Era de suponer que Jefet había dicho la verdad y que nuestro lugar no se hallaba entre los supervivientes en el reino de Jerusalén. Además, yo creía como cierto que nadie tiene un lugar reservado para su uso en ningún sitio. Había alternativas que podían someterse a elección y situaciones que debían asumirse o desecharse. El hombre estaba hecho de pie, dotado de un aparato de piernas para marcharse y de un aparato de brazos para establecerse, uno y otro guiados por un aparato de cabeza. Si el espíritu agonizaba en la comunidad de Aqqo, ¿había que dejarlo de lado o intentar hacerlo renacer? Si el estado sanitario era deplorable, ¿bastaba con hacer la observación o había que trabajar en él para mejorarlo? Quien ha adquirido algún saber y sólo hace uso de él para su satisfacción personal es, como el avaro sentado sobre el cofre donde guarda su dinero, objeto de reprobación y anatema.
Solapadamente abordé a mi padre y le animé a que me acompañase. Visitamos todos los talleres de tintura y el espectáculo fue desolador. No sé si el infierno existe ni si allí la gente se consume; no sé si es válido asociar una realidad tan cruda a una imagen dudosa. Ya había visto esclavos encadenados a su fatigosa labor, picapedreros que pavimentaban sus pulmones de silicio, mozos deslomados por el peso de las cargas, galeotes destruyendo su propia existencia sobre las olas; pero si bien el esclavo se halla amenazado por el látigo, en cierto modo está protegido por su valor comercial, su vida vale su edad, su fuerza y su precio de compra, menos que un buey, un poco más que una mula de carga, y no es normal que uno destruya su ganado cuando éste le sirve.
Entre los tintureros de Aqqo la vida, aparentemente, no valía nada y cada uno llevaba en sí el látigo de la violencia. Tantos obreros a destajo, tantos hombres condenados como a trabajos forzados, tantos cabos de vara: tres estados concentrados en uno solo, que horadaba la mirada y las mejillas, hacía saltar la piel de las manos e hinchaba los pies de edema. Lo que se llamaba taller estaba hecho de tablas separadas cuya madera se pudría a causa de la humedad. El aire que allí circulaba no tenía fuerza alguna contra el vapor dulzón que escupían las tinas de desengrase, contra el hirviente vapor que emanaba de las escaldaderas donde se diluía el colorante. Un río de limo rojizo bañaba las piernas de las mujeres en los enjuagues, mientras que sus brazos se hundían en él hasta los hombros, y los niños transportaban el agua clara del río. ¿A quién pertenecía esta industria? A todos y a nadie; sin duda, al rey, como la calle, las casas, la gente; los tintureros no tenían otra opción más que la de matarse ellos mismos o ser matados, y ahí radicaba la apariencia que conservaban de hombres libres, puesto que no costaban nada y producían mucho.
Comencé a pensar en una posible asistencia médica, preventiva, profiláctica, en sistemas a inventar propios para proteger al hombre en el trabajo contra la corrosión precoz. En la espera de poder hacer un estudio profundo, me proveí de hilas y tópicos para curar las llagas, de julepe emoliente y electuario emético contra la pituita que vaciaba los pechos anegados de vapores. Iba de uno a otro con mi botiquín, pues nadie aceptaba venir hacia mí.
La indiferencia de los tintureros para con su estado me procuraba tanto malestar como las degradaciones por las que se hallaban afligidos. ¿Para qué cambiar lo que es inexorable desde que el oficio existe?, se me decía. Lo que necesitamos es ganar un poco más, pagar menos tasas, tener algún momento de descanso. Los vendajes y las pociones son para los ricos. Nosotros hemos vivido sin cuidados desde que Dios nos puso en el mundo, y él sabe cuán afligidos estamos. Si no nos procura un remedio, es que no hay remedio que valga. Me era preciso discutir, convencer. Al fin y al cabo, la razón llevaba la delantera y los tintureros se dejaban manipular. Contaba con el efecto benéfico de los bálsamos y las drogas para asentar mi autoridad en tal materia.
Mi padre no permaneció tampoco sin recursos: tuvo la idea de reunir a los niños durante el cuarto de hora destinado a comer, para enseñarles las letras que ignoraban. Era ir en contra de su tendencia natural y de la opinión de sus padres. ¡Para lo que sirve saber leer! En otro tiempo nuestros padres y nuestros abuelos habían aprendido. ¿Y a dónde les condujo ello? A hacerse degollar y quemar con sus libros. Ya es suficiente con que Jefet nos cuente lo que está escrito, historias que parten el corazón de lo bellas que son, pero en las que no hay una sola palabra de verdad. Sin embargo, Dios conoce seguramente el oficio de la tintura, Él, que ha dispuesto tantos colores en la tierra y el cielo. Y en este punto era también preciso discutir, convencer. Finalmente fue menos difícil de lo que parecía en un principio. En un dominio en el que Jefet no habría sido escuchado, mi padre y yo lo éramos en tanto que extranjeros venidos de lejos, quizás en tanto que enviados del destino. Discutir con nosotros significaba ya reconocer que teníamos algo que aportarles. A pesar de que nadie ponía en ello la más mínima complacencia, se nos dejaba hacer sin siquiera sospechar que actuábamos benévolamente.
Por suerte y una vez más, David nos sacó de apuros. Apenas llegados a Aqqo se había asociado con un griego que se dedicaba al comercio de objetos de bisutería frente a los embarcaderos. Tal comercio era una novedad en la orilla de Galilea, el recuerdo de Tierra Santa que cada peregrino llevaría amorosamente a los suyos de vuelta a su país. Anillos, pendientes, dijes, medallas, todo confeccionado en plata según la moda cordobesa, y de un precio tan módico que ningún chalán podía permanecer indiferente. Pronto los dos orfebres pagados por el griego e iniciados por mi hermano no bastaron, y fue preciso formar a otros. El azar se puso de nuestro lado. David descubrió en la descarga de una caravana sacos llenos de piedras de cobre procedentes de las minas del rey Salomón. Aquel cristal de un hermoso color azul verdoso uniforme o veteado, fácil de hender, tallar o pulir, podía rivalizar con el corindón de la India, y David se aseguró una parte del cargamento a cambio de unos cuantos alimentos. Las alhajas que se procuró tenían un aspecto tan atractivo que el griego las vendía inmediatamente. Mi hermano actuaba a escondidas, preocupado por el peligro al que se exponía; su socio, aunque ávido, era honesto y no intentaba volver a tratar sobre los acuerdos concluidos verbalmente. Su comercio prosperaba y cada semana David le entregaba a mi padre sumas más altas, de las que una parte era susceptible de transformarse en farmacia y la otra parte servía para nuestro mantenimiento.
¿Ibamos a hacer caso omiso de los consejos de Jefet para establecernos en la ciudad de Aqqo? En un punto Jefet tenía razón: los trabajos del espíritu no tenían allí cabida. Siempre que mis ocupaciones como médico me lo permitían, comencé a pensar en una vasta obra filosófica que fuera una tentativa de síntesis entre las verdades reveladas y las verdades deducidas; o para ser más precisos: entre la enseñanza de las Escrituras y la enseñanza de Aristóteles. Comparándolas en sus esencias, descubría más convergencias que divergencias, y tenía por seguro que un análisis detallado reduciría o incluso anularía ciertos desacuerdos aparentemente fundamentales. Todo este trabajo desembocaba en una dialéctica tan sutil como rigurosa, frente a la cual yo me sentía en una posición favorable con vistas al futuro. No podía concebir que el genio hebreo y el genio griego se hubieran separado de una mediana por un hiato infranqueable. Tanto en uno como en otro la inteligencia humana alcanzaba la perfección, y en el orden del pensamiento la perfección debía tender a la unidad. Pasar de un orden a otro, tal era mi ambición. Soñaba con dicho libro y no escribía una sola línea: mi corazón me lo impedía. ¿A quién lo hubiera escrito, dado que Israel desechaba la lectura, tanto en sus antiguas tierras como en el mundo lejano? En realidad la medicina me preocupaba muchísimo y desplazaba mi proyecto. Antes de llegar a las cosas del espíritu, era preciso poner en orden los asuntos del cuerpo. Quizás me exaltaba un poco demasiado en este ejercicio, como si el arte de curar hubiera sido inventado para mi satisfacción personal.
Obtenía éxitos, ciertamente, y los iba contabilizando para mi gloria. ¡Qué tonto era! No me daba cuenta de que los rostros de los tintureros, en un principio indiferentes y pasivos, se iban cerrando paulatinamente ante mi aproximación. Tomaba como aprobación los largos silencios, como ánimos las miradas desviadas, como agradecimiento los gestos de desprecio. Luego aconteció un accidente al que no le presté ninguna atención particular porque estaba lejos de pensar que mi práctica iba a desmoronarse a causa de él. Una mañana descubrí en la tina de mordiente a un hombre que expectoraba rojo. Lo obligué casi por la fuerza a que se sometiera a un examen médico; se hallaba en pleno acceso de tisis. Riguroso en mi autoridad, le ordené que dejara inmediatamente el trabajo y se metiera en la cama; yo iría a visitarle más tarde. Jadeando me respondió que no era sangre lo que escupía, sino carmín, y que se le pasaría al acabar la jornada sin ayuda de nadie. Como su esposa se encontraba en los enjuagues, en el taller vecino, la hice venir para que me ayudase a hacer entrar a su marido en razón. Dudó un momento cuando le revelé la gravedad del mal, pero acabó por desentenderse y volvió a su puesto de trabajo. Para ayudar a aquel obstinado le di una poción hemostática, pensando que sería más dócil cuando las fuerzas le flaqueasen un poco más. Ante mi estupor, tiró el frasco al suelo y volvió a su trabajo, no sin antes escupir rojo en la palma de su mano.
Era necesario que hablara urgentemente con Jefet. Pero fue él quien me habló primero. Había recibido a una delegación de tintureros que me rogaba, educada pero tajantemente, que dejara de inmiscuirme en sus asuntos.
Y fue entonces cuando me enteré de que los vendajes que yo hacía eran a menudo deshechos en cuanto giraba la espalda, y los emolientes y eméticos que daba a beber bebidos sólo en parte, pues mis vendajes entorpecían y retardaban los gestos y mis brebajes eran, además, demasiado amargos. Y algo peor: un jovencito que comenzaba a reconocer el alfabeto había contestado a su padre irrespetuosamente, falta que amenazaba el orden social y de la que toda la corporación nos hacia responsables. Así, pues, se había decidido que en adelante los Maimónides no serían admitidos en los talleres y que si se obstinaban en desobedecer correrían el riesgo de ser echados con cajas destempladas.
Mi padre afrontó el problema plácidamente, como era su costumbre. Yo, no. Derramé lágrimas de rabia y tristeza que la vejez no ha secado y sentí la necesidad de aire, de espacio. Ensillé mi caballo y me fui a galopar contra el viento en las dunas. A medida que avanzaba por el arenal, la alegría de mi caballo al sentir la arena bajo sus cascos me proporcionó una sensación de apaciguamiento. No encontré a nadie en las playas, y la soledad me hizo bien. A lo lejos, difuminado por la bruma, apareció el pueblo de Caifás[29] cubierto por el monte Carmelo, que parecía adentrarse en el mar.
Por aquel tiempo, tras la muerte de Salomón, en Israel dominaba el rey Acab, hijo de Omri; era un rey impío, que cometía el mal. Tuvo como primera esposa a Jezabel, la sanguinaria que había jurado mandar matar a todos los profetas de Yahvé, pues adoraba a Baal, e impulsó a Acab a levantarle un templo. Pero el principal de palacio, cuyo nombre era Obadyahu, ocultó a los profetas de Israel en unas cavernas de Samaria, cincuenta y cincuenta, y les proporcionó pan y agua a fin de que se mantuvieran contra la sequía y el hambre que Dios había extendido por el reino para castigarlo. Durante tres años completos el cielo no desprendió una sola gota de agua y la hierba llegó a faltar totalmente, y el ganado murió de sed, y muchos hombres murieron de inanición y debilidad. Y los cien profetas seguían en las cavernas esperando que Acab y Jezabel reconocieran su extravío y expiasen su pecado. Transcurridos así tres años, Dios envió a Elías, y Elías reunió al pueblo de Israel allí mismo, en la cima del monte Carmelo, entre el cielo y el mar, para hacer un prodigio contra los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Y el prodigio se hizo. Y el pueblo de Israel volvió al Eterno, a su Dios. Y Elías mandó descender a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal al torrente de Qichón y allí los degolló con sus propias manos.
Al aproximarme más a la cima del monte Carmelo, percibí el pico de un campanario en un claro del paisaje. Era una capilla cuidada por dos monjes y un peajero que me propusieron la visita del altar levantado por Elías. Decliné la propuesta, pues sabía por las Escrituras que el lugar del prodigio no se hallaba entre los árboles donde se había edificado la capilla, sino en el ángulo sudeste de la montaña, sobre un saliente que se abría al mar. Siguiendo las sendas en contra de las recomendaciones del peajero llegué a un lugar que podía ser el descrito en las Escrituras. Se trataba de una era en forma de media luna y cuyo piso sonaba duro en el centro bajo los cascos del caballo. Tras rascar el musgo, descubrí cuatro losas ordenadas en forma de escuadra sobre una superficie de ocho codos. Sin duda alguna se trataba de un trabajo humano. A pesar de que la piedra estuviera roída por la intemperie y la vegetación, y de que tan sólo hubiera cuatro losas, en lugar de doce como estaba escrito, aún podía reconocerse la reguera hendida para recoger el agua vertida por los sirvientes. Pero ya anochecía sobre el mar. Llevé a mi caballo a pacer y comencé a reflexionar sobre mí y sobre mi pueblo, lo que era todo uno.
La noche fue de una claridad excepcional, el cielo estaba cubierto de estrellas y el mar centelleaba como un manto plateado. A veces la brisa desordenaba la copa de los pinos, y fue como un murmullo emergido de lo más profundo de los tiempos lo que me hizo estremecer. Sin tener en cuenta el tiempo que aún me restaba de vida, podía considerar que había llegado a la mitad de mi existencia. En el mejor de los casos, la segunda mitad mantendría las promesas hechas en la primera, sin añadir nada nuevo; es decir, prolongaría y proseguiría el diálogo entablado conmigo mismo en favor de mi despertamiento. No me cuesta nada reiterar la confesión de que mis ambiciones han nacido fuertes, y que no han dejado de engrandecerse y sobrepasarme. Así, puesto que he llenado mi granero con todo el trigo y el heno que me proponía el conocimiento del mundo, a mí me concierne llevar a cabo la tría y la molienda, y conservar tan sólo la flor de la harina para la cocción del pan. Pero era una segunda confesión, más embarazosa, la que yo deseaba hacerme con ese pan. Mi diligencia se retraía sobre sí misma. Sólo distinguía en la humanidad dos clases de individuos: los ignorantes, abocados a la desgracia, y los sabios, para quienes la felicidad estaba prometida. Quizás tenía por cierto que las faltas de unos se atenuaban por las buenas acciones de los otros, pero tal transferencia no me parecía esencial. Consciente o no, mi proyecto apuntaba a asegurarme y aportarme mi propia salvación. De modo egoísta, lo reconozco. Dado que me era dada la elección entre el infortunio certero y el bienestar posible, ¿cómo podía dudarlo? Me quería a mí mismo ejemplar, y creo no haber desatendido nada para llegar a serlo. Había en lo más hondo de mí una vocecita de prudencia que, sin cesar, me murmuraba que mis ecuaciones estaban mal formuladas y que mis cálculos eran falsos. La experiencia que adquiría de la vida me lo iba diciendo con más claridad todavía. Infortunio certero y bienestar posible no son estados antitéticos, sino un único y mismo estado. La humanidad no se halla dividida en dos clanes, la gente primitiva de un lado y la gente refinada del otro, sino que existe una única y misma humanidad constreñida entre naturaleza y cultura, sufriendo por sobrevivir. Si aún me faltaba una prueba, el cielo de Galilea me la daba. Inmenso, lechoso, impenetrable, semejante a un fuego de artificio hecho de estrellas rutilantes, rumor silencioso, me demostraba mi insignificancia y mi rechazo, como algunas horas antes me lo habían demostrado los tintureros. Mi granero estaba lleno, pero yo no tenía nada que ofrecer, ni a Dios ni a los hombres. Y es que ofrecer es toda una ciencia, todo un arte, del que había desatendido el aprendizaje y la práctica. Había esperado ingenuamente que ello se efectuaría por sí solo, por una especie de desobstrucción, por efusión de lo rebosante. Esperaba la hora. Me había puesto en posición de llamada, pues Dios, tarde o temprano, les hace un signo a los bienaventurados. En verdad, y desde mi más tierna edad, yo sólo intentaba ser el oído a quien Dios habla, un nabí, un profeta. Ser Elías, o nada. Ser una voz a la que se escucha. Forma parte de la condición del hombre articular palabras en la garganta, pero la inmensa mayoría sólo emiten ruidos, y sólo algunos liberan la palabra. Si los tintureros me han desechado, es que no he sabido hablarles. Elías quizás los hubiera degollado, pero se habría hecho escuchar antes. Reflexionando, y tal como nos es descrito, no era más que un hombre primitivo y sanguinario, aunque obedeciese órdenes y degollase por una buena causa. Y en mi fuero interno no estaba completamente seguro de que hubiera buenas o malas causas para matar a hombres; el destino se encarga de ello sin que sea necesario colaborar con mano dura. Claro que con respecto a esta verdad elemental, los tintureros estaban mucho más cerca que yo de ella. Pero no todos los profetas de Israel eran forzosamente unos asesinos. La tradición consiste en anunciar lo peor, lo que resulta relativamente cómodo, pues sucede casi siempre, aunque no sea seguro. Si ningún otro pueblo ha hecho un consumo tal de prodigios y nabíes, ello significaba que lo peor se hallaba constantemente en suspenso. No se ha dicho cuántos profetas mandó matar Jezabel, pero se ha dicho que Obadyahu salvó a cien, cincuenta y cincuenta, y que cuatrocientos cincuenta se habían pasado a Baal. Extraña situación. Mientras el pueblo se moría de inanición a causa de la sequía enviada por Dios para castigar a la pareja real, los cien profetas se hallaban provistos de pan y agua en sus escondrijos; así, pues, la providencia acordaba más valor a su supervivencia que a la de los campesinos. Insondables son las vías de esa justicia que nadie ha de comprender y todos han de loar. Y fueron necesarios tres años completos de tal marasmo, antes de que Elías le pusiera fin en el mismo lugar donde yo me encontraba, con un prodigio y una masacre. ¡Infortunio! ¡Infortunio para los pueblos que tienen necesidad de prodigios y profetas! Es una constatación, no una maldición. Mientras Israel y Judá estaban desprovistas y eran pobres, les bastaba con tener un profeta aquí, otro allí, para los días malos. La plétora se había hecho con la abundancia, que multiplicaba por sí misma lo peor. Y lo peor se había llevado a cabo. La nación destruida. Los hombres dispersados, perseguidos en la carne y el espíritu. Y, por encima de todo, el gran silencio del cielo, ¡ese cielo tan hablador otras veces! Comprendía muy bien que los profetas comenzasen a faltar. Ya no había calamidad que anunciar, castigo que prometer, ejemplo que imponer. Era precisa una nueva raza de profetas, y tardaba en nacer; una nueva enseñanza, y tardaba en llegar. Ayudar a los hombres a vivir como pudieran, en las condiciones que les fueran dadas, con la esperanza que aún les estuviera permitida. Yo me había dispuesto en la nueva enseñanza y la había llevado a término: catorce libros redactados laboriosamente, en diez años, no eran aún una revolución, pero sí una evolución certera, lo suficientemente nueva para ser mal comprendida, incluso desechada con menosprecio, como lo fui yo por los tintureros. Pero, y vuelvo a ello, no busco para mí la victoria. Espero todavía la señal de arriba. ¿Había prejuzgado mis propias disposiciones? Tenía por justo que en adelante la palabra les llegase a quienes saben, y no a quienes fabulan. Si en la poesía hay verdad, no hay menos poesía en la verdad. En la época en que aquí abundaban los profetas, Dios escogía a sus mensajeros preferentemente entre la gente sencilla, vestidos con pieles de animales y harapos, pastores, cabreros, carpinteros, camelleros, anunciadores de su cólera, precursores del juicio, portadores del rayo. En vano se buscaría a un justo entre esta muchedumbre de justicieros, a un sabio entre estos hacedores de milagros, a un letrado entre estos heraldos. Era profeta quien proclamaba serlo.
Conversaba con Dios en parábolas, y pedía ser creído y obedecido. Por el contrario, el justo, el sabio, el letrado intentan conversar con los hombres, y solicitan comprender, y ser comprendidos, a fin de que lo claro emerja de lo turbio como el mundo real emergió del caos. La palabra es como un libro sellado, y para nosotros ha llegado el tiempo de romper los sellos de los libros, de abrir la letra muerta y disecar sus entrañas, de convertir en fórmulas las metáforas. ¡Ve!, me dijo la voz profética que llevaba dentro. Regresa a tus estudios, a tus meditaciones, a tus escrituras. Ve junto a tus semejantes y llévales en señal de alianza la ayuda que puedas ofrecerles, sin exigirles nada a cambio, ni docilidad ni reconocimiento. No les preguntes de dónde vienen ni quiénes son, sino cuál es su sufrimiento. Y si te desechan cien veces, aproxímate a ellos una vez más, sin tomarte por un héroe, obstinado y humilde, hasta que te comprendan y te acepten para lo mejor y lo peor. Sólo así llegarás a ser aquel que es esperado en el dolor.
Los pájaros comenzaban a agitarse en las ramas. Pronto llegaría el alba. Aún un poco de paciencia, que la luz se hiciera sobre la tierra como se había hecho en mí. Un hombre ya viejo había subido al monte Carmelo. Un hombre nuevo descendería con el día.