rubí, zafiro y topacio, que luego mandaría tallar y afinar en el taller que crearía en Fostat. Gracias a dicha operación, y los cálculos los hizo innumerables veces y siempre con el mismo resultado, calculaba decuplicar su haber y adquirir una buena posición de concurrencia frente a los babilonios, con la firme intención de desalojarles de su feudo.

A pesar de lo temerario del proyecto lo aprobé, pues confiaba absolutamente en el talento de mi hermano. Existía la incertidumbre del viaje; pero no había por qué suponer más riesgos en un desplazamiento de Fostat a la India que de Córdoba a Fostat, y este último era soportable. David aceleró sus preparativos y llegó el día en que se lanzó a mis brazos, más alegre que triste. Guiado por un beduino llamado Selim, iría por la ruta de los hebreos hasta Ras Abú Mussa, donde se embarcaría en el Mar de los Juncos[30]. Su ausencia debía durar seis meses como máximo. Pensando en el regreso, se había asegurado por adelantado los servicios del mejor pulidor y del mejor engastador que trabajaban para los Nidian, y David reía tan sólo de pensar en la cara que pondrían quienes le habían hinchado el ojo. Le acompañé hasta la puerta de la ciudad. Cuando le vi tan juvenil y gracioso, sentado sobre su silla de montar, con hermosos ojos y agradable aspecto, como se dice del David que fue rey de Israel, mi corazón se entristeció, pues de súbito cobré consciencia de que me quedaba solo. Durante mucho rato, y mientras se alejaba sobre su caballo, me hizo gestos con la mano.

Consideradas por separado, la muerte de mi padre y la partida de mi hermano eran accidentes en el orden de los acontecimientos previsibles. En cambio, mi soledad no tenía nada de accidental. Desde mi niñez me había complacido en ella, la había buscado, cultivado, dispuesto de modo electivo; no como un medio que aísla, sino como una mediadora que aproxima. A ella le debo lo mejor de mi formación y mis satisfacciones más profundas. Nunca me sentía solo en ella; entraba conmigo quien yo quería, y mis elecciones eran numerosas y variadas. Y he aquí que ahora me oprimía hasta hacerme daño. La causa era que la soledad había cambiado bruscamente de calidad y había tomado un cariz de abandono.

Mi padre me había abandonado, no había otra palabra para definir su deserción. Cuando vivía, su conducta le hacía singularmente presente y oneroso; su forma de callarse valía discursos. A pesar de ser alguien inevitable, jamás le había ignorado. Desde su muerte, le veía y oía cada vez menos, prácticamente nada; en esta pequeña diferencia radicaba la amplitud del abandono. Paseando por la enorme y silenciosa casa de una habitación a otra, a la búsqueda de no sé qué, me sorprendí arrastrando los pies con pasos quedos y menudos, y ello me sonó en el oído exactamente como si mi padre hubiera acabado de pasar por allí. He aquí que había comenzado a deslizarme en un recuerdo, esperando convertirme yo mismo en un recuerdo. Y cuanto más transcurría el tiempo, más densa y coloreada se proyectaba la imagen del difunto. El que la comunidad de Fostat hubiera decretado un día de luto con motivo de las exequias, me había parecido conveniente desde todos los puntos de vista, tanto para el muerto como para los vivos. Mi padre había llevado orgullosamente un importante apellido de Israel, sin dejar de fortificar su símbolo; un apellido que podía honrar un cementerio. Grande fue mi sorpresa cuando, al cabo de unas semanas, supe que otras comunidades a las que llegaba la noticia hacían lo mismo y guardaban un día de luto. Recibí cartas en las que se me decía que había sufrido una gran pérdida, y yo no lo había sabido; también me escribían exponiéndome que dicha pérdida afectaba a todo el pueblo de Israel, y yo comencé a tener conciencia de ello. Por instinto había desconfiado de aquel surco rectilíneo que mi padre, imperturbable, había cavado en la espesura de la tradición. En este sentido no se podía obrar mejor; haberlo hecho mejor hubiera sido una hazaña; y era un disgusto el pensar que tanta dominación de sí mismo corría el riesgo de permanecer estéril, con la excepción del agotamiento de un día de luto aquí y allí. La mutación que se llevaba a cabo en este siglo apuntaba expresamente a la muerte de los símbolos, y no era más que un comienzo, ésta era mi profunda convicción. El que los símbolos tuvieran una vida dura no era novedoso. Lo que yo descubría en el azoramiento era que, incluso muertos, conservaban su seducción. Rígido y pudriéndose bajo la losa de piedra, mi padre me atraía hacia él. ¿Cuán vigilante debería ser para que su pérdida no fuera también la mía?

Me quedaba un hijo, mi hermano, a quien yo había formado, a quien acababa de darle la libertad. Se turbaba poco y poco le turbaba. Yo había plantado en él un germen de justicia que en absoluto había caído del zarzal del dolor. Si a mi padre le hubiesen hinchado un ojo, habría murmurado que así lo había dispuesto Dios y se hubiera liberado mediante el rezo; si yo hubiera recibido el puñetazo en el ojo, me habría preguntado cuál era la falta que había podido cometer para corregirme y no repetirla. En cambio, el golpe recibido por David no había inclinado a éste a hundir la cabeza entre los hombros o a formularse cuestiones; al contrario, le había llevado a planear devolverlo, a su manera y a su hora, al igual que Dios devuelve castigo por ofensa. Cinco siglos de salmuera en el Islam infiltraban la sal de la conservación en las carnes demasiado tiernas. David pertenecía a la nueva especie de judío que, tarde o temprano, emergería del crisol de la humillación para atar de nuevo el hilo a la historia antigua. No se trataba de un programa de venganza; era un programa de afirmación. No era simplemente ojo por ojo: era sobre todo golpe por golpe. ¡Cuán fácil parecía esto para quien se halla confortablemente instalado entre los que sirven a la humillación en contraposición a quien se siente saturado! Tal vez el obispo Hugo no se equivocaba demasiado poniendo en duda el que un judío mantuviese su palabra, es decir, su honor. Amigo mío, tengo que hacerte una confesión: no me sentía descontento por haber diagnosticado la lepra. Había en mí una cierta satisfacción ante la indignación de aquel idumeo. Si un judío puede no mantener su palabra, ¿por qué no habría de tener la lepra un soberbio príncipe? No es un azar que el emblema de la justicia sea una balanza. Yo, Moisés de Córdoba, quería cortarle las garras a la humillación con la excelencia de mi conducta, la amplitud de mis conocimientos, la rectitud de mi razonamiento, mi estilo. Eran unas buenas herramientas y un excelente caparazón, lo sé por experiencia. Pero podía no ser bastante. David se hallaba en una vía mejor; ¡y cuánto le quería! Día tras día, mis pensamientos navegaban con él entre los arrecifes del mar de los Juncos, hacia el océano índico. Me sentía transportado por la jovialidad de su espíritu y la soltura de sus músculos, por sus hermosos ojos y agradable aspecto. Y ya pensaba en su vuelta. No hacía más que pensar en ello, y en cómo les daría una lección a los orgullosos, y por adelantado me reía con él, que sabía tan bien reír.

Algunos días después de su partida, Selim trajo el caballo de mi hermano. El embarque se había efectuado sin contratiempos en un sólido barco somalio. David me mandaba un billete garrapateado, para señalarme su ruta: por Hulam hasta el país de Cusch, conocido también con el nombre de Ceilán, donde vivían un centenar de judíos de piel negra que hablaban el arameo más puro del valle de Josafat. Desde allí se dirigiría hacia el norte, a lo largo de las costas.

Esperaba resolver sus asuntos lo mejor y más rápidamente posible y regresar tan pronto como pudiese.

Volví a ver a Selim al cabo de un mes. En cuanto apareció ante mí se lanzó al suelo y gritó con una voz zozobrante: no maldigas a quien te trae una mala nueva. El barco en el que viajaba tu hermano ha naufragado en el golfo, llevándose consigo cuerpos y bienes.