Amigo mío, si no eres judío, no puedes comprender; y si lo eres, ¿qué te voy a explicar? El estado anímico del proscrito que ve emerger durante el sol poniente las colinas de Galilea… ¿Emoción? Ciertamente; ¿pero de qué tipo y a qué grado? Para chillar de risa, para ahogarse en lágrimas, si la glotis no se sintiera repentinamente helada y las pupilas transformadas en mármol. Para desfallecer de alegría y temor, si las membranas no estuvieran a punto de distenderse, si los talones no se hallaran en contacto con brasas y la cabeza no estuviese cubierta de cenizas. Bienestar y dolor al mismo tiempo, al extremo de hacer zozobrar la razón, desbordar el alma y coagular lo vivo en estatua de sal. Sin embargo, de arriba no caía ni pez ni azufre, sino el color encarnado de un atardecer de primavera como suele suceder a menudo; sin embargo, lo que se alzaba en el horizonte era sólo una depresión de terreno como se ven por todas partes, una faja de bruma clara que casa la tierra y el cielo, algunos bosquecillos oscuros y solitarios cipreses dispersados entre lomas rojizas; y, sin embargo, ¿hay algo más trivial que un navío entrando en una franja costera que se abre para recibirlo? Y seas quienquiera que seas, sabio o ignorante, civilizado o bárbaro, la llegada a Aqqo cuando el sol declina es uno de esos acontecimientos que un hombre jamás olvida. Aquel frente de piedra enmohecida, levantado frente a un mar que centelleaba con todos los colores del espectro y donde se balanceaban centenares de cascos polícromos cuyos ventrudos flancos se rozaban entrechocando en el destello opalino de la resaca de las olas; aquella lluvia de mástiles, aquel esparcimiento de velas, cabos, redes, aquella mezcla de cuerpos en los puentes y alrededor de los almacenes, aquellas bandadas de pájaros en busca de pitanza, toda aquella agitación y aquella fiebre tienden tanto a seducir como a inquietar.
Aqqo es al principio un juego de colores, luego una ascensión de rumores y finalmente una exposición de furores. Como bien sabes, todo el tráfico de la Siria franca se hace por esta puerta. A cualquier viajero, el reino le exhibe aquí su fuerza y su opulencia, aún más ostentatorias en la medida en que son facticias y están mal aseguradas por un poder titubeante. Quienquiera que llegue se halla inmerso en el torbellino, seducido y sometido, aunque tome sus precauciones para no ser engañado. Nuestra galeaza llegó al muelle forzando su paso a través de la masa de madera flotante y quejumbrosa. Durante la maniobra se hizo de noche. Por orden de las autoridades portuarias, el desembarco se pospuso a la mañana siguiente.
De nuevo seguir narrando me causa pena; no porque la memoria me falle, sino a causa de las amarguras encadenadas a tales recuerdos. El hecho de que no fuéramos esperados ni siquiera aceptados en la tierra de nuestros antepasados era algo que se hallaba desde hacía demasiados siglos vinculado al destino de nuestro pueblo para constituir aún un dolor agudo. Lo que causaba dolor era algo más nuevo y más sutil, apenas consciente durante aquella larga noche de espera: las piedras de la escollera al alcance de nuestras manos sin que pudiéramos tocarlas. Al intuir y sentir el movimiento del puerto y de la ciudad, el olor de la marea atravesada por efluvios de incienso, el viento y el lejano tañido de las campanas, el repentino fervor de los idumeos cantando cánticos a plena voz y en coro, y el huraño mutismo de algunos hombres que recorrían en grupos la cubierta del navío, tuve la impresión de asistir a la víspera de una feria en la que, al despuntar el alba, vería cómo los compradores y vendedores se enfrentaban entre sí. Nos encontrábamos ante las puertas de un inmenso bazar, donde Dios estaba distribuido en piezas para ser negociado, al menudeo y según la demanda, a unos consumidores de tierra santa, siempre que tuvieran con qué pagar. Según esto, podíamos formar parte del número; sólo dependía de la bolsita que mi padre llevaba colgada de su cinturón.
Al abrigo de la piedad, cuyo ejercicio era algo puramente formal, los barones de Tolosa, Aquitania, Anjou y Lorena imponían indebidamente sacrificios onerosos en aquellas tierras conquistadas, dando el ejemplo de una rapacidad y de una trapacería imitadas consecutivamente por el conjunto de los ocupantes y que se imponían en todo el país como una novedad procedente del oeste. En contraposición a los conquistadores árabes, que se conformaban con un primer botín, los cruzados cultivaban un apetito insaciable y lo hubieran llevado de grado a las últimas consecuencias, si la inseguridad política no les hubiera puesto coto. Se trataba de aventajar al otro, de pasar por encima de su espalda o su cabeza, de tener los dedos más largos o la mano más pronta, la palabra más ambigua y las maneras más huidizas.
Por efecto de tales costumbres, cuyo secreto a nadie se ocultaba, el ser humano se había transformado en una mercancía de valor determinado exclusivamente por la cantidad de riqueza que era capaz de producir o de introducir en los circuitos ya situados. Nuestra galeaza no llegaba cargada tan sólo de madera para vigas y de peregrinos: llegaba cargada también de provecho, en beneficio del rey Amaury, llamado Môrî, hasta tal punto obeso, se decía, que no había caballo que pudiera llevarlo más de una hora. Por todo el contorno del gran mar interior se le definía como la codicia hecha hombre, exigiendo y apresurando a todo aquello que se dejaba exigir y apresurar, incluidas sus propias instituciones y órdenes, que no podían mantenerse sino imitándole. Un judío pobre es un judío muerto, había dicho mi padre. En la medida en que éramos solventes, quizá teníamos una oportunidad de sobrevivir en el reino de Jerusalén.
Era tal mi dolor que quizás deberíamos caminar por los caminos de la bajeza y de la corrupción, fingir la miseria para no dejarnos despojar demasiado de prisa, trocar un disfraz por otro, cuando mi único deseo era el de hallar de nuevo mi identidad. Ni mi padre ni yo pudimos dormir aquella noche. Nuestras miradas escudriñaban la oscuridad buscando un signo que permitiese reconocer la tierra de Galilea, antaño nuestra, tal como se había perpetuado en la memoria de las generaciones: una tierra donde el aceite y la miel fluían sólo por la voluntad de los hombres y que había producido aquella raza fuerte cuya voluntad era el rechazo de perecer. ¿Cuánto tiempo tardaríamos aún? Los muros se estrechaban alrededor de nosotros por doquier, en todo el mundo. Aquel retorno a las fuentes contenía también una confesión de fracaso. A pesar de que la promesa del retorno se hubiera hecho en nuestras Escrituras como preludio a la llegada de los días felices, la humanidad, al igual que los ríos, carece de talento para fluir en sentido contrario. Regresábamos como extranjeros a un país modelado por unas manos y unas cabezas distintas de las nuestras. De nuestros difuntos reinos los bárbaros habían hecho ferias donde se enfrentaban los intereses y las especulaciones más deshonestas, Me sentía demasiado dolorido por lo que sabía y presentía para ceder a la tentación de una gracia aún posible. Mi padre, aparentemente, creía en una nueva primavera, pues aquella noche permanecía replegado en sí mismo y mirando hacia la costa. Su fuerza era creer, como dudar la mía. De los tres tan sólo David dormía apaciblemente al abrigo del departamento de la cuadra, entre las patas de los caballos. Para él no era más que un viaje que llegaba a su fin y que ya preludiaba el siguiente.
Antes dei alba, el muelle se cubrió de gente. En las proximidades de Aqqo, como en la ciudad y, más lejos, en los caminos de Galilea, Samaria y Judea, había tres especies de peligros inevitables y sobreabundantes que debían mantenernos constantemente en alerta: el mendigo, el mercader de reliquias y el peajero. ¡Ay de aquel que intentase sustraerse a su industria! Inmediatamente se definiría como infiel o insumiso, y pagaría las consecuencias en el acto, exponiéndose a ser injuriado, atropellado o algo peor, no pudiendo confiar para su salvación más que en la celeridad de sus piernas. Acelerar el paso era tanto como abdicar de la propia dignidad; era mejor detenerse. Quizás el menos bribón era el mercader de reliquias, pues daba algo a cambio de la moneda que prácticamente obtenía por la fuerza: una astilla de la verdadera cruz, unas hilachas del auténtico sudario, una espina de la corona verdadera o aún, y era lo menos costoso, la indulgencia para mil años de purgatorio. ¿Quién no tiene necesidad de la bondad de Dios? En cambio, no había nada que distinguiera al mendigo que pedia para su santo del que lo hacía para el santo de su orden, al peajero que acumulaba para sí mismo del que cobraba para el gobierno. Nosotros, que no llevábamos ni báculo ni cruz, ni siquiera la cantimplora de los peregrinos, teníamos que pagar el triple o el quíntuple de lo normal. Incluso nuestros caballos fueron declarados caballos judíos, y mi padre tuvo que pagar en consecuencia. Apenas el primer peajero se perdió entre la muchedumbre y ya un segundo se nos acercó alegando ser el único que podía cobrar el diezmo de los infieles. Mi padre tuvo el valor de reclamarle un recibo, y el individuo nos entregó una especie de papel escrito precipitadamente con caracteres latinos, el cual se demostró falso entre las manos del tercer peajero apostado en la puerta de la ciudad.
Se estableció una disputa con los portadores de nuestro equipaje a propósito del precio convenido, y nos vimos obligados a pagar mucho más de lo acordado, pues ya el escándalo amenazaba. Como un esquife amarrado en un banco de arena, varamos al pie de la muralla fortificada, desamparados ante la novedad de tal acogida. Al margen del desorden de la muchedumbre y de los bultos, tuvimos un momento de respiro. David descubrió un abrevadero y condujo hacia él los caballos; un nuevo peajero le estaba esperando a la sombra de la fuente. Sólo el aire que respirábamos no había sido aún objeto de tasación, y era un aire límpido y fresco, transportado por una brisa ligera que se desprendía de las verdes colinas de alrededor, de un verde sostenido y rico como jamás lo había visto en el mundo de donde venía. Yo aspiraba ávidamente aquellos efluvios, donde los azucarados olores de los helechos y los musgos dominaban sobre los husmos de marea y polvo. A pesar de mil años de exilio, mi pecho reconoció aquel perfume. Si el rayo me hubiera fulminado o si un fanático me hubiese degollado, creo que habría muerto feliz.
Mi padre decidió salir solo para echar una ojeada. No tardó mucho en volver. Le acompañaba un anciano ajado y nervioso, de nombre rabino Jefet, que desempeñaba las funciones de gaon[28] en la sinagoga. Ambos empujaban un carretón destinado a recibir nuestras cajas. Nuestro acompañante conocía los pasajes libres de mendigos, mercaderes y peajeros, y nos condujo sin tropiezo a su casa, situada al borde del río de Quadumin. Durante el camino, Jefet nos informó. Una pobre comunidad hebraica subsistía allí, no por la gracia de Dios, sino por un edicto real proclamado a principios de siglo por Bauduin, primero de este nombre, que limitaba a doscientos cabezas de familia el número de judíos autorizados a vivir en el territorio de Aqqo, con la condición de que fueran agrupados extramuros y obligados, todos, a ejercer el oficio de la tintura. Tal permiso no se debía en absoluto a la caridad cristiana y servía muy bien a los propósitos del rey. Gracias a una antigua invención que dataría de los fenicios, la púrpura y el carmín extraídos de los mariscos de la bahía eran considerados inimitables con razón o sin ella, y contribuían al renombre y a la fortuna de la ciudad desde hacía varios siglos. También se consideraba que tan sólo las manos de los judíos poseían la ciencia para manipular dichos colores a la perfección. Caravanas enteras y cargamentos de navíos, bultos de lana bruta de toda procedencia y tejidos de todo origen recibían aquí, junto a la margen del río, destello y rutilancia, pues la púrpura y el carmín eran solicitados en todo el mundo, desde la India hasta los países latinos.
Este oficio de la tintura era muy insano y mataba al hombre que lo ejercía hacia los treinta años. Jefet era el único anciano de la comunidad y el único que tenía las manos blancas. El que ejerciera la justicia le dispensaba de los trabajos y le permitía estudiar la Ley; en cambio, no tenía ninguna ocasión de aplicarla, como no fuera consigo mismo. La escuela estaba desierta: ningún niño, cumplidos los cinco años, estaba disponible para aprender; a partir de dicha edad se les iniciaba en la tarea de la tintura. Salvo el sabbat y los días de fiesta conmemorable, la sinagoga estaba también desierta: los hombres tenían demasiadas dificultades para sobrevivir y pagar el impuesto que les aseguraba el derecho de ciudadanía. El estado sanitario era deplorable. Jefet era el único médico y su competencia se limitaba a las reglas de higiene tradicional. Afortunadamente, una natalidad prolífica colmaba los vacíos, y la comunidad se mantenía en su tasa autorizada, como un banco de peces en medio de tiburones. Jefet iba ya por su cuarta esposa, las tres primeras habían muerto a causa de la tintura; y por su diecisieteavo hijo, muchos de los cuales habían muerto muy jóvenes. Sin embargo, no había lugar para recriminar o quejarse. Aqqo rebosaba en riquezas, cuyos desechos hubieran bastado para mantener una ciudad de la misma extensión; la reina madre Teodora, casada a los trece años y viuda a los dieciocho, vivía en Aqqo en una soledad dorada digna de los fastos de su tío, el emperador de Oriente. El movimiento portuario era incomparable; el tráfico de las mercancías y de los peregrinos, incesante. Había las suficientes tentaciones, distracciones y satisfacciones que aprovechar para que la corporación de los tintureros se hiciese olvidar.
Olvido teórico, aseguró Jefet. Una felonía acertada de Bizancío, una intriga de los barones francos contra la Corona, y el hermoso equilibrio de la ciudad, totalmente aleatorio, estallaría como un cristal lanzado contra una piedra. Era preciso sentirse temeroso frente a un posible desencadenamiento de las pasiones, provisionalmente apaciguadas bajo la gran marea de la fortuna. Aquí, la palabra paz no significaba ausencia de guerra; significaba que la guerra se preparaba, se fomentaba, se desencadenaba a una distancia suficiente para no perturbar el buen funcionamiento de los asuntos; e incluso en tales condiciones de relativa tranquilidad, siempre era saludable para un cristiano matar a su judío y asegurarse de este modo una plaza en el paraíso. Este crimen no era sólo impune, sino recomendado a quien quisiera hacer fructificar su estancia en tierra santa. El hecho de que relativamente hubiera pocos crímenes rituales tras la última llegada de los cruzados no significaba en absoluto que el gusto por la masacre se hubiese perdido; había muy poca gente a la que matar para que el gesto mereciera el pensamiento y el esfuerzo.
Pero la muerte, dijo Jefet, no exime del sufrimiento, y éste es inconmensurable. La comunidad hebraica no evocaba más que una forma vaciada de su contenido. El respeto por la vida se perdía porque la vida no valía nada. Entre sus hombres apenas había fraternidad, apenas consideración de cara al prójimo, apenas acciones de gracias para con Dios. Israel se descomponía en el desamparo, como en tiempos de Egipto, como en tiempos de Babilonia. Cada uno musitaba la plegaria, cuando la decía, para sí mismo; tanta era la necesidad de consolarse de lo inconsolable. En último término la palabra emitida perdía el sentido, tras haber perdido el poder de evocación. Cuando un tinturero disponía de algunas horas de libertad, ¡qué más natural que echarse a dormir en vez de disponerse para el estudio o la plegaria! La fatiga lo consumía enteramente; la única esperanza que se permitía era la de un breve descanso, en espera del descanso sin fin. Lo único vivaz era la fe en la permanencia de Israel. Pero la vida que brotaba se hallaba ya, de entrada, atajada por la muerte. En cuanto a exiliarse, ¿quién tenía los medios? Por otra parte, la misma idea de exilio impregnaba de aflicción la propia aflicción.
Nuestra primera noche en tierras de Galilea la pasamos en la casa donde Jefet se alojaba. Su joven esposa había colocado un mantel blanco sobre la mesa y había alumbrado tantas candelas como tenía el candelero. Hubo pan blanco y vino del Carmelo en nuestro honor. Tan desprovisto como fuera, Jefet quería darle un aire de fiesta a nuestra llegada.
Entrada la noche, varios tintureros se nos unieron, pues el nombre de los Maimónides era conocido hasta en estas tierras, y querían vernos y tocarnos. Durante la comida mi padre contó nuestras vicisitudes por España, el Magreb y nuestro largo periplo. Mientras mi padre hablaba, recordé algunos de los relatos que nos hicieran los refugiados de paso en nuestra casa de Córdoba, evocaciones tan irrisorias que acababan por asemejarse todas, hasta el punto de que la repetición se hacía fatigosa. Cada uno transportaba su hato de recuerdos, siendo éste su bagaje más precioso. Y he aquí que nuestra propia historia plagiaba tantas otras historias ya mil veces oídas, a pesar de que para nosotros fuese tan particular y tan nueva.
¡Qué irrazonable era buscar para uno mismo un recoveco tranquilo en un mundo que no lo era! En Occidente habíamos adoptado una concepción lineal del destino. Toda la existencia parecía comprometida en que éste acabara por romperse. Con el aire de Galilea había penetrado en mí la representación oriental de un destino cíclico. Una ruptura no significaba nada, pues todo se ejecutaba en grandes círculos anudados sobre sí mismos. Ya cerrábamos una hebilla cuando nos veíamos transportados a nuestro punto de partida. El hecho de que el recorrido hubiera sido más largo que la vida de un hombre no modificaba su sentido.
Los tintureros escuchaban con educación un discurso que no podían comprender. Por mi parte, consideraba que aquellos hombres rojos, incrustados de tintura hasta la médula de los huesos y que, si lloraban, posiblemente derramaban lágrimas rojas, como seres no más responsables de su suerte que nosotros de la nuestra, a pesar de que una parte de libertad nos hiciera a todos cómplices. Esperábamos de aquellos judíos inmóviles una revelación; ellos esperaban de nosotros un mensaje. Unos y otros estábamos en un error. No había ni revelación ni mensaje. Había existencias que asumir; nada más.
Cuando los hombres se retiraron, cansados y sin duda decepcionados, Jefet se quedó pensativo. Sois los bienvenidos, dijo. Pero con toda franqueza no veo aquí vuestro puesto. ¿Qué podemos hacer nosotros con dos sabios y un experto en piedras preciosas? Y no hablo sólo de nuestra comunidad de Aqqo, una de las más importantes del reino. La situación es peor en el resto de Galilea y en Samaria, y no es mejor en Judea. Nosotros no somos más que algunos centenares, desparramados en la soledad; y añado que la palabra nosotros hay que desecharla del vocabulario, pues separa más que une. En toda la extensión de nuestros antiguos territorios, el judío se halla fuera de la ley, y cualquiera puede arremeter contra él. Con todo, no es eso lo más grave, pues la tenacidad, el azar, la suerte se orientan como a Dios le place. Ya lo he dicho, la muerte no exime del sufrimiento. Lo más grave es que el espíritu desaparece. Desde hace cincuenta años o más ningún sabio ha emergido de nuestras filas. La raza de los señores que nos gobiernan ha nivelado nuestros santuarios, sin despreciar el provecho que sacaban de ello, y el becerro de oro ha recobrado su puesto. Nos ha permitido conservar nuestro muro en ruinas y dos o tres lugares de rezo en el reino, y ello porque conviene a sus intereses y porque para nosotros supone un muy débil socorro; así, pues, nos abandona sin esperanza ni alegría y nuestras vidas se diluyen paulatinamente. El resorte está quebrado. Ya no hay sobresalto, ni revuelta posible; tampoco hay profeta en gestación. Sólo una levísima esperanza que va adormeciéndose lentamente. Israel era un pueblo de lectura y escritura, de estudio y meditación, vinculado a la gracia y al pensamiento. Salvo en los tabernáculos, ya no tenemos libros, ni casas de estudio, ni tiempo ni fuerza para la meditación. El que existan en el mundo no nos consuela del desierto que aquí se ha creado. El pensamiento es como la tierra, que si no se trabaja, se seca; si no se siembra, se hace estéril. ¿Cuál sería vuestra existencia entre nuestros tintureros, de los cuales aproximadamente la mitad no saben leer ni escribir, de los cuales ninguno sabe razonar en lo abstracto? Si creo en mi propia experiencia, cada año que transcurre me hace más insignificante. Seguramente vuestra presencia me haría bien, pero a vosotros ciertamente os causaría perjuicios, y no es a mí, a Jefet, a quien hay que salvar, es el espíritu de Israel que aún permanece en vosotros. ¿En cuanto a las piedras? Ninguno de nosotros tiene con qué comprar un destello, y fuera de nuestra comunidad ningún judío tiene derecho a vender. ¡Ah, si fuerais tintureros! Nos habríamos estrechado para haceros un hueco. ¿Pero sabios? ¿Un comerciante de gemas? En cuanto al reino, pertenece a los francos y mañana tal vez pertenecerá a los griegos o a los turcos, a menos que los egipcios no se despierten. A menos que Dios no haga un milagro… Esto era lo que quería deciros. ¡Marchaos de aquí! ¡Pronto! Y dicho esto, lo repito, sed bienvenidos a mi casa. Mientras tenga un techo, pan y vino a compartir, os los ofreceré gustoso.
Al cabo de un momento observé a mi padre peinarse la barba con los dedos. Sabía que llevaba consigo Córdoba como un mal incurable, y que no tenía proyectos. El fracaso de su Epístola a las comunidades le había alcanzado más profundamente de lo que él mismo dejaba entrever, y las circunstancias de nuestra huida del Magreb no habían sido la causa de nuestra llegada aquí. Habíamos subido a bordo de la galeaza de Aqqo porque era la primera en salir de Ceuta, y porque iba lejos. El viaje podía haber durado años, el tiempo de toda una vida, y ninguno de nosotros tres se habría quejado. Bastaba apoyarse en los vientos y en las olas, y confiar en los ensamblajes del casco. Desde el momento en que nos habíamos puesto en camino, partir podía ser un fin en sí mismo. Jamás mi padre había calculado la posibilidad de instalarnos en tierras de Israel, cuya interminable queja no había dejado de oír. No respondería a Jefet porque no tenía nada que responder. Es decir, sí iba a responderle: quería ir a Jerusalén y a Hebrón. ¿Y luego? De todos modos no nos quedaríamos en Galilea. ¿Tal vez Alejandría? Los fatimitas de Egipto eran aún tolerantes para con las comunidades hebraicas. Así, pues, nuestro destino giraba siempre por los mismos caminos.
El rostro de Jefet se había demudado. Su mirada era clara, diáfana, casi blanca, horadante bajo la espesura de sus cejas de nieve. ¡Jerusalén!, suspiró. ¡Ah, Jerusalén! Si no fuera tan viejo ni estuviera tan cansado, ¡cuánto me gustaría ir con vosotros! No he vuelto allí desde… Desde… Jefet había nacido en el barrio de Beith-El, cerca de la puerta a la que llaman de las Basuras y que se abre al valle del Cedrón, en una calleja en pendiente que se impregnaba del viento de la mañana. Tenía nueve años cuando los cruzados habían sitiado la ciudadela. Nueve años, repitió, cubriéndose los ojos con las manos. Lo he visto todo. ¡Todo! Lo que los soldados del Crucificado han hecho a Jerusalén, ¿cómo decirlo lo suficientemente fuerte y durante el tiempo necesario para que la gente lo recuerde siempre? ¿No era un mensaje de paz, de justicia y de amor lo que les había dejado aquél cuyas trazas sobre la tierra venían pretendidamente a liberar? ¿A liberar de qué? ¿A liberar de quién? Una colonia griega y una colonia armenia velaban permanentemente en los lugares santos que nadie había pensado en perturbar. A ningún peregrino del mundo occidental se le impedía que subiera el Via Crucis y llegase al Gólgota, y los peregrinos llegaban constantemente, en Pascua, en Navidad. También llegaban musulmanes que se dirigían a la cúpula del peñón, y judíos que se detenían ante el Muro.
Y no había ningún peajero para percibir los diezmos. Y él, Jefet, crecía entre los suyos. Desde tiempos inmemoriales, tal vez desde la destrucción del templo de Herodes, su familia no se había movido apenas de sus casas, reconstruyendo lo que la usura arruinaba, creando casas extramuros cuando el espacio faltaba. ¿Cuántos eran? Muchos, aseguró Jefet. Varios millares de familias. No teníamos necesidad de contarnos. Nos conocíamos todos por nuestros rostros, por nuestros nombres y los nombres de nuestros padres, por las costumbres, por los oficios. Había decenas de escuelas, decenas de sinagogas, centenares de casas, y alrededor vivían familias de árabes, de drusos, de siríacos, de egipcios, cada una en su casa como gotas de aceite extendidas sobre una superficie de agua y que se bordean entre sí sin llegar a interpenetrarse nunca. ¿Quién hubiera podido distinguir un asno perteneciente a un judío de un asno perteneciente a un musulmán o a un cristiano? Cuando éstos no estaban sobre la albarda, los asnos pacían juntos la misma hierba en las pendientes del monte Sión y del monte de los Olivos. Vista desde una de las alturas que rodean la ciudad, Jerusalén podía parecer pequeña; y no era grande, en efecto. Un hombre caminando podía hacer su recorrido en una hora. Pero estaba llena. Se calculaba en más de sesenta mil el número de sus habitantes. Yo, dijo Jefet, con respecto a las cifras no me aclaro mucho. ¿Cuánto hacen sesenta mil personas, hombres, mujeres y niños? ¿En altura? ¿En anchura? ¿En espesor? Lo que sé es que, bajo forma de cadáveres, dicha cantidad cubrió todas las calles hasta la pantorrilla y algunas hasta la rodilla. Yo estaba allí y lo vi. Tenía nueve años y lo recuerdo. Levantaron sus campamentos en la salida de la ruta de Jaffa, en la salida de la ruta de Damasco, en el monte Scopus; gente de Normandía, de Borgoña, de Provenza, de Flandes, con sus mujeres, sus hijos, su ganado y sus curas. ¿Cuántos jinetes? En línea y por cuatro podían constituir mil pasos de longitud. Una vez se hubieron instalado avanzaron una mañana, en procesión, hacia la ciudadela. Hicieron siete veces su recorrido entonando cánticos. Estuvieron todo un día. Tras lo cual los curas levantaron altares y dieron la orden de que las murallas cayeran. Toda Jerusalén estaba concentrada en las torres y en los caminos adyacentes. Casi era divertido observar aquellas máscaras empenachadas, algunas de las cuales imploraban al cielo, mientras otras lanzaban invectivas incluso contra las piedras. Por supuesto, desde lo alto de las murallas se les escupió. Desde luego, se les lanzaron fundas de paja inflamadas, aceite hirviendo, cubos de excrementos e inmundicias de todo tipo. Era imposible razonar con ellos, pues estaban fuera de sí a cien codos de la muralla, la cual no se movió ni un milímetro. Ya era verano. El día había sido caluroso y el frescor descendía hasta las colinas; aún alumbraba el sol la puerta de Jaffa y ya la luna alumbraba la de los Leones. ¿Iba a durar el espectáculo toda la noche? Cuando comprendieron que la muralla se negaba obstinadamente a obedecer, adoptaron un aire colérico; algunos comenzaron a discutir entre sí gesticulando de manera grotesca, y por fin dieron media vuelta encaminando sus pasos hacia su campamento. Durante una larga semana les oímos aserrar madera y martillar. Yo, Jefet, no comprendía muy bien qué se estaba gestando, pero a juzgar por el semblante de la gente era indudable que no se trataba de un asunto simple. El capitán encargado de la defensa de Jerusalén era un egipcio llamado Iftikhar, un enorme caballero de grandes mostachos que hablaba fuerte y gritaba aún más fuerte, pero que tenía a pocos hombres bajo sus órdenes capaces de sostener un asalto. Beduinos. Sudaneses. Veloces en sus caballos, con la jabalina y el yatagán, exactamente lo que no convenía para la defensa de una ciudadela. Los habitantes amontonaron piedras, empaparon fundas de paja en la pez. Con los recintos que poseía, Jerusalén debía resistir. Como pura precaución, los griegos y los armenios, un millar de familias, pintaron con carmín enormes cruces en las puertas de sus casas y se encerraron en sus sótanos. Algunos judíos hicieron lo mismo. Salvo alguna excepción, éstos lograron salir con vida. Como sutil estratega que era, Iftikhar esperaba el asalto por el lado de la puerta de Sión, y sus catapultas emergían de las almenas. Vinieron por la puerta de Herodes, con máquinas de guerra, escaleras y torres gigantes tan altas como las murallas. En menos de una hora habían abierto brecha. Podían comenzar a liberar. Reflexionando puede decirse que el liberar es una verdadera enfermedad de los pueblos occidentales. Siempre están prestos a sembrar la muerte y la desolación para liberar a alguien o algo. Yo, Jefet, me metí en una tinaja llena de materias fecales; apestaba tanto que ningún clérigo, caballero o soldado de infantería osó acercarse, y ello me salvó la vida. Pero pude verlo todo. Trabajaban metódicamente con el cuchillo o la cimitarra, sin prisas, como si tuvieran por delante toda la eternidad; y en cierto modo la tenían, pues les estaba prometida por aquella innoble carnicería. Los judíos, hombres, mujeres y niños, fueron empujados a las sinagogas y yeshivas, donde les quemaron vivos. Vi a los arqueros arrastrar a muchachitos por los pies, destrozarles el cráneo de una patada y lanzarlos jadeantes en las brasas. En las callejas, muchas mujeres fueron desnudadas y violadas antes de ser cortadas en pedazos. En plena noche, cuando llegó la calma, una vez la liberación se había consumado en toda la ciudad, yo, Jefet, salí de la tinaja. ¡No! No os voy a escatimar ningún detalle. Todo el adoquinado de Jerusalén se hallaba cubierto de una espesa capa de troncos reventados, tripas esparcidas por aquí y por allí, cerebros enviscados, todo ello bañando la ciudad que comenzaba a heder fuertemente. Una inmensa luna llena se alzaba por encima de las murallas. Más tarde, mucho más tarde, hice una especie de cálculo. Admitiendo que entre los soldados de Cristo hubiera algunos justos, algunos timoratos, a cada uno de los demás se le pueden imputar unos veinte asesinatos en un solo día. En sí misma la cifra no es excesiva. Evidentemente pueden cometerse muchos más. En Jerusalén fue un trabajo meticuloso, lo que indudablemente resulta más largo y difícil. Hay que sacar a la víctima de su escondrijo, asirla; la víctima se debate, grita, implora, a veces comete la imprudencia de defenderse e incluso de atacar a su vez, hay que horadarla, y el hierro, completamente viscoso, puede desviarse, o deslizarse, o bien detenerse ante un hueso, y entonces hay que volver a clavarlo dos, tres o cuatro veces, pues debe tenerse la certeza de que las aberturas son lo suficientemente anchas y profundas para que la vida pueda salir por ellas y entrar la liberación. Aparte de que el día era caluroso y, por consiguiente, el sudor y la sed retardaban el cumplimiento de la acción, siendo necesario concederse un momento de respiro de tanto en cuanto para beber de la bota. No, verdaderamente veinte asesinatos por clérigo o laico es una cifra que no merece criticarse. Hubo cincuenta mil muertos. Yo, Jefet, logré introducirme con maña en el campo. Una familia me recogió en Tiberiades; luego otra en Safed; y por fin llegué aquí, entre los tintureros. El obispo de Antioquía y el obispo de Tiro celebraron festividades y dieron gracias al cielo de que por fin se hubiera vengado la afrenta hecha al Cristo. Creyeron un deber asociar a su rabia de venganza a aquel que no hablaba más que de amor y perdón. Ignoro si el papa y los demás obispos de Occidente han organizado, ellos también, sus festejos públicos. Objetivamente tenían un motivo para sentirse orgullosos y contentos. Cincuenta mil muertos en Jerusalén era una rica ofrenda a Dios y Dios debía de sentirse satisfecho. Yo, Jefet, no he tenido nunca el coraje de regresar a Jerusalén. Iré con vosotros. Os guiaré por caminos seguros que conozco. Pero habrá que esperar un poco a que transcurra la estación de los peregrinos. Iremos para las fiestas. Soy yo, Jefet, quien os lo dice.
El alba emblanquecía los cristales. Las calles comenzaban a animarse con el paso de los tintureros que se dirigían a sus talleres. Sí, dijo mi padre. Iremos a Jerusalén a rezar, tras lo cual abandonaremos esta tierra de desgracia.