Un poco antes de volver a sus cuarteles de invierno, el califa dio a conocer que recibiría a mi padre. En el acuerdo se estableció que yo asistiría a la entrevista. Cuando entramos en la corte de audiencia, Ibn-Tofail se hallaba cerca del soberano. Se nos invitó a sentarnos sobre cojines de terciopelo, signo de apreciación reservado a los visitantes de calidad. Abd-el-Mumen, acomodado en un amontonamiento de seda cruda, se hacía casi invisible. Era un hombre sin edad, de piel muy clara y extraña barba, que hablaba con un tono de voz alto y aflautado. Daba la espalda al estanque octogonal donde chapaleaba un chorrillo de agua azulada. Mientras los servidores disponían alrededor de nosotros las tazas de té y las bandejas de golosinas, no se pronunció palabra alguna. A partir de una lejana tarima disimulada por una celosía en estuco de pórfido se expandían en sordina las monotonías de varias cuerdas y un tamboril. Me sentí a gusto al observar que no había moscas.
Tras haber humedecido nuestros labios, Ibn-Tofail hizo las presentaciones. Evocó la antigüedad de nuestra familia, cuya genealogía podía remontarse hasta el rey David de Judea, nuestra larga historia común con Andalucía y la eminente posición que mi padre había ocupado en Córdoba; dada su bondad para conmigo, añadió elogios que yo estaba lejos de merecer sobre la amplitud de mis conocimientos en medicina y filosofía, así como en las restantes producciones del espíritu humano.
Ayudándose con su negligente dedo el califa levantó uno de sus párpados y me observó con una mirada incolora. Me preguntó mi nombre y yo le di el que había adoptado al salir de Almería. Luego quiso saber mi edad. Abd-el-Mumen expresó su sorpresa de que alguien tan joven pudiera conocer tantos libros. Los ha leído todos, dijo Ibn-Tofail frotándose las manos. La audiencia cobraba exactamente el giro que él habia previsto. Se me había advertido que tendría que pasar por una especie de examen. El califa estaba muy orgulloso de su propia cultura y en cuanto podía la ponía de manifiesto. Mordisqueó una ciruela almibarada y un aire de malicia se deslizó a través de sus indolentes rasgos.
¿Estaba yo informado a propósito de una obra muy vieja y rara llamada Agricultura nabatea? La cortesía me exigía dar la impresión de estar confundido. Reconocí que la providencia había dispuesto dicho libro ante mis ojos, y que había estudiado su contenido con gran atención, pues relata las costumbres de los sabeos astrólatras que practicaron la primera religión conocida en la que había nacido Abraham, el patriarca de los hebreos y los musulmanes. Abd-el-Mumen asintió satisfecho. ¿Y qué piensas, dijo, de la opinión de Al-Râzi[26] acerca de que el Mal se halla infinitamente más extendido que el Bien? Opino, Emir de los creyentes, que Al-Râzi fue un gran médico pero un filósofo mediocre, y que su opinión merece ser desechada. El Mal sólo es concebible relacionado con los seres vivientes dotados de consciencia, mayormente con el género humano; y los hombres forman una cantidad omisible con respecto a la amplitud de la creación, que es el Bien. Así pues, el Mal es una cantidad poco importante comparado con el Bien, que es universal.
El califa meneó varias veces la cabeza mientras seguía mordisqueando su ciruela almibarada. Mi padre se peinaba la barba con ios dedos, su rostro era impenetrable. Leí en la fisonomía de Ibn-Tofail que mis respuestas eran las precisas y que se apreciaban como tales. El califa no había terminado aún conmigo. Era la pregunta clave que yo esperaba. ¿Era yo de la secta de los kadaritas, partidarios del libre albedrío, o de la secta de los djabaritas, partidarios de la predestinación?
Permanecí en silencio unos segundos, el tiempo necesario para ajustar y matizar mi exposición. Con respecto a tal pregunta, dije, hay cinco tesis posibles, todas muy antiguas y fundamentadas en la razón. La primera desarrolla que no hay en absoluto providencia, y que todo lo que acontece en el mundo es producto del azar y la necesidad material. Es la opinión de los griegos Demócrito y Epicuro. La segunda es la del griego Aristóteles, que desecha el azar de la creación, pues jamás un hacha sabría entallar la corteza si la mano del leñador no la manipulase. Todo lo que gobierna las esferas y la luna está determinado por inteligencias que no admiten ni falta ni excepción. A ello se debe que nada de esto se produzca en el cielo. En cambio, en la luna y en los asuntos humanos, ciertos efectos son imputables al azar, por ejemplo un edificio cuyos cimientos se disjuntan y que se derrumba causando la muerte de quienes se hallaban en él, o un navio sorprendido por la tempestad y engullido con los justos e ignorantes que viajaban en él. La tercera opinión es la de ios djabaritas. En la tierra el azar no existe en absoluto. Todo lo que acontece ha sido determinado de siempre. Si la casa se derrumba o el navío naufraga se debe a que su destino se había decidido antaño y con rigor. Si en estos momentos me encuentro ante tu presencia, Emir de los creyentes, se debe a que la providencia sabía que debía ser así y ha actuado de modo que así fuera. La cuarta tesis es la de los kadaritas, que postulan que la voluntad del hombre es libre, en el sentido de que la virtud se acuerda con la providencia divina y el vicio, por el contrario, no. Un hombre de bien no es jamás castigado, a menos de ser castigado para su elevación y su bien; de este modo, el impedido agradece a la providencia el haberle creado impedido, pues de todas las maneras de ser ésta era la que mejor le convenía. La quinta opinión, para acabar, es la de los doctores de la fe hebraica que concede al ser humano la libertad de elección frente a la justicia de Dios. De estas cinco tesis no todas pueden ser verdaderas ni tampoco falsas. Pertenece a quien camina hacia la sabiduría y la virtud determinarse en favor de esta o aquella opinión, elegir la que le parezca más llena de luz y más plena de verdad. Por lo que a mí respecta, Emir de los creyentes, aún estoy lejos de alcanzar ese grado que despeja la vista y conduce a las evidencias. Sólo tengo la esperanza de poder llegar a él algún día.
Abd-el-Mumen se giró hacia Ibn-Tofail. Primero bebió un poco de té y se limpió delicadamente los labios con su manga. Este joven sabio me gusta, dijo. El fruto caído del árbol no cae lejos de la raíz. Hay lugar para esta esencia en el vergel de Alá.
Fue entonces cuando mi padre intervino. Es la diversidad de la tierra la causa de la diversidad de los árboles y de los hombres, dijo. Y es la diversidad de los árboles y de los hombres lo que hace la fortuna de la tierra. Tal ha sido la voluntad del Creador.
Tal y como había hecho conmigo precedentemente, el califa levantó uno de sus párpados y observó a mi padre con detención. Ibn-Tofail se agitó sobre su cojín. Sabía que los preliminares habían terminado y que la conversación iba a hacerse tensa. ¡Mientras una observación precipitada no provocase un rompimiento! Por muy buena disposición que tuviera el califa, estaba sujeto a cambios bruscos de humor, y su descontento podía surgir de la sombra de un pensamiento incluso anodino. Yo no me sentía inquieto en absoluto. Conocía la habilidad de mi padre en el manejo de los pensamientos y de los hombres. Cada árbol y cada ser humano, prosiguió, han recibido su esencia de la mano de Dios. Sería prevaricación constreñirlos a cambiar de esencia, pues no ha sido ésta la voluntad del Creador.
Abd-el-Mumen sonrió. Tu hijo ha demostrado por ti que eres un sabio. Pero estás mal informado con respecto a la cultura de los árboles y de los hombres. Mi jardinero efectúa muy bien los injertos. Y mi gobierno también. La voz del califa se había consolidado; no obstante, hizo una pausa. Emir de los creyentes, dijo mi padre, en teología pura y según la ley revelada de Israel, cualquier cambio de naturaleza es un pecado. Repito, en teología pura. Abd-el-Mumen mantuvo su sonrisa. Es precisamente por esto, dijo, por lo que en teología pura la ley del Corán es superior a la ley de que tú hablas. Nuestro deber consiste en hacer mejores los árboles y los hombres, y en perfeccionar la naturaleza que nos ha sido dada en estado de esbozo. ¿Qué te protege del fuego del sol sino tú y tu invento? Tan diversas como sean la tierra y las esencias, allá arriba, por encima de las esferas, Alá es Uno, y todo lo que nace, se transforma y se corrompe, corrobora su gloria. Está dicho en el sura: los bienes que habéis recibido no son más que goce temporal. El que el tiempo sea breve no mina el derecho al goce. Elevamos lo que nos complace elevar. Abatimos lo que se abate, y el comienzo del abatimiento es desconocer a Dios.
Mi padre seguía peinándose la barba. Emir de los creyentes, Dios es Uno, tú lo has dicho, y yo digo lo mismo. Se reveló en la montaña con toda su magnificencia y dureza al pueblo salido de Egipto. Se reveló en el desierto en todo su esplendor y justicia a los pueblos idólatras de Arabia. Aquí, como allí, eligió un profeta para transmitir su voluntad, que es Una, como él es Uno. ¿De qué se trata, Emir de los creyentes? De alabar al Señor y sus obras. De ser sumiso y fiel a la ley que ha extendido sobre el mundo. ¿Es servir a Dios el hecho de pintar las cerezas de verde y las manzanas de rojo? ¿De pegar alas en los peces o aletas en los pájaros? ¿De coser una piel de león sobre la oveja, o abrir el lomo de las camellas para crear yeguas? Cada ser testimonia a Dios según su naturaleza y su aprendizaje. No abogo por mí, Emir de los creyentes. Abogo en favor de un pueblo de una antigüedad reconocida y que ha conservado a través de mil vicisitudes su propia verdad y su razón de ser. ¿Dónde está la justicia de Dios si se le quita por la fuerza lo que le pertenece por haberlo recibido del de arriba?
El califa dejó que mi padre hablara sin esbozar el más mínimo signo de impaciencia. Expones bien la cuestión, dijo. Trataré de responderte bien. En el comienzo de su historia, el pueblo bereber al que pertenezco estaba hebraizado y sometido a la ley y a los ritos de Israel porque no tenía otro profeta más que Moisés para transmitir la palabra de Dios. No tengo en cuenta al Nazareno ni a sus adeptos idólatras, que se prosternan ante estatuas de madera o de piedra y que tienen el atrevimiento de cortar Uno en tres. Desde lo más lejano de Arabia hasta el confín donde el mundo acaba, la sed y el hambre de una verdad propia para asegurar la paz del alma eran grandes. Nuestro Profeta vino a traérnosla. Desde entonces no hay lugar para otra revelación que no sea la suya. Los extraviados se han dispuesto tras su inspiración y su ley, y jamás un musulmán ha puesto obstáculo alguno al regreso de un extraviado. Alá es Uno, y todo ser que nace en el mundo pertenece a la fe que él ha propagado entre nosotros. Los que no poseen dicha fe no son falibles de su extravío. Como libres, su deber es reunirse con la masa de verdaderos creyentes, y ay de aquel que después la traiciona. Voy a hacerte una revelación. Tuve una conversación similar con Yehuda Ben-Sossan, que fue un notable hombre. ¿Por qué traicionó? Lo sentí mucho. Pero era preciso que la justicia siguiera su curso.
Mi padre tosió en la palma de la mano. Era extremadamente hábil para darse cuenta de que las puertas acababan de cerrársele. Si el califa le hacía una advertencia no podía ser más clara. Una salida de emergencia se presentó del lado de Córdoba. Mi padre hizo en su explicación un recorrido de varios siglos, resaltando cuán fructuosa había sido la pacífica convivencia de dos comunidades que, sin fusionarse, habían guardado cada una su propia especificidad, y cuánto había ganado la ciudad en renombre, en calidad y en nivel de vida. La opresión ha puesto fin y quizá para siempre a esta prosperidad que era la envidia de los dos imperios. Hay que alabar y respetar la obra de Dios, dijo mi padre. ¿Pero no es también digna de alabanza y respeto la obra de los hombres? ¿No ha dicho Mahoma, el Profeta: asiste a tu hermano cuando le veas oprimido; en cuanto al opresor, impídele que haga el mal?
Ibn-Tofail se agitó de nuevo para atraer hacia sí la mirada de mi padre. Observando a Abd-el-Mumen no parecía ni menos distante ni menos atento que al comienzo de la audiencia. Te agradezco, dijo suavemente, que te preocupes por la salvación de mi alma. Pienso en ello a menudo, y me esfuerzo en conseguirlo. El Profeta ha dicho también: la vida de este mundo es sólo un juego. ¿Renombre? ¿Prosperidad? ¡Nada más que vanidad! Juego, cruel tal vez; seguramente irrisorio. El mundo se hace y se deshace, los imperios chocan entre sí, grandes agitaciones nacen de un demasiado caliente o de un demasiado frío y lanzan a los pueblos unos contra otros, como los vientos contra las dunas, como las olas contra las rocas, produciendo polvo, arrecifes, huecos, y también lágrimas y crujir de dientes. Hablas como cabeza de familia, y no te equivocas. Yo hablo como cabeza de estado, y no estoy seguro de tener razón. Un enfrentamiento sin tregua se ha entablado entre los continentes. Unos presionan hacia el este, otros hacia el oeste, y necesito a todo mi pueblo a mi alrededor en la unidad y la cohesión para frenar los golpes y devolverlos. Las historias de familia serán algo venidero. ¿Córdoba está deshecha? Nosotros volveremos a crearla en Fez. ¿La libertad de cultos? Llegará un día para ello. A mí también me gusta que las cerezas sean rojas, las manzanas verdes, que los pájaros tengan alas y los peces aletas. La demanda del pueblo de Israel acabas de formularla con tus palabras; reflexionaré sobre ello. Israel está presente en los dos continentes, y no menosprecio la mediación que podría ser la suya. Pues un día será preciso que hagamos la paz, como Alá lo desea.
A raíz de un discreto signo del califa, los servidores se llevaron las bandejas. La audiencia había terminado. El intendente nos entregó en la corte de honor los regalos de Abd-el-Mumen. Nos trató suntuosamente. Dos yeguas bayas, ensilladas y enjaezadas, una magnífica alfombra de seda fina, dos abrigos de piel de zorro y una bolsa que contenía una fuerte suma en monedas de oro. Habría dejado todo esto a cambio de una promesa, dijo mi padre. Ibn-Tofail se nos unió. Me dijo que los cursos de anatomía en la nueva universidad de Al-Quarauyin estaban a mi cargo.