Oficialmente, en el Magreb no quedaba un solo fiel al Dios de Israel. Así pues, ¿dónde estaba el espíritu de resistencia que había levantado la epístola de mi padre? Acontecía que un desconocido se presentase al anochecer, portador de un mensaje sibilino o de una palabra alusiva. Con riesgo de decepcionarle y merecer un reproche, ¿no era mejor ser prudente y desconfiar? El recuerdo de un empalado rondaba aún nuestra casa. En una época tan desbordante de arbitrariedad, las vocaciones de delator están prestas a formarse. ¿Rabino Maimónides? ¡Sí! ¡Sí! Mi padre le conoció muy bien en Andalucía. Un hombre muy piadoso, de gran reputación y probidad. Lástima que no se sepa que ha sido de él. ¿Aún vive? Si se le supone en Almería, es que quizás esté allí. ¿Una epístola? ¿Qué epístola? Mi padre no estaba al corriente de que el rabino Maimónides hubiera escrito una epístola. Si lo hizo es que quizá tenía sus razones. ¿De la resistencia? ¡Es la primera noticia! ¿Resistencia contra qué? ¿Contra la intolerancia, los juicios sumarios y las ejecuciones expeditivas? No añadamos nada más; hay demasiada tendencia a exagerar y a propagar chismes. Quien ultraja la ley ya sabe a qué se expone; y si se le castiga, ¿no habrá recibido lo que se merecía? ¡Larga vida al califa Abd-el-Mumen, emir de los creyentes en la gloria de Alá y juez supremo en los dos continentes! ¡Que su voluntad se cumpla tanto en la tierra como en el cielo!
El desconocido siempre repetía la alabanza al príncipe. Él también desconfiaba al no saber en presencia de quién estaba. Cada mes algunos se veían constreñidos a pagar su apostasía; tras matarlos, sus cabezas se exponían en las almenas, donde participaban en el festín de los buharros y milanos.
Un día mi padre alquiló dos caballos de silla y me condujo hacia el oasis de Habuna, cuya distancia era la de una media jornada en dirección al sur. La ciudad entera estaba formada por una comunidad hebrea de rito babilonio, de aproximadamente unas mil familias, que sobrevivían duramente —como en los tiempos bíblicos— del producto de los árboles y la tierra, y de una pequeña industria de cestería polícroma muy conocida de los sirvientes en Fez la Santa. Mi padre había recibido en Almería una carta colectiva de esta comunidad, donde la llamada a la resistencia había tenido una resonancia profunda.
El oasis se hallaba en una llanura entre altos acantilados, regado por un arenoso río donde se mojaban unos bóvidos famélicos y unos camellos pelados, mientras que en las orillas unos grupos de borriquillos se dejaban comer por las moscas sin siquiera mover las orejas o la cola, a la sombra de una hilera de palmeras. En cuanto llegamos a Habuna, perros rabiosos emergieron de todas partes y se lanzaron a morder las piernas de nuestros caballos. Las gallinas se dispersaban cacareando. Las basuras recubrían las calles grises llenas de mugre. Ni un hombre, ni una mujer, ni un niño; sólo perros que ladraban y las gallinas aterrorizadas que huían ante los cascos de nuestros caballos.
Pasamos por delante de barbacanas ocultas tras tiras de cuero. Ningún signo de vida humana, y sin embargo tenía la impresión de que decenas de miradas nos espiaban. El calor era agobiante; miríadas de moscas zumbaban ante las narices de nuestros caballos. Hacia el centro de la ciudad aparecieron algunas casas de piedra, una de dos plantas, sin duda la vivienda de un notable. Un niño de pecho lloraba detrás de una ventana con cristales. Mi padre se apeó de su caballo y fue a llamar a la puerta. ¡Chalom!, gritó. Traigo la paz y el consuelo de un amigo venido de lejos. De pronto, mi caballo coceó: un trozo de mampuesto lanzado desde un techo le había alcanzado el anca. ¡Escucha, Israel!, gritó mi padre. Quien me inspira es nuestro único Dios. En su nombre me doy a conocer. Una lluvia de piedras fue la respuesta. Una me dio en el hombro; otra hirió a mi padre en la pierna. Sin embargo, no se descorazonó y volvió a decir lo mismo ante otra casa; y ante otra, y otra; y mientras más insistía, más piedras, escombros, chatarra nos caían encima. La testera de mi caballo comenzó a sangrar; el animal se embaló y cargó contra la jauría de perros; a duras penas pude agarrarme a su cuello. Sólo se calmó al llegar a la pista del djebel, lejos de aquel lugar de pesadilla.
Algo más tarde mi padre se reunió conmigo, lleno de polvo y frotándose la pierna, con el aspecto deshecho. Ciertamente para él fue un golpe bajo. Escribir palabras alentadoras en la tranquilidad de un despacho de trabajo y al resguardo del peligro inmediato era una cosa; enfrentarse con la complejidad de una situación sin salida, y con los reflejos de masa de una colectividad asustada y temerosa era otra. Lo que allí ascendía de las profundidades acarreaba el cieno de la noche de los tiempos, la primera estampería de la que el hombre hubiera sido capaz, el estremecimiento de la pareja original semidesnuda en la clara mañana de su caída, ante la puerta prohibida en adelante para siempre jamás.