El verano se acababa; y con él la marea de peregrinos. La actividad del puerto aminoraba; se veían más ganapanes que cruciferarios, y los mendigos y mercaderes de reliquias se hacían cada vez más escasos. David obtuvo un golpe maestro volviendo a vender su parte en la asociación a un armenio. Entonces, y como mis diversas tentativas de ser útil a los tintureros habían fracasado, nada nos retenía ya en las riberas de Aqqo.
No sin aprensión nos adentramos por la ruta de Jerusalén. Jefet nos guiaba. A pesar de su avanzada edad se mantenía muy firme sobre la silla de montar; pero nuestro avance se hizo muy lentamente, al paso de la Biblia, como fluyendo de una vieja leyenda, aunque también a causa de nuestra preocupación por no fatigar los caballos. Caminamos por las blandas tierras de la baja Galilea, bordeando el valle de Jezrel, por entre las colinas que vieran pasar los rebaños de los patriarcas de Ur, en Caldea, con dirección a la tierra prometida de Caná. Vete de la casa de tu padre al lugar que yo te indicaré, y yo haré de ti una gran nación. Jamás emigración alguna de pastores había engendrado tanta agitación multitudinaria en la historia, Y Abraham, antes de ser Abraham, padre de multitudes, tomó a Sara, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, y cruzó el país hasta Siquem, hasta la encina de Moré, y los cananeos estaban entonces en el país. Pues había hierba tierna, la misma que cedía ante los cascos de nuestros animales, lejos de los caminos por los que ahora se esparcían los idumeos. A tu descendencia le daré este país. El anciano pastor y su estéril mujer tal vez habían sentido el caluroso olor de este bosquecillo de cipreses, de este bosque de terebintos. Proseguíamos nuestra marcha, perdidos en nuestros pensamientos, entre una tempestad de imágenes, sobre una alfombra de recuerdos, y el viento silbaba a mis oídos murmullos indistintos y el eco de promesas no mantenidas. A veces Jefet levantaba su brazo y designaba algo en la lejanía, la aguja de un campanario, o un montón de piedras grises, y sólo pronunciaba una misteriosa palabra como Nazrat, y era Nazaret, Ein-Gamin, y era Djenin, Siquem y era Nablusa. Yo tenía la sensación de desencarnarme en representación y en símbolo, hasta tal punto la leyenda se vivificaba en lo real, de tal modo lo real se obstruía de espesura legendaria. Ya no era Jefet quien nos guiaba; era Abraham en persona; y Salem, adonde nos dirigíamos, era la paz que jamás encontraríamos.
Llegamos a Jerusalén al quinto día. No quise conocer nada de aquella ciudad profanada, entregada a los monjes, a los soldados y a los peajeros. En la mitología de nuestras veladas existe una segunda Jerusalén, la verdadera, situada allá arriba en los cielos, en posición vertical a la ciudad terrestre, intacta, opulenta y eternamente renaciente, como en los tiempos del rey Salomón, que se mantiene en reserva para tomar el relevo cuando Dios así lo haya decidido. Sí, te he levantado una casa como residencia, una morada donde habitarás para siempre, hecha con inmejorable piedra tallada en las canteras para que no se oyera ninguna herramienta en la colina sagrada donde se selló la alianza, y he revestido esta casa por dentro y por fuera con cedro esculpido en coloquíntidas y en guirnaldas de flores, y he recubierto la madera de cedro en todas sus caras con oro fino, y he puesto diez bacines de bronce pulido, el altar, la mesa, las lámparas y las despabiladeras, y las copas y los pebeteros son de oro fino. Quedaba un lienzo de pared donde vegetaban el hisopo y la escolopendra. Durante tres días y tres noches estuvimos en el polvo, ante las grietas del muro, ayunando y rezando, con el alma puesta en la casa del cielo y traída a la tierra por la fuerza a causa del paso de los peajeros. Sobre la explanada del Templo los francos habían instalado su casa militar en la mezquita, y su intendencia en Al-Aqsa en ruinas. En este lugar de paz donde no debía oírse el ruido de una herramienta no dejaban de resonar sin tregua la algazara de las espuelas, las espadas y las armaduras.
Apenas una corta jornada nos separaba de Hebrón y de la gruta de Makhpelah, adquirida por Abraham por cuarenta sidos de buena plata, y donde reposan nuestros patriarcas. Los árabes habían construido una mezquita sobre nuestro santuario; los idumeos la habían remodelado en iglesia. Tuvimos que pagar a cambio de recogernos unos momentos ante los catafalcos amontonados al fondo de un agujero en la roca. Mientras caminábamos, Jefet nos indicó de lejos la ciudad de Beith Lehem, la casa del pan, bautizada de nuevo Belén por los idumeos. Allí nació el rey David, primer monarca de Judea e Israel unidas; allí fue ungido con los santos óleos, como está escrito; y una estrella apareció en el cielo con aquel motivo, estrella que jamás volvió a extinguirse sobre la ciudad.
Me sentía cansado y harto de este peregrinaje por los reinos de las quimeras. La estación de las lluvias ya había comenzado. Jefet fue presa de la fiebre y de una fuerte tos. Nos vimos obligados a retardar nuestro regreso prescindiendo de los peligros que corríamos a través de los caminos. Antes de que transcurriera una semana, restablecido Jefet gracias a mis cuidados y llorando mientras nos despedía, nos embarcamos en uno de esos buques de cabotaje llamados Alex que aseguraban el enlace regular entre Aqqo y Alejandría.