Otro que no hubiera sido mi padre se habría descorazonado sin duda. Creerle capaz de ello hubiese sido conocerle mal. A la mañana siguiente apareció peinado, vestido sin descuido, cojeando ligeramente, pero impasible. Habuna le había herido la pierna, no el alma. Sólo era una comunidad entre cien, un naufragio entre mil, una cuestión sin respuesta. La alternativa no estaba entre la vida y la muerte; la alternativa estaba entre ser y no ser, lo que era completamente diferente. No se ofrecía ninguna elección real que fuera preferible a una elección contraria. Sólo la conciencia profunda conservaba una oportunidad de formar la última palabra, en la permanencia de un reinicio que quizás no tenía ni comienzo ni fin. Había que ser muy bobo para suponer que el mundo se había creado para nuestro uso. Estábamos dentro de él para soportar sus oposiciones y metamorfosis. Algunos huían hacia adelante o hacia atrás; otros, entre la multitud o en ellos mismos. Lo esencial era descubrir en alguna parte un refugio para tener la impresión de permanecer intacto.
Nuestra existencia volvió a tomar su curso en la espera del acontecimiento improbable que nos proporcionara la libertad. El silencio y el recogimiento imperaban en nuestra casa. Mi padre estudiaba y escribía. Yo estudiaba y escribía. ¿Qué buscábamos en los libros y en las letras? ¿Acaso la carcoma se pregunta por qué cava? Es su manera de ser en la vida y en el mundo. Nuestras galerías personales apuntaban a la perfección. Había un misterio en el espesor de la creación, y la virtud consistía en penetrarlo. Mi padre y yo estábamos poderosamente formados, aunque en grados diversos, en la elevación a través del conocimiento que permite aproximarse y tal vez alcanzar la verdad. Era nuestra manera de ser en la vida y en el mundo. Nos guiaban unos modelos de alta alcurnia que nos invitaban, a través de los siglos, a la imitación. En algún lugar estaba la luz absoluta, la felicidad imperturbable, el reposo eterno. Mentiría diciendo que nuestra diligencia estaba exenta de orgullo y preservada de cálculo. Nuestra mayor certidumbre era que la virtud debía verse necesariamente recompensada y que no había mayor virtud que la de perfeccionarse sin cesar. Admito en el secreto de esta confesión que era tan sólo un punto de vista y que era lícito ceder a otras tentaciones, ninguna de las cuales estaba al abrigo del favor del prejuicio.
Al anochecer David introducía sus turbulencias en nuestra paz. Se apegaba a otras realidades distintas de las nuestras, a pesar de que ante mí fuera un alumno dócil que absorbía pacientemente, aunque bostezando a escondidas, las nociones elementales que yo intentaba inculcarle. Cultivaba amistades de su edad, asneros, portadores de agua, un encantador de serpientes funámbulo; conocía por su nombre a todos los mercaderes de buñuelos de los zocos y distinguía por su estilo a los distintos narradores de Bab Guissa; la metafísica no era su fuerte y solía soñar con espacios nuevos y climas cambiantes. Además, con sus amigos se dedicaba a pequeñas transacciones personales que era mejor no examinar demasiado de cerca; negociaba un anillo de cobre aquí, o un collar de ámbar allá, y guardaba sus economías en un escondrijo que sólo él conocía. Su ambición era aumentar su peculio para volverle a comprar a su patrón la esmeralda que mi padre le había cedido. Sin duda alguna lo habría conseguido: se trataba de un problema de cálculo simple, que ofrecía cantidad de soluciones posibles.
Por mi parte yo me dedicaba en aquella época a cálculos más abstractos y menos rentables. Había imaginado una serie de recipientes que contenían agua en planos distintos para sorprender en ellos el reflejo de las esferas celestes. Este método me permitió evaluar con enorme aproximación las dimensiones y el alejamiento de esos seres corporales que gravitan en el éter según la ley de Dios. Así he demostrado que la distancia entre el centro de la tierra y Saturno es un camino de aproximadamente ocho mil setecientos años de trescientos sesenta y cinco días cada uno, contando para cada jornada el recorrido de ochenta mil pasos de la longitud de un codo. He verificado varias veces estas medidas que puedo asegurar exactas. Se las comuniqué al filósofo Ibn-Moischa, quien como yo frecuentaba el colegio de astronomía, y me acusó de exageración; según él, que era juez coránico, tales distancias sobrepasaban el entendimiento, pues ningún ser de apariencia humana podía caminar en línea recta durante ocho mil setecientos años. En consecuencia, Dios no podía haberlas querido porque ello era imposible. Le invité a volver a hacer los cálculos conmigo. La cifra fue la misma. Ibn-Moischa permaneció incrédulo. Pero a partir de entonces me tuvo en especial consideración, lo que en una primera época iba a salvarnos la vida a los tres, y en otra época iba a ponerme en gran peligro de perder la mía.
No es sin razón que he dado este rodeo por las estrellas. Piensa, amigo mío, en la inmensidad del cielo, poblado de innumerables cuerpos esféricos que se hallan a distancias vertiginosas, en la pequeñez de la tierra sublunar, y en la insignificancia del género humano en relación con el conjunto de las cosas creadas. Así pues, ¿quién sería lo bastante loco para imaginar que ello existe para su provecho y a causa de él, y que ello debe servirle de instrumento providencial? ¡Locura! ¿Locura? Y sin embargo…