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Era una galeaza bizantina con cuatro mástiles de velamen que se dirigía hacia Aqqo[27] con un cargamento de madera para vigas; transportaba peregrinos, la mayor parte de ellos idumeos. Entre pasajeros y tripulación había unas quinientas personas a bordo. La galeaza estaba equipada para contener el doble. Encontramos sitio para nuestros caballos en los departamentos bajo la toldilla, y para nosotros y nuestro equipaje en el alcázar posterior, junto a la catapulta destinada a mantener a los piratas respetuosos. Se preveía que la travesía duraría treinta y seis días; hubiera podido hacerse en menos de la mitad de tiempo si la galeaza no hubiera anclado todas las noches, ya en una bahía, ya en un rincón próximo de la costa. En el almacén de la galeaza se podían comprar muchas cosas: telas, comida para personas y animales, e incluso paja para las literas.

La primavera había comenzado. Los días eran más claros y calurosos, las noches más suaves. Podía haber sido un paréntesis en la deteriorada línea de nuestro errar, pero era un desgarro de amargura y angustia. El soplo regular de los vientos del oeste contribuía a mi pena. Tal cual era aquel poniente extremo, en su dureza e ingratitud, yo lo había amado y aún lo amaba, pues le debía el moldeado de mi alma, la ordenación de mis pensamientos, mi abertura al mundo y el orden de mis recuerdos, llevándome conmigo una rica cosecha de amistades e insignes alegrías, de decepciones y rencores, así como también ese gusto de vivir abotargado de orgullo y humildad que confiere a la existencia todo su valor.

Acodado en el empalletado de la popa, permanecía horas y horas mirando la estela de la galeaza y cada remolino, cada centelleo, me daban la nostalgia de Córdoba, que ahora estaba seguro de no volver a ver nunca más. Habían transcurrido algunos años desde aquella noche en que, con pasos apresurados, franqueamos por última vez el puente romano, y fue en este navío ondulante con su chapaleo monótono donde reconocí la brutalidad de la ruptura. Más allá de la proa comenzaba lo desconocido inquietante. Más de diez siglos me separaban de aquel otro viajero atemorizado que ya me llevaba en su simiente por el camino inverso. Me decía estúpidamente a mí mismo que no es posible reconocer nada ni a nadie después de una tan larga ausencia. Una parte de mí permanecía sin duda inalterable, cómo han debido permanecer inalterables el paisaje y el cielo. ¿Sabríamos inventar nuevos esponsales y enrolarnos en una aventura de paz en una tierra donde la guerra hacía estragos? Envidiaba a mi padre que, imperturbable, pasaba las horas releyendo el Libro de Job. Envidiaba a David que hacía la ardilla en las vergas de trinquete y cofa, lo que no era propio de su edad, y hablaba ruidosamente con los hombres de la tripulación. Uno y otro, a su manera, hollaban la pista de su existencia; yo, no. Quería obligarme a trabajar, pero mi cabeza no respondía. El pasado me retenía y el futuro aún no me quería.

Hacia el décimo día, hubo en pleno mediodía una tempestad espantosa. Dos mástiles se rompieron y muchos peregrinos sucumbieron a causa de las enormes olas que penetraron a bordo. Aferrado a unas cuerdas, yo vomitaba tripas e intestinos, desinteresado de la vida y de mí mismo, miserable como jamás lo había sido y como jamás creí se pudiera llegar a serlo. No muy lejos se hallaba mi padre, también en muy mal estado; entre dos convulsiones, y con desorbitados y desordenados gestos, imploraba la clemencia del cielo. David se había metido con maña entre los caballos; indiferente al balanceo, intentaba calmar a los animales y conservar las ataduras en buen estado. La tempestad duró todo el día y parte de la noche. A la mañana siguiente fue preciso hacer escala en un puerto para reparar. Bajé a tierra en busca de una fuente. Al inclinarme sobre el agua clara un extraño reflejo vino a mi encuentro: el rostro de un hombre sin edad, de rasgos fuertemente marcados, que descubría una mirada distante y dura. Con la palma de la mano hice estallar la imagen. Demasiado tarde: acababa de revelarme que aquel día cumplía treinta años.