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La guerra nos alcanzó en tierras de Egipto. Si ha podido decirse que la historia es política congelada, la política no es otra cosa sino historia líquida; uno se ahogaría en ella, apresado entre la agitación de la superficie y las láminas del fondo, siendo a menudo los hervideros calmos los más engañosos. Sin embargo, ésta es la manera de vivir de los pueblos, cuyo destino flota sobre corrientes invisibles.

Nuestra llegada a Alejandría se efectuó en un mal momento, pues la ciudad tenía una cita clandestina con la historia. Más perspicaces o mejor informados, debiéramos haberlo adivinado o previsto; pero el destino de los hombres se juzga tan sólo una vez se ha cumplido, y nosotros nos sentíamos tan obnubilados y agotados por las sacudidas de las corrientes que no podíamos atisbar inteligentemente un lugar donde echar el ancla. La adversidad nos había transformado en seres modestos. Sólo aspirábamos a tener algunos metros cuadrados, el espacio suficiente para instalarnos y amontonar nuestros libros; a sentirnos rodeados de un vecindario reducido, apto para poder intercambiar palabras y pensamientos. Alejandría podía ser tentadora.

Alejandría había nacido del mar, no de la tierra, tenía la frente despejada, la mirada descubierta, la respiración profunda. Comerciaba toda clase de mercancías, toda clase de ideas. Todo tipo de gente se mezclaba en ella en una diversidad demasiado grande para que la uniformidad se convirtiera en una amenaza. Había escuelas, una universidad, y el recuerdo de la fabulosa biblioteca incendiada que fervorosos del libro intentaban pacientemente reconstruir desde hacía ya siglos. También había una comunidad hebraica de tres mil almas, de rito caraíta, ciertamente, pero de fuerte cohesión y bien dispuesta de cara a la discusión, tal como lo testimoniaba la correspondencia que mi padre había sostenido desde Córdoba y Fez con Zabulón, jefe de esta comunidad. En fin, Alejandría era una ciudad transparente, recortada en calles tan rectilíneas que, de una puerta a la otra, la mirada se tropezaba con el verde del campo o con el azul del mar. El aire y los hombres circulaban por ella con libertad.

Aun siendo poco solícito a nuestro parecer, pues había divergencias de doctrina entre nosotros, Zabulón nos recibió en su casa en la espera de hallarnos una morada en esta ciudad superpoblada donde la crisis del alojamiento era algo crónico. Apenas nos habíamos vuelto a instalar provisionalmente y empezábamos a buscar una morada cuando ya la guerra estalló. Para facilitar la comprensión de tales acontecimientos, me es preciso retroceder un poco y elevarme de nuevo. Como sabes, Egipto se halla gobernado por la dinastía de los fatimitas, cismáticos de la dinastía de los sunnitas de Bagdad que se proclamaban únicos detentores de la verdadera fe y lanzaban periódicamente llamamientos a la guerra santa contra sus hermanos en Islam. De hecho, los califas de Bagdad, a quienes se les llama siriacos, y los atabegos de Alepo, a quienes se les llama turcos, sentían gran apetencia de extender su autoridad por el fértil valle del Nilo, y apropiarse de sus riquezas repartidas con tan poca equidad. Una tercera fuerza se había establecido desde principios del siglo en el creciente de leche y miel de nuestras ancianas tierras de Israel: el reino de los francos de Jerusalén, el cual sentía también gran apetencia por Egipto. Tres enormes bocas, aquello era casi demasiado: ninguna podía abrirse sin hacer ladrar a las otras dos; y en esta tensa rivalidad, Egipto encontraba su preocupación.

Pero un año antes de nuestra llegada hubo una revolución palaciega en Fostat El-Kahira, que vosotros llamáis El Cairo en Occidente. El califa Ai-Zafir fue asesinado, y un usurpador, Dirgham, a quien se le llama coronel del ejército, tomó el poder. Poco seguro en el interior y amenazado en el exterior, este militar creyó que la mejor política era aliarse con los turcos para protegerse contra los francos, y del mismo modo aliarse con los francos para protegerse contra los turcos. La maniobra no era estúpida y podía tener éxito. Para desgracia del coronel Dirgham, sus aliados se tomaron su compromiso demasiado en serio. Sin nada saber uno de otro, un ejército turco y un ejército franco se pusieron en marcha para proteger Egipto, es decir para adueñarse de él. Los dos ejércitos se hallaron cara a cara frente a Alejandría, no menos sorprendida que ellos. La población de mercaderes, comerciantes, artesanos y letrados no tenía nada que ganar y mucho que perder en el juego de disputas que repentinamente se le presentaba como cierto. Los turcos, bajó el mando de Salah-al-Din, fueron los primeros en llamar a las puertas de la ciudad. Cortésmente se les hizo entrar. Los francos, bajo el mando del rey Amaury, sitiaron la ciudad. De la mañana a la noche se lanzaron catapultas, flechas y teas. Todos los vergeles fueron quemados, todos los prados y campos pisoteados, numerosas casas incendiadas, y muchas personas murieron de hambre. Tras tres meses ininterrumpidos de semejante diversión de cretinos, y dado que no había ninguna solución a la vista, Salah-al-Din y Amaury se encontraron en una tienda y discutieron. Convinieron retirarse cada uno por su lado, con sus respectivos ejércitos, y dejar Egipto. El coronel Dirgham respiró de alivio en Fostat El-Kahira e hizo una visita prolongada a su harén. Pero Alejandría estaba destruida.

Durante los ochenta días que duró el sitio nosotros vivimos en la cueva de Zabulón, en constante discusión con él. Sólo si no lo sabes, y este inciso es secundario a mi propósito, te diré que la secta de los caraítas reconoce la ley de Moisés y la enseñanza de las Escrituras, pero repudia la tradición oral codificada por el Talmud; en sí misma, esta aberración no tendría consecuencia, si Zabulón no se hubiera revelado como un proselitista combatiente: solicitaba ser aprobado e intentaba formar adeptos. Mi padre le oponía el rigor de la tradición. Mi juicio estaba más matizado, pues me sentía dispuesto a reconocer que las opiniones y opciones de Zabulón eran dignas de estima, como, por otra parte, cualquier opción u opinión fundamentada en la razón, con la condición de que fuera menos vehemente en su deseo de convencer, sobre todo en un momento en que el judaísmo se deshacía por todas partes a lo largo del mundo. Y en este punto nuestra disputa podía terminarse, dado que había problemas más urgentes que resolver, como la vertiginosa subida de los precios de los alimentos y del agua, la penuria de candela, la amenaza de las epidemias y el destrozo de los nervios a causa de los proyectiles que llovían por doquier. Gracias al ingenio de David no nos hallábamos faltos de lo necesario, pues era capaz de recoger frutos de un árbol pelado, o de extraer harina de una piedra. Hubiera sido capaz de hacer brotar agua de los muros de la cueva, tan diestro era en adaptarse a las situaciones nuevas. Lo más molesto era que Zabulón y las catapultas me impedían concentrarme en mi trabajo. Mucho antes de que el sitio se levantara, mi padre y yo decidimos que abandonaríamos Alejandría tan pronto como pudiéramos.

Y mientras Salah-al-Din, respetando su palabra, hacía salir a sus jinetes de entre las murallas de la ciudad y volvía a tomar la ruta de Alepo, el rey Amaury tuvo en su camino de regreso un lapsus memorístico: olvidó simplemente los acuerdos que acababa de concluir, dio media vuelta con su ejército y entró en Alejandría, a la que inmediatamente proclamó ciudad franca vinculada a la corona de Jerusalén. Sin duda no era la primera vez que un monarca cometía una felonía así, y la historia está acostumbrada a faltas más graves; pero era la primera vez que la traición golpeaba al joven emir de las montañas turcas, que poseía con respecto al honor en general y al de los reyes en particular opiniones que podrían muy bien calificarse de ingenuas por desfasadas. Salah-al-Din me revelaría que enfermó de vergüenza. Se hizo a sí mismo el solemne juramento de no concederse ni descanso ni tregua hasta que no hubiera expulsado a aquel perro pérfido del creciente fértil. Tú sabes que no faltó a su juramento. Como el califato de Egipto, el reino franco de Jerusalén acababa de echarse encima una enorme preocupación. Amaury le impuso al coronel Dirgham un tributo de cien mil piezas de oro, y envió a un destacado peajero vestido de obispo, Hugo de Cesarea, a la capital para percibir el impuesto.

El azar nos mezcló en la misma caravana. No sé cómo el obispo se enteró de que yo era médico. Dispuso su caballo junto al mío y me interrogó sobre mis orígenes y mis estudios. Nacido en Cesarea, hablaba muy bien el árabe. A pesar de su corta edad, veinticinco años como máximo, era un hombre muy cargado de afectación y compunción. Pero tenía un hermoso rostro y su mirada era franca. Tras agotar los preliminares y elogiar Córdoba, me preguntó si yo era experto en enfermedades extrañas. Divertido, le respondí que cualquier enfermedad era extraña, porque fuera de lo común, que era portarse bien, resultaba extraña al cuerpo y al espíritu, venía no se sabía cómo, y partía no se sabía a dónde, siempre cuando ella lo disponía y del modo que a Dios le placía. A pesar de todo, dijo el obispo, hay enfermedades tan extrañas que ningún médico las ha podido calificar hasta ahora. Es preciso aclarar tal misterio e intentar curar dichas enfermedades. La ganancia sería elevada para quien lo consiguiese. Le repliqué con sequedad que no estaba en absoluto interesado en la ganancia, pero que no rehusaría dar mi opinión si un caso así me fuera sometido. El obispo me hizo prometerle que guardaría el secreto sobre lo que iba a revelarme. ¿Pero un judío tiene palabra?, preguntó. Más sólida que la de un rey franco, dije yo malhumorado. Espoleé mi caballo para cortar la conversación. El obispo me alcanzó de nuevo. No era mi intención herirle. Pero lo ha hecho, le dije. Se hizo un largo silencio. Bordeábamos el Nilo por entre minúsculos huertos. La blanda tierra sonaba suave bajo los cascos. El obispo me dijo: intentaré retractarme con un signo de confianza. Se trata del delfín, el heredero del trono de Jerusalén. La cólera no me había aún abandonado. En Jerusalén, dije, sólo hay un trono y es el del Dios Eterno, que estableció una alianza con el pueblo hebreo. El obispo no me replicó. Me reveló que el joven Balduino, hijo único del rey Amaury, se hallaba aquejado de un mal de languidez y lividez, relacionado con fenómenos inauditos como la falta de pestañas y cejas, o la despegadura de las uñas sin que experimentase el más mínimo dolor, o la caída de los cabellos que se desprendían en mechas enteras como durante el otoño las hojas de un árbol; sin embargo, exceptuando lo dicho, tenía buen apetito, sus evacuaciones de vientre eran normales, su orín claro y sus ejercicios corrientes, como si de nada se tratase. Y el rey, todo era preciso decirlo, aseguraría la fortuna del médico que sacase a su hijo de tal estado. El príncipe se encontraba en estos momentos con el rey en Alejandría. ¿Iba yo a consentir en volver para que me sometieran a alguien en consulta? No. No obstante, si querían enviarme al joven enfermo a Fostat, adonde yo me dirigía, le vería de buen grado. El obispo me preguntó si tenía ya una idea. Tengo una idea, contesté. Una idea bastante clara. Daré mi diagnóstico en cuanto haya podido examinar al muchacho.

Antes de que transcurriera una semana de mi llegada a Fostat fui llamado, en el mayor de los secretos, al palacio del califa. Me pusieron en presencia de un muchacho de ocho o nueve años a quien pude examinar a placer. Era lo que pensaba, le dije al obispo Hugo en cuanto estuvimos frente a frente. Todos los síntomas se hallan en él. Es lepra. El futuro rey de los francos en Jerusalén será un rey leproso. Tiene que tratarse de un error, dijo el obispo. Dios no puede querer que así sea. Dios puede quererlo todo, le respondí. Por mi parte, no me equivoco. Se me despidió sin darme siquiera las gracias.

Nada te diré de Fostat, ciudad que tú conoces por haber vivido en ella conmigo. Quizás te diré algo sobre sus orígenes, que revelan la poesía del desierto. En el año dieciocho de la Égira, el general Amr emprende la conquista de Egipto por cuenta del califa Ornar, sucesor del Profeta. Llegado a la orilla derecha del Nilo, frente a las ruinas de la Menfis romana, levanta su campamento para hacer un alto. A la mañana siguiente observa que una pareja de palomas ha hecho un nido bajo su tienda. Amr abandona su lugar de abrigo, que se transformará en la primera morada de Fostat. Una pequeña y apacible ciudad se establece allí, limitada por una muralla de ladrillos. Más tarde, una segunda ciudad se levanta junto a la primera: El-Kahira, con la nueva mezquita, el palacio califal y numerosas casas nobles. Cuando Salah-al-Din se convirtió en el dueño y señor de Egipto, tras la guerra que tú conociste y odiaste en mi compañía, hizo reunir las dos ciudades por una muralla de piedra. Así es la capital en el momento en que te escribo. Pero cuando nosotros llegamos, mi padre, David y yo, Fostat estaba aún dentro de su muralla de ladrillos, sombreada y florida, bajo un cielo de golondrinas. En cuanto penetré en ella, una especie de gracia me embargó: era como si hubiera vuelto a encontrar Córdoba.

Sin ser la más antigua o la más poderosa, la comunidad hebraica era una de las más prósperas que imaginarte puedas. De hecho había dos comunidades distintas, una de rito babilonio, otra de rito israelí; cada una poseía su sinagoga y sus escuelas, y entre ellas no había rivalidad cismática; las constituían unas dos mil familias reunidas bajo la autoridad de Natanael, juez y médico de gran virtud, que ejercía también las funciones de banquero con los últimos califas. Debido a un singular reparto, los babilonios eran casi todos muy ricos, y los israelitas casi todos muy pobres; los primeros eran comerciantes, mercaderes, arquitectos, banqueros; los segundos eran artesanos, albañiles, portadores de agua, tintureros; y ello a pesar de que su celo en el estudio de la Ley los igualaba y unificaba en piedad y devoción. Jamás oí decir en ninguna de las dos ciudades que se hubieran puesto en cuestión la probidad de los unos o la honestidad de los otros. Ricos y pobres se amaban fraternalmente. ¿Recuerdas a Karma, el portador de agua? Ningún sabio de la capital, ni siquiera Natanael, le igualaba en el conocimiento del derecho canónico. Acontecía a veces que le consultaran en la calle. Karma dejaba entonces su carga en el suelo y decía a quien le preguntaba: lleva el agua en mi lugar para que a mi familia no le falte, mientras tanto reflexionaré sobre lo que me has preguntado; y nunca aceptaba una recompensa por un servicio piadoso. Y todo ello te lo digo para hacerte comprender que las diferencias de posición en la comunidad no creaban una desigualdad verdadera; si el naguí cabalgaba sobre una yegua de raza ensillada con cuero incrustado de plata, y el portador de agua sólo disponía de sus piernas para desplazarse, las cabezas de ambos hombres se mantenían a la misma altura, podían mirarse cara a cara y hablarse de igual a igual. Por lo demás, había tantos babilonios ricos como israelitas pobres en el consejo de los municipios. El valor de la persona se determinaba por la suma de sus conocimientos, no por la suma de sus haberes. Quienes vivían con poco tenían más tiempo para dedicarlo al estudio; quienes ganaban mucho embellecían las sinagogas, mantenían el hospital y las escuelas, llenaban de libros las arcas de la biblioteca y compraban esclavos judíos para darles la libertad. Que hubiera ricos no era objeto de escándalo, como no era ofensivo que hubiese pobres, pues no había miserables. Junto a los aluviones del río, la existencia era fácil para todos. El limo prodigaba las legumbres y los frutos, y bastaba con lanzar el anzuelo al Nilo para que un pez picase inmediatamente. Salah-al-Din ha hecho plantar un obelisco en la isla de Gueziré; sobre este monolito se miden las alturas exactas de los desbordamientos, lo que permite conocer por adelantado el volumen de las cosechas. Atrás quedaron los tiempos en que este fértil valle se vio castigado por las siete plagas. ¿Acaso los hombres le son ahora a Dios más queridos?

Mi padre tuvo que comprar una casa. La eligió extramuros, expuesta hacia el norte y espaciosa, pues pensaba casarse de nuevo y preveía que quizás yo tampoco tardaría en fundar una familia. Natanael le abrió un crédito sobre su tesoro personal, arreglo que nos permitiría conservar nuestra reserva en piedras preciosas. Durante todo aquel invierno, el juez Maimónides se desplegó en actividades de jefe de obras, dirigió a albañiles y yeseros, hizo construir una alberca, ordenó plantar hibiscos y buganvillas y comenzó a buscar una sirvienta. Natanael le propuso para que ocupara un puesto en el Consejo. Pacientemente, desplazándose de prisa con aquellos pasitos suyos tan cortos, firme, de una pieza, a su manera, sin un solo pensamiento dudoso ni un instante de debilidad, tras quince años de aventuradas peregrinaciones llenas de peligros, fatigas y sinsabores, mi padre asentaba de nuevo junto a la orilla del Nilo nuestra porción de talud del Guadalquivir. ¿Andalucía en Egipto? ¿Córdoba en Fostat? No había que engañarse: éramos como esos abejorros que transportan el polen de las flores ya marchitas desde hace tiempo.

Aquella noche mi padre tenía un aspecto especialmente jovial. El último destajista acababa de marcharse de nuestra casa. El mobiliario y los objetos de uso se hallaban en su sitio, el agua chapaleaba en la alberca. Tamar, la sirvienta, se dedicaba a sus asuntos. Cuando nos levantamos de la mesa y antes de encerrarse en su despacho para trabajar, se deslizó hacia mí, hacia mí porque yo era el primogénito, y con una voz enternecida por la emoción me dijo: ¿Te das cuenta, hijo mío? A pesar de todo lo hemos conseguido.

A la mañana siguiente estaba muerto.